Era una época en la que Diego frecuentaba la Bombonera. Quizás una de las que más partidos en continuado vio desde su palco, el mismo que fue iluminado en su honor durante la noche posterior a su fallecimiento hace unos días. Maradona había estado presente en el estadio Morumbí cuando Boca le ganó la final de la Libertadores al Palmeiras en la tanda de penales. De hecho formó parte del contingente de la transmisión televisiva oficial y celebró los goles en la cabina con auriculares puestos. Consumada la victoria, hasta se dio el lujo de conversar unos segundos con Juan Román Riquelme, una de las figuras de la serie con los brasileños, que fue cruzado en el campo de juego por el periodista Fernando Carlos.
—Hola Román.
—Hola Diego.
—Gracias, maestro.
—¿Cómo anda, monstruo? ¿Dónde anda?
—Acá arriba estoy.
—Y vení para el vestuario ahora.
—Ahora después paso.
—O al hotel. No, no vamos al hotel. Venite al avión con nosotros.
—Escuchame Romancito, el arquero no salió ni en la foto cuando pateaste el penal.
(Risas).
—Bueno mejor, mejor.
—Y jugaste un partido excepcional. Te quiero mucho.
—Yo también.
La breve pero intensa comunicación registrada mucho antes de que se enemistaran con la Selección de por medio le piantará un lagrimón a más de un fanático boquense. Y selló una especie de adherencia de Maradona con ese grupo particular, que tenía integrantes con los que había sido compañero hacía poco tiempo.
Si exclusivamente de él hubiera dependido, habría compartido vuelo con el plantel dirigido por Carlos Bianchi. O incluso hubiera llegado antes, para estar instalado a la espera de un partido que prometía ser histórico (y superó las expectativas). Pero eso no ocurrió. Guillermo Coppola tramitó dos semanas antes el permiso especial para que aprobaran la visa del Diez en Japón, país que le había prohibido sus visitas basado en una ley que impedía la entrada de personas que hubieran sido declaradas culpables de posesión, tráfico o consumo de drogas. De hecho en el año 94, antes del Mundial de Estados Unidos, rechazaron su participación en esa tierra en un amistoso que finalmente se suspendió por decisión de la AFA en solidaridad con el emblemático futbolista.
Diego mostró su exaltación días antes de que Boca volara a Tokio en su palco, en un triunfo contra Talleres de Córdoba (foto arriba) que dejó al conjunto del Virrey en las puertas del título del Torneo Apertura que concretó luego de coronarse en suelo nipón. Estaba ansioso, le preguntaba constantemente a su representante si había novedades por su visa. No se lo quería perder de ninguna forma. Pero a tres días del match Coppola le dio la peor noticia: Japón había rechazado definitivamente su ingreso. Horacio Marcó, jefe de prensa en la embajada japonesa en Buenos Aires, hizo pública la decisión.
Maradona bramó, refunfuñó e insultó encaprichado, impotente. “Como son todos japoneses, lo dejan entrar a Fujimori que vendió droga, que mató. Y a mí no”, declaró sin pelos en la lengua días más tarde.
Ofuscado por la situación, pensó “a estos japoneses yo los voy a cagar”. Y le encomendó a su mensajera y en ese entonces esposa Claudia Villafañe que le diera algo a un ex compañero suyo de la selección argentina para llevarse a Japón. “Me pidió Diego que te diera esta remera para que uses en Japón”, le dijo La Claudia a José Horacio Basualdo, que había jugado el Mundial de Italia 90 y compartido plantel en Boca en el 96 con Maradona. Además de tomar el pedido como una mención honorífica por la magnitud de la figura, el Pepe compartía con Maradona una admiración mutua, ya que el Diez le había confesado cuando lo conoció que él era el ídolo de su mamá, Doña Tota. Por eso no tardó nada en guardar la casaca negra que tenía la imagen de Diego en cueros exhibiendo su famoso tatuaje del Che Guevara en su brazo derecho.
Con 37 años, Basualdo se dio uno de los gustos más grandes de su carrera profesional al disputar los 90 minutos del duelo contra el Madrid en Japón, siendo vital para el equipo. Riquelme la rompió, Martín Palermo se encargó de los goles y Boca escribió una de las páginas más importantes de su historia en el estadio Nacional de Tokio el 28 de noviembre del 2000. “Traje al mostro (pronunciado así), traje al mostro”, dijo mientras se señalaba la imagen de Diego en la remera que usó abajo de la número 18 azul y oro, tal como le había prometido a Claudia, frente a las cámaras del programa Videomatch. “Él estuvo siempre con nosotros y sabíamos las ganas que tenía de venir”, agregó.
A más de 18 mil kilómetros de distancia, cuando el reloj daba las 9 de la mañana (en Argentina), en un balcón que daba a la calle en la intersección de Segurola y Habana del barrio porteño de Villa Devoto se empezaron a oír gritos y una bandera azul y oro empezó a flamear. Era un Diego Maradona somnoliento pero desaforado, eufórico por la resonante victoria de los muchachos de Bianchi. A su lado estaba Coppola, luciendo también una camiseta xeneize. Varios medios se hicieron presentes en la puerta del edificio y esperaron que bajara el astro, que hizo su aparición con una camiseta de Jorge Bermúdez dada vuelta (con el número 2 en su pecho). “A la Argentina, a la Argentina, fuimo’ a buscar la copa que perdieron las gallinas”, fue el cántico no del todo bien pensado pero espontáneo con el que afrontó los micrófonos el Pelusa. “¡Boca puso los huevos!”, fue su análisis inmediato.
Luego de varios minutos, Maradona partió en su vehículo y dejó algunas frases con las que mostró su lado más pasional y versión de hincha: “Yo creo que el pueblo está feliz. Boca se merecía la Copa Intercontinental y vuelvo a repetir, al Real Madrid ahora lo van a ir a buscar mil personas para tirarle tomates. Porque no es verdad que no les importa la Intercontinental, porque cuando se la ganaron a los brasileros lo fueron a buscar 20 mil personas y fueron a festejar a La Cibeles (fuente y monumento icónico de la capital española). Que paren de hablar los boludos acá con que ‘al Real Madrid no le importa la Intercontinental’. Que se vayan a cagar”. Al hueso, auténtico, sin filtros. El Diego más bostero y visceral.
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