Se trata de uno de esos deportistas que nacen una vez cada tanto. Pero no sólo por el talento exquisito que manejan. Sino por el combo de características que los transforman en ídolos, en figuras que quedan grabadas en la memoria colectiva. Atletas que convierten su deporte en un arte, que trascienden fronteras y generaciones, que inspiran todo tipo de sentimientos, en este caso desde amor extremo hasta un odio visceral porque, además de habilidades cautivantes, era dueño de un carácter tan apabullante como especial, que incluía rebeldía, obsesión, carisma, extrema competitividad, y una doble personalidad, “un ángel fuera de la cancha y un demonio dentro de ella”, como su misma madre resumió. Hablamos de Drazen Petrovic, el genio de Sibenik o el Mozart del básquet. Una figura que ya era mítica antes de su repentina y absurda muerte, cuando tenía apenas 28 años y dormía en el asiento del acompañante en un auto que viajaba de Polonia a Croacia luego de jugar un torneo con su selección. Justo en su mejor momento, cuando era una estrella de la NBA, luego de dominar Europa, ya sea como ícono del poderoso Real Madrid, del emblemático Cibona Zagreb o del casi ignoto KK Sibenka, con noches legendarias que agigantaron una historia digna de un guión de Hollywood.
Para conocer esta personalidad tan peculiar, para entender a este crack sin épocas, el primer paso es ir a su génesis. La de su historia y, además, la de su familia, ciudad y hasta país. Šibenik no es una urbe cualquiera. Ubicada en la desembocadura del río Krka, en la costa del mar Adriático, fue siempre un centro político, industrial, de transporte y hasta turístico. Por eso siempre fue un objetivo de distintos pueblos que quisieron conquistarlo: los venecianos hasta que lo lograron en 1412 y los otomanos a finales de ese siglo (XV) y luego el Imperio astrohúngaro tras la caída de República de Venecia en 1797. Después de la Primera Guerra Mundial, pasó a formar parte de Yugoslavia y durante la Segunda fue ocupada por la Italia fascista y la Alemania nazi. Vuelta a manos de la República de Yugoslavia, sufrió nuevamente durante la Guerra de los Balcanes hasta casi su destrucción total, en 1991, cuando Croacia buscó –y logró- su independencia. Sus habitantes, está claro, saben lo que es el dolor y el sufrimiento. Tal vez por eso tienen una pasión y fuerza voluntad superior al de muchos otros pueblos. Allí, justamente, nació Petrovic, el 22 de octubre de 1964. Dicen que iba a llamarse John Fitzgerald, en memoria del presidente estadounidense asesinado (Kennedy), muy popular en la antigua Yugoslavia. Pero su abuela impuso Drazen, típico nombre yugoslavo que significa “bonito” y “cariñoso”.
Hijo de Biserka y Jole, su hermano mayor, Aleksandar, jugador consagrado, fue su guía e inspiración, tanto en la vida como en el básquet. Nada fue fácil para Drazen, quien nació con un problema congénito de caderas. Pero su pasión siempre pudo más. A veces siguiendo a su hermano en el club, incluso jugando hasta con el equipo femenino, y en otras en la calle, con amigos. Allí dio rienda suelta a su amor por la pelota. Con los chicos de la cuadra, en la hoy famosa calle Preradovic, hasta pusieron un reflector para jugar hasta bien tarde, sobre todo en verano. Hasta que un vecino se cansó y les destruyó el aro en el que jugaban. Drazen no se inmutó y al otro día, con sus compinches, pusieron uno nuevo. Incluso cuentan que, como represalia a aquel hombre, le lanzaron un cartucho de dinamita a su balcón, lo que generó por meses una investigación de la Policía de Sibenik que nunca dio con el responsable, aunque no pocos creyeron que había sido el propio Drazen...
Ya era un talento de la ciudad cuando, a los 12 años, volvieron los dolores de cadera y tuvo que visitar a un ortopedista, quien le hizo una recomendación que movió los cimientos de la familia, aunque no los suyos. “Si sigue jugando al básquet, a los 15 puede terminar en una silla de ruedas. Yo recomendaría que abandone la actividad”.
Con una marcada pasión y dureza mental que ya sorprendía para la época, Drazen nunca dejó de jugar. Su hermano, cinco años mayor, fue el primero en darse cuenta de su potencial, pero no el único. “La estrella del básquet yugoslavo será él, no yo”, predijo quien, nada menos, terminaría logrando 14 títulos en clubes -13 con el Cibona Zagreb y uno con Scavolini italiano-, incluyendo dos Copas de Europa, y fuera integrante de la Yugoslavia que lograría el tercer lugar en el Mundial de 1982. “A los 14 años recuerdo que Drazen ya era habitual en las selecciones de cadetes y se le veía como un jugador con futuro. Algunos entrenadores le auguraban que sería muy grande, pero nosotros como compañeros no veíamos nada especial en él. Pero en los dos años siguientes notamos una transformación importante. Y mucho tuvo que ver con su mentalidad y organización. Era un ganador absoluto que no se comportaba de acuerdo a la edad que tenía, sino que era un adelantado”, rememora Neven Spahija, aquel amigo de la infancia que también terminó trascendiendo en Europa, en especial como coach (de Valencia Basket y Baskonia, entre otros).
A los 15 años, Petro firmaría su primer contrato profesional y a las pocas semanas, exactamente el 29 de diciembre de 1979, debutaría en la Liga yugoslava y anotaría los primeros puntos, todo en el Sibenka KK, un club humilde y desconocido en el ámbito continental que había sido fundado en 1973 y en ese entonces llevaba apenas un año en la máxima división yugoslava –dejó de existir en 2010-. Tras la marcha de su hermano al Cibona, Drazen lo convirtió en un ganador. A los 17 años ya era capaz de anotar 50 puntos y dar 25 asistencias en partidos del campeonato local y su ausencia de la lista yugoslava para el Mundial de Cali fue considerada un grave error. Tenía 18 cuando guió, con sus genialidades, a una final continental. En realidad, no a una sino a dos seguidas: de la Copa Korac, ambas saldadas con derrota ante el poderoso Limoges francés.
Drazen se tomaría revancha en la definición del torneo local en un final trepidante frente al mítico Bosna Sarajevo que se decidiría con su sello. Una muy polémica decisión arbitral, en el cierre del tercer partido de la serie, le dio dos libres a Petrovic, con el reloj en cero y muchas protestas del rival. El entrenador de su equipo pidió tiempo muerto y le pidió, viendo lo complicado que estaba el clima en el estadio, que anotara uno solo de los libres para forzar el suplementario y de esta forma el partido no se decidiría por un error de la dupla arbitral. Drazen asintió pero, cuando se paró en la línea, hizo lo que su competitividad le dictó: anotó ambos y dio su explicación: “No puedo tirar a fallar adrede. Va contra mi naturaleza”.
Sibenka KK festejó el triunfo y el título, pero sólo por algunas horas. La Federación yugoslava decidió repetir el juego en cancha neutral y el Sibenka, indignado por una determinación sin precedentes, no se presentó, perdiendo el título que había ganado en la cancha. Fue la gota que rebasó el vaso. Cansado de perder, Drazen decidió irse. Ofertas tuvo muchas, pero se decidió por el Cibona. Cuentan que por presiones de Mirko Novosel, el entonces coach yugoslavo que le habría dicho que si no fichaba con su club debería olvidarse de integrar el seleccionado nacional. ¿Mito o realidad? Lo cierto es que Drazen tuvo que primero realizar el servicio militar obligatorio y al año siguiente se mudó a Zagreb. Rápidamente, en su primera temporada, se transformó en la estrella del poderoso club. Promedió 32.2 puntos en el torneo local, guiándolo al bicampeonato, y otros 30 para llevar al club a su primera Copa Korac, la primera de dos legendarias que protagonizó y ganó, metiéndose de esta forma en la historia grande del continente.
En la primera, en la 84/85, el rival fue nada menos que el Real Madrid, siete veces campeón de Europa, con un equipo mítico, afianzado, con calidad y experiencia. Poco le importó a Drazen, quien le infligió las únicas tres derrotas de aquella edición, la última en la definición con un show de juego (36 puntos) y burlas que enloquecieron a sus rivales y a toda la hinchada merengue. Juanma Iturriaga, uno de los que más lo sufrió, contó en su libro “Antes de que se me olvide” que, tras uno de estos partidos y de camino al vestuario, Fernando Martín quiso darle la mano a Petrovic para olvidar todas las polémicas y peleas en la cancha y Drazen contestó con un escupitajo en la cara. Casi todos los compañeros debieron frenar al pivote madrileño para que no matara a golpes al provocador croata. “Drazen se motivaba con cualquier partido, pero con el Real tenía algo especial. Era evidente. Su relación con el público español y los jugadores del Madrid siempre fue difícil. Y tampoco se puede negar que, dentro de la cancha, era un jugador sucio, arrogante, agresivo, que no te daba tregua. En España la gente lo odiaba. Con el tiempo fue madurando y suavizando su comportamiento. Pero en esos primeros años era joven, con mucho talento y ambición”, recuerda Spahija.
Petro, a los 20 años, ya era capaz de cualquier hazaña. Y, como dijo Spahija, no perdonaba rivales. Y menos errores. Como aquel 5 de octubre de 1985, cuando anotó 112 puntos ante el Olimpia Ljubljana por la primera fecha del campeonato yugoslavo gracias a un problema administrativo del rival, que se presentó al partido con varios jugadores del equipo junior porque su secretario se había olvidado de inscribir a los nuevos fichajes. A él no le importó. Anotó 67 puntos en la primera mitad y otros 45 en la segunda para superar así el récord histórico impuesto por Wilt Chamberlain (100 tantos). Fue el preludio de lo que sería otra temporada histórica. Dos nuevas victorias del Cibona en la liguilla semifinal ante el Real dejaron a los blancos mirando la definición por TV y fue la puerta de ingreso a una nueva consagración del Genio de Sibenik, en este caso contra otros de sus enemigos favoritos, Arvydas Sabonis y el Zalgiris Kaunas lituano -tenía la base de la selección soviética que sería campeona olímpica dos años después-. Petrovic promedió 37 puntos en aquella edición europea, con actuaciones épicas, como aquella ante el Limoges, cuando anotó ocho triples seguidos y 51 puntos para dar vuelta el juego. En la final, volvió a ser de las suyas, anotando y sacando de quicio a los rivales, convirtiéndose en el mejor jugador de Europa por unanimidad, pero a la vez también en el más odiado. Una personalidad apabullante que había sacado de su madre.
En 1987, el Cibona sumó un nuevo título internacional, la Recopa, y al año siguiente volvió a verse las caras con el Real Madrid en la definición de la Korac. Aunque con una gran diferencia: todos sabían que Petrovic ya había firmado con los Merengues y en aquella final ya no hizo de las suyas... Ese fichaje fue la novedad de la temporada 88/89. Tanto que a la ACB se la conoció popularmente como “la Liga de Petrovic”. Nunca es sencillo estar a la altura de semejante expectativa, pero como Drazen era especial, incluso superó lo esperado. El Real ganó la Copa del Rey y conquistó la Recopa en una final memorable ante el Snaidero Caserta de Oscar Schmidt. El brasileño se la plantó cara, con 44 puntos anotados. Pero el croata hizo 62, con 12-14 dobles, 8-16 triples y 14-15 libres. Una bestialidad. Pero claro, a veces lo sublime, si es tan individual, tiene un costo. La prensa asegura que aquel partido terminó de dividir al plantel blanco. De un lado, Petrovic. Del otro, Fernando Martín, aquel del escupitajo, que ahora era compañero pero no se bancaba la personalidad y, sobre todo, el individualismo de Petro. Dos ribetes que nunca se vieron más claros que la final de la Liga ACB 89 ante el Barcelona. Petrovic empujó al Real hasta un épico quinto juego pero allí se encontraría con un enemigo del pasado: el árbitro Juan José Neyro, a quien dos años antes había escupido luego de una falta no cobrada. El juez eliminó a siete jugadores por faltas y el Real terminó con cuatro jugadores en cancha en uno de los juegos más recordados en la historia del básquet español.
Petrovic, entonces, dijo basta y, no sin polémicas, decidió dejar la Casa Blanca y mudarse a Estados Unidos por un nuevo desafío: jugar con los mejores en la NBA. Su destino fue Portland, que lo había elegido en el Draft tres años antes, con un coach y un equipo –poderoso- que estaban lejos de ser lo que él necesitaba. Rick Adelman, el coach, no era amante de los extranjeros, menos novatos, y en las dos principales posiciones en las que podía jugar estaban las dos estrellas del equipo, Clyde Drexler y Terry Porter. Encima, días antes de su llegada, llegó Danny Ainge, un consagrado veterano que ocupaba también esos puestos. Allí estuvo un año y medio y realmente la pasó mal. Un anotador empedernido que necesitaba la pelota y tiros pero que apenas pisaba la cancha. Cuando entraba no lo hacía mal (7.6 puntos en 13 minutos) pero, en general, estaba condenado a los “minutos basura”, con los partidos definidos. Portland llegó a la final de la NBA pero su presencia fue testimonial, salvo en el único triunfo del equipo, cuando anotó ocho puntos importantes desde el banco.
Lo que pasó en Oregon fue, para Drazen, una tragedia. Ese papel de relleno, con su pasión, obsesión y mentalidad, no saciaba su hambre... Y más cuando veía que otros europeos, como el alemán Schrempf, el lituano Marciulonis y su amigo Vlade Divac se destacaban gracias a un mayor protagonismo. Empeñado en jugar, Petrovic pidió el traspaso y Portland se lo concedió, en enero de 1991, enviándolo a los Nets, una franquicia “perdedora”, con poca tradición y hundida en el fondo del Este. Drazen se la jugó: era gloria o nada. Y, cuando llegó, se dio cuenta que había material para tener revancha, sobre todo con dos talentosos jóvenes como Kenny Anderson y Derrick Coleman. Petro cuajó a la perfección y, casi desde el primer día, enamoró a todos, con su carácter competitivo, rebosante talento, devastadora anotación (pasó a 12.6 puntos en 21 minutos) y esa rabiosa alegría que brotaba por sus poros y electrificaba estadios.
Cuando se dio cuenta que podía, Petrovic se armó una rutina de pesas, dedicó un verano entero a la condición física y se apareció en septiembre del 92 con un notable cambio corporal, más fuerte y ágil que nunca, y que esa determinación al éxito que resumía su mirada tensa y concentrada. La llegada de Chuck Daly, el mítico coach de los Pistons y el Dream Team, fue la pieza que faltaba para potenciar a Petro y a un equipo joven pero talentoso. El N° 3 se convirtió en titular y explotó, elevando su media de puntos a 20.6, con un impactante 45% en triples, para que New Jersey llegara a playoffs y potenciara su ilusión. Desatado, con la confianza por las nubes, siendo el Petrovic que Europa había conocido –y temido-, así arrancó la 92/93. Levantando a los hinchas, con sus tiros increíbles y puñetazos al aire. En la primera parte de la temporada trepó a los 23.6 puntos, siendo la estrella de los Nets (marca 30-21). No llegó al partido de estrellas del All Star sólo por los prejuicios sobre europeos que todavía sobrevolaban la NBA. Fue cuando decidió anotarse igual en el torneo de triples y allí, en Orlando, cautivó hasta a un niño que hoy considerado el mejor lanzador de la historia. Stephen Curry tenía cuatro años y había acompañado a su padre, rival del croata en aquel concurso. El niño posó los ojos sobre el 3 de camiseta celeste y, desde el regazo de su padre, vio como Drazen llegaba a semifinales, en una foto que se viralizó cuando Steph fue campeón de la NBA y decidió donar su camiseta al Museo Petrovic, en honor a la memoria de aquel genio.
No fueron pocos los que quedaron marcados con ese halo especial que transmitía Petro. LeBron, hace unos años, dijo que para él había sido el mejor europeo de la historia y Reggie Miller, un lanzador excelso, lo calificó el mejor en esa materia, nada menos. “Siempre lo consideré el mejor tirador de la historia. Si hubo un jugador que me superó, fue él. Me ponía nervioso, me decía cosas en distintos idiomas y olía como si nunca si hubiese bañado. Fue mi némesis, sin dudas”, fueron las palabras de Reggie hacia quien se fue siendo el tercer mejor promedio de eficacia de la historia de la NBA con el 43.7%.
Su temporada 92/93 quedó en la memoria de muchos por ser una de las mejores campañas que haya tenido un extranjero en la historia. Drazen, autor de 44 puntos en una noche ante Houston, terminó la fase regular con 22.3 (11° en toda la NBA), 52% de campo y 45% triples –una eficacia pocas veces vista en un tirador-, siendo la estrella de unos pujantes Nets que volverían a caer ante los Cavs en postemporada, pero dejando claro que estaban a las puertas de algo grande. Así, siendo tal vez el mejor tirador de la competencia o “la pieza que necesitábamos para ser campeones” –según admitió el propio Pat Riley, DT de los Knicks-, Drazen dejó Estados Unidos, con el objetivo de descansar, prepararse y jugar con su selección, sabiendo que la gloria que tanto anhelaba estaba cada día más cerca. Lo mejor estaba por venir. Hasta aquella fatídica tarde del 7 de junio de 1993…
Petro no sólo fue un amante de la pelota, del juego y de la competencia. También de su país y su selección. Sentía devoción. Es la única explicación de por qué aquella tarde estaba en una autopista alemana. Había ido hasta Polonia para jugar un Pre Europeo, algo difícil de entender hoy cuando a veces las estrellas deciden renunciar incluso a Mundiales… Pero así era Petro. Le gustaba jugar, más aún cuando se trataba de su flamante país. Lo suyo había arrancado representando a Yugoslavia, dejando de lado las diferencias que los suyos sentían, aquella necesidad de independencia que se concretaría tras una cruenta guerra en 1991. Y lo hizo con las proezas que acostumbraba. Era 1987 cuando Nikos Gallis, histórico crack griego, le anotó 44 puntos en su cara y él juró revancha, que concretó dos años después, cuando los Plavi formaron uno de los mejores equipos de siempre, con Dino Radja, Divac, Zarko Paspalj, Pedrag Danilovic, Zoran Cutura, Jiri Zdovc y un pibito llamado Toni Kukoc. Desfilaron en el torneo, incluida la final ante los griegos (98-77), con Petro como figura.
El éxito se extendería al mundo, un año después. Yugoslavia, con ese mismo plantel, llegó a Buenos Aires para el Mundial 90 con un único objetivo: ser campeón. Y así sucedió para deleite de nuestro público. Los 31 puntos de Drazen ante la URSS, en la final, lo depositaron en el olimpo de los dioses, aunque sin saber que segundos después, su vida, la de un país y la historia del deporte cambiaría para siempre. Segundos después de consumado el triunfo, los jugadores yugoslavos festejaban en el parquet del Luna Park, cuando un hombre de 41 años –profesor de historia y periodista– entró a la cancha con una bandera croata y se la quiso dar a Divac. El pivote serbio lo tomó como una provocación y se la sacó de las manos, en un incidente visto por millones de personas en todo el mundo que terminó de explotar un conflicto nacionalista y étnico que había estado latente por décadas. “Yo quise mostrarle al mundo una bandera que había sido negada desde 1945. Pensé que Divac era croata, pero cuando vi su reacción me di cuenta que no… En un momento nos quedamos cara a cara, tironeando, me pudo pegar, pero no lo hizo y llegó la gente de la embajada a echarnos”, contó el hombre, cuya identidad había estado oculta hasta una investigación del periodista Andrés Burgo hace tres años. Se trata de Tomas Sakic, argentino, hijo de croatas. Desde Santa Teresita, admitió que le devolvieron la bandera y que Vlade no la pisoteó ni escupió, dichos que se aseguraron días después y dejaron a Divac como el hombre más odiado de Croacia. Una historia que está magníficamente contada en Once Brothers, el documental que ESPN produjo en 2010 y es uno de los más vistos en Internet. Una pieza de la serie 30x30 que narra cómo aquel conflicto desmembró las épicas selecciones yugoslavas y destruyó las relaciones humanas de sus componentes. Petrovic y Divac pasaron de ser compañeros, amigos y confidentes -que se ayudaban mutuamente mientras jugaban en la NBA- a convertirse en enemigos y traidores a escala nacional. La cara visible de una guerra que, meses después, terminaría con 130.000 muertos y millones de desplazados en los Balcanes, convirtiéndose en la mayor masacre europea después de la Segunda Guerra Mundial. “Pensaba que llegaría el día en que Drazen y yo nos sentaríamos a charlar. Pero ese día nunca llegó. No pude hablarlo y desde entonces llevo ese peso encima”, admitió Vlade en el documental para terminar de estrujarnos el alma a todos. La historia siguió. Croacia, independizada, formó su propia –poderosa- selección y en 1992 impactó al mundo al ser la única capaz de desafiar al Dream Team original en Barcelona. Claro, con Drazen como líder todo era posible…
—La próxima te anotaré en tu cara.
—Y yo haré lo mismo.
El diálogo entre Petrovic y Jordan durante aquel 8 de agosto de 1992 resumió lo que era capaz de hacer: jugarle de igual a igual al mejor de la historia. Aquel día, incluso y pese a la derrota en la final olímpica, Petro terminó con más puntos que MJ (24-22), ratificando lo que podía hacer en una cancha. “Por momentos sentí lástima de los rivales. El único que realmente nos enfrentó fue Petrovic”, admitió John Stockton, integrante de aquel mítico equipo estadounidense.
No había pasado ni un año cuando Drazen, tras anotar 30 puntos para que Croacia se clasificara al Europeo, tomó la decisión de volver en auto y no en avión, hasta Múnich, como el resto de sus compañeros, luego de clasificarse al Europeo en Polonia. Manejaba su novia y él iba durmiendo al lado, cuando un camión perdió el control en una autopista y se llevó su vida –ella sobrevivió y es hoy la esposa del ex futbolista Oliver Bierhoff-. El mundo del deporte entró en shock. Nadie podía creer que alguien tan talentoso y pasional, destinado a la gloria, se hubiese ido tan joven y de forma tan absurda. El mundo lo lloró, las calles de Sibenik y Croacia se llenaron de miles de personas –se calculan que 100.000 personas pasaron por el cementerio- que despidieron al ídolo, al ícono, a ese inspirador jugador que había siempre diferente…
Alguien que, hasta el último día, tuvo algo de ese nene con espíritu amateur, con una devoción especial por la pelota. “La llevo a todas partes. Es mi alma, la gran ilusión de mi vida”, había admitido ya siendo una estrella mundial. Un profesional obsesivo que nunca se conformó con su talento. Que, cuando tuvo que hacer el servicio militar, no perdía tiempo y se iba a lanzar cada vez que podía, aunque fuera con el chaleco antibalas puesto. Alguien capaz de levantarse a las 6 de la madruga para no perder su rutina de 500 tiros diarios. Un tipo tímido y poco sociable en la intimidad, que sólo parecía amar el básquet y se transformaba en la cancha. Un competidor nato que no podía asumir la derrota. Y que te invitaba a sentir que, con él, cualquier hazaña era posible.
“Siempre tuve la sensación de que, con él en la pista, era imposible perder”, admitió Quique Villalobos, su mejor compañero en el Real Madrid. Un visionario del show business, capaz de explotar como nadie un perfil mitad crack y mitad provocador. Un rebelde destinado a cambiar la historia. De Europa, primero. Porque fue Drazen quien giró el timón hacia los Balcanes. El que hizo grande a un club pequeño, el que llevó a la gloria al Cibona, rompiendo la hegemonía de los poderosos como el Real, el CSKA y el Varese. El que, no conforme con eso, se fue a su archirrival (el Real), por otro desafío, para seguir ahondando su huella. Y el que, cuando ya parecía no tener más que probar, decidió irse a un mundo nuevo, casi inexplorado, la NBA, para probarse ahí y terminar de romper una barrera, allanando así el camino para el resto de los jugadores internacionales. Drazen fue distinto. Un genio y un cabrón. Un talento exquisito, cautivante, que rompió moldes, cautivó, emocionó y enojó. Probablemente el genio más amado y odiado de la historia del básquet mundial.
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