Recién cuarenta y cinco años más tarde, en 2010, el Inter de Milán, con el portugués José Mourinho como entrenador, pudo repetir un título de Champions League que ya había conseguido en 1964 y 1965 de la mano de un argentino, Helenio Herrera, también llamado El Mago y considerado el inventor del Catenaccio (cerrojo), un muro defensivo que le daba a sus equipos una personalidad rocosa y oportunista con el objetivo de ganar más allá de las formas, y que influyó con su escuela en otros directores técnicos como Juan Carlos Lorenzo, Osvaldo Zubeldía, y Carlos Bilardo.
Mourinho, campeón de Europa e intercontinental con el Inter en 2010, acaso sea uno de los últimos herederos de esta escuela que provocó un cambio en el fútbol italiano a principios de los años 60 con su personalidad magnética, sus técnicas innovadoras, y un particular encanto en sus gestos y palabras, y fue considerado un revolucionario del aspecto psicológico en el fútbol por sus dotes de motivador, al punto de que consiguió convencer a sus hinchas para que llevaran carteles a los estadios para alentar durante los partidos cuando en Europa.
Uno de los más notables periodistas de la historia, Gianni Brera, sostuvo en 1966, “Siéntase libre de juzgarlo según lo dicten sus estados de ánimo. Bufón y genio, sinvergüenza y asceta, villano y buen padre, sultán y leal, vulgar y competente, megalómano y consciente de la salud. Herrera es todo esto y más, como quizá nos pase a cada uno de nosotros. Lo conocí de mago y lo redescubrí de niño, siguiéndolo contigo por mares y tierras de todos los continentes. Francamente, no sé cómo se las arregló para mostrárselo, por cuántas caras, por cuántos lados. Para mí es importante que el personaje nunca sea falso, ni siquiera cuando intenta serlo. Y H.H. siempre es cierto, sino del todo aceptable”.
Es tan polémico Helenio Herrera que ni algunos aspectos de su nacimiento y su muerte son claros. El Mago, también llamado El Fisura, nació, para muchos, el 10 de abril de 1910 en Palermo, en la calle Thames, en Buenos Aires, aunque él sostenía que había nacido el 16 de abril de 1916 y eso es lo que figuraba en sus tres pasaportes, francés, argentino y español. Era hijo de un anarquista andaluz, Francisco, y de María Gavilán Martínez, quienes a sus nueve años emigraron a Marruecos, que en ese momento aún era un protectorado francés. Al llegar a Casablanca y bajar la familia del barco en un puerto en construcción, su madre, que pesaba 103 kilos, cayó al agua y le exigieron a su padre un pago por adelantado para sacarla de allí. Ya Helenio iría tomando consciencia muy pronto de lo que le esperaba. Por lo pronto, su padre, carpintero experimentado, construyó una pequeña casa sobre pilotes en la playa.
“Mis padres habían llegado a la capital argentina después de treinta largos días de navegación en la cubierta de un barco en el que habían embarcado en Algeciras. Eran andaluces y pobres en caña. Emigraron a la Argentina llenos de esperanza con la intención de dejar atrás la miseria y los amargos recuerdos: tres de sus hijos habían muerto a temprana edad. Mi padre, apodado Paco el Sevillano, conoció a mi madre en Gibraltar. Ella era sirvienta en la casa de los terratenientes ingleses, Pero en Buenos Aires se desvanecieron sus sueños y la suerte con la que habían soñado no era más que un espejismo. Sin embargo, la esperanza de los emigrantes está hecha de un material resistente y partieron de nuevo, uno de esos interminables viajes por mar en los que se intenta engañar al hambre cantando canciones y así mi familia llegó a Marruecos”, relató en su autobiografía, escrita en 1964.
Tanto Helenio como su hermana Aurora –también nacida en la Argentina un año antes- fueron a escuelas francesas y ya en el camino hacía malabares con piedras o con una pelota de medias de su madre o por las tardes jugaba al fútbol en la arena con sus amigos de familias llegadas de todas partes. Luego llevaba los postes de los arcos para tapar la casa para que no les robaran. Quería ser tornero. También aprendió enseguida a boxear y le resultó útil para entender algunas cuestiones fundamentales que aplicaría mucho más tarde como entrenador.
“Los soldados, que nos habían tomado simpatía, me enseñaron a boxear. Me hicieron pelear con otro chico de mi edad. Entonces sucedió algo que constituyó una verdadera revelación para mí. Descubrí el veneno de la popularidad. Me imagino la impresión que deben haber sentido los espectadores de un encuentro de boxeo, que tuvo lugar en el circo de Casablanca. Los nombres de los contendientes habían sido anunciados y estaban a punto de ingresar al ring. ¡La sorpresa debe haber sido enorme! Estaba formado por nada menos que dos niños de ocho años: mi rival y yo. El rugido de la risa de la multitud llegó a mis oídos como el eco de vítores dirigidos a un ídolo. Entre esas cuerdas, tuve la sensación de ser un personaje muy importante. El corazón me latía rápido y me parecía repetirme: hay que ganar, hay que ganar”, cuenta el propio H.H. en su libro “Mi vida”. “Fue entonces que comencé a entender que cuando corría a ciegas tras una pelota, la miseria, la guerra, el miedo, no existían para mí. A partir de ahí empecé a correr”.
Ese niño, con mucha cerveza en el cuerpo, organizaba partidos y jugaba seguido al fútbol hasta que ingresó al Roca Negra (1927-1930), y al destacarse como defensor, tras un comienzo como delantero, fue contratado por el Racing de Casablanca (1931-1932) y ya a los quince años estaba en el equipo titular mientras se ganaba la vida en otros menesteres: fue obrero, almacenista, tornero. Ya con 22 años pasó al CASG (Club Athétique des Sports Genéraux).
Formó parte de la selección marroquí ante Argelia y Túnez y hasta lo seleccionaron para un conjunto del Norte de África para enfrentar a Francia en un amistoso. El deseo de llegar en el fútbol ardía en su interior y los clubes franceses, que buscaban jugadores en África, lo notaron. El París lo invitó a una prueba, pero no tenía dinero para viajar y lo ayudó un amigo. Para contratarlo, le ofrecieron paralelamente un trabajo como vendedor de carbón y luego, como tornero, y mandaba casi todo lo que ingresaba a su familia en Marruecos. Jugó allí en la temporada 1932/33. Luego continuó su carrera en el Stade Français (1933/35), OF Charleville (35-37) y EAC Roubaix (37-39).
En 1939, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, fue llamado a combatir. Trabajaba en la fábrica de Saint-Gobain como experto en lana de vidrio, material aislante que tenía un importante uso militar y eso lo salvó de ir al frente. Cuando el mariscal Petain asumió el gobierno colaboracionista con el nazismo, ya jugaba en el Red Star Saint Ouen (1940-1942), con el que consiguió la Copa de Francia, su único título como jugador. Volvió por una temporada al Stade Français (1942-1943), y aquí aparecería su vocación por ser DT de fútbol y se graduó como masajista deportivo con la idea de poder entrar a algún plantel de un modo u otro. En 1943/1944 jugó en el EF Paris-Capítale y en la siguiente y última (1944/1945), en el Puteaux. Allí era jugador y DT al mismo tiempo hasta que se retiró. Algunas biografías sostienen que jugó dos partidos con la selección francesa, pero eso no figura en los archivos de la Federación. En realidad, jugó para la selección de París de la Isla de France.
Mientras se las arreglaba vendiendo líquido para pulir poniendo el pie en la puerta de las amas de casa antes de que ésta se cerrara, asistía ya a un curso para entrenadores y, en un año, ya lo tomaron como profesor, y como tal, fue enviado al norte de África para dar lecciones de fútbol. “Recuerdo que una tarde asistí a un partido en un campo de prisioneros e inmediatamente me golpeó un niño negro que corría con la pelota literalmente pegada a sus pies. Un jugador extraordinario. Le pregunté el nombre y me dijo “Larbi Ben Barek, señor”. Después del partido me acerqué al jugador y le dije “mi nombre es Helenio Herrera y algún día vendré a hacerte jugar en Francia. Con lo que puedes hacer, ganarás mucho dinero”. Me respondió con una sonrisa, como si no me creyera y luego supo que yo le hablaba muy en serio”.
En efecto, Ben Barek fue uno de los primeros campeones del fútbol africano que emigró a Marsella en 1937, se nacionalizó francés y jugó en la selección blue. Helenio Herrera, por su parte, se convirtió en entrenador tras la experiencia en el Puteaux, en las afueras de París y su fama se extendió al Stade Français: “El presidente de ese club era una persona muy rica y ambiciosa y tan pronto como asumí en mis funciones, le conté sobre el jugador negro que había visto en el campo de prisioneros de Ain-Seba y le pedí que lo enviaran a buscar. Confió en mí y la contratación de Ben Barek fue uno de los escándalos deportivos de Francia porque a todos les parecía absurdo que se pagara un millón de francos por alguien completamente desconocido y yo era el principal responsable de lo que se describía como una locura y estaba en una situación delicada –describió Herrera- pero nunca me he equivocado con la opinión sobre un jugador. La cuestión es que Ben Barek se transformó en una “perla negra” y en uno de los mejores jugadores de todos los tiempos”. H.H. dirigió al Stade Français entre 1945 y 1948.
A todo esto, para poder dirigirse a África del Norte a buscar jugadores, el equipo quedó en manos de otro DT y se encontraba en posiciones de descenso, pero al regresar Herrera, retomó la dirección técnica y llegó a un milagroso tercer puesto. Para 1946, mientras dirigía al Stade Français, se incorporó al cuerpo técnico de la selección francesa, en el que trabajó hasta 1948, cuando decidió marcharse para tener una experiencia en España, para comenzar en el Real Valladolid, aunque aceptado por los dirigentes del Atlético Madrid, con el que ya había firmado contrato.
En el fútbol español comenzaría una etapa fructífera que se extendió por doce años. Se incorporó al Atlético Madrid en 1949 y en ese ciclo ganó dos ligas españolas (1949-50 y 1950-51) y también la Copa Eva Duarte de Perón (1950-51). También al conjunto de la capital española se llevó a Ben Barek, quien lució en el ataque con Estruch, Pérez Payá, Carlsson y Escudero.
Posteriormente pasó por el Málaga y el Deportivo La Coruña (donde descubrió a un gran talento, como Luis Suárez (hasta hoy, el único Balón de Oro nacido en España, ganado en 1960), hasta que recaló en el Sevilla por otras cuatro temporadas, entre 1953 y 1957, en la que llegó a obtener un segundo, un cuarto y un quinto puesto en la Liga Española, y perdió una final de Copa de España. Fue en Andalucía cuando en una mesa cercana a su cama de hospital, internado por una fractura, encontró un libro sobre misticismo, los “ejercicios espirituales” de Ignacio de Loyola, que terminaron inspirándolo para las largas concentraciones y retiros en el fútbol. Por primeras vez en la historia de este deporte, los jugadores vivirían desde entonces en una comunidad como monjes, en espacios verdes y silenciosos entrenándose, estudiando tácticas y llevando una vida sobria.
Al dejar el Sevilla, una cuestión burocrática no le permitió sentarse en el banco como DT y entonces pasó a dirigir a Belenenses de Portugal en 1957/58, cuando fue tentado por el Barcelona, que vivía un momento de crecimiento con la reciente contratación de una estrella como Ladislao Kubala, el Camp Nou se había inaugurado un año antes y la masa social era más grande que nunca. Herrera llegaba en el momento justo y terminó contribuyendo para que los catalanes ganaran dos Ligas (1958-59 y 1959-60), una Copa del Generalísimo y una Copa de Ferias (el antecedente de la actual Europa League). Fue en esta época en la que acuñó una de sus frases más célebres: “Ganaremos sin bajarnos del micro”, en referencia a la previa un partido ante el Sevilla en Andalucía. Esas declaraciones causaron revuelo. Ese día, antes de comenzar el partido, salió a la cancha en el tiempo de calentamiento, deambuló por varios minutos en los que recibió una tremenda bronca de los hinchas, y al volver al vestuario les dijo a sus jugadores “ya están desgallitados, ahora salid y ganad”. Años más tarde, Lorenzo o Mourinho seguirían cada tanto con estas costumbres para enfriar el clima en partidos calientes.
Ese Barcelona de H.H. contaba con Ramallets en el arco, Joan Segarra, capitán del Barcelona “de las cinco copas” en los años cincuenta, los húngaros Kocsis y Czibor, y con Luis Suárez. Al finalizar la temporada 1959/60, se argumentó que uno de los motivos de su salida fueron los permanentes roces con Kubala, la estrella del equipo, pero hubo algo más: comenzó a reunirse a escondidas, en la Autrostrada del Sole, en Milán, con el magnate Ángelo Moratti, dueño del Inter, quien lo tentaba para dirigir al equipo tras fallar en cada uno de sus intentos de éxito con otros entrenadores. Herrera aceptó el desafío y se marchó a Italia con un contrato que significaba una paga del triple de lo que recibían sus colegas, aunque con una promesa de conseguir el título en tres temporadas.
Nacía entonces la figura del director técnico como preponderante, algo que hasta entonces era un actor secundario. H.H. llevaría al Inter la idea del Catenaccio, un cerrojo defensivo que buscaba principalmente el cero en el arco propio, aunque siempre con talentos arriba que pudieran hacerse cargo de sus equipos. H.H. traía ideas innovadoras que modificarían el ambiente. Sus carteles en el vestuario dominaban la escena: “Al jugar individualmente, jugás para el rival. Jugando colectivamente, lo hacés para vos”, “El fútbol moderno es velocidad. Jugá rápido, corre rápido, pensá rápido, marcá y desmárcate rápidamente”. A esto se sumaban algunas indicaciones que no se conocían. Era habitual escucharle decir a sus jugadores “¡Taca la bala!”, que era una ítalo-hispanización de la frase “Attaquez le ballon” (ataquen la pelota).
Y tal como se comprometió con Moratti, Herrera consiguió la primera Liga en la tercera temporada, tras rozar el Scudetto las dos anteriores, aunque no sin polémicas, y así como tuvo problemas con Kubala en el Barcelona, los tuvo con la gran estrella del Inter, el argentino Antonio Valentín Angelillo, quien terminó yéndose a la Roma al finalizar el primer año en el club, y fue reemplazado una vez más por el gallego Luis Suárez. También llegó otro argentino, Humberto Maschio, desde el Bologna, justo para la temporada 1962-63 y entonces comenzó a conformarse lo que se dio en llamar “El Gran Inter”.
"El primer y segundo año de su milicia en Italia habían sido muy amargos –escribió el gran Gianni Brera-. La gente no estuvo muy bien y a los ritos del vestuario literalmente los hizo basura. Tampoco ayudó que se fuera al Mundial de Chile 1962 como parte del cuerpo técnico de la selección española (como ayudante de Pablo Hernández Coronado) y por eso fue descalificado por algunos jugadores del Inter. Fue cuando Moratti aprovechó para reemplazarlo por el emergente Edmondo Fabbri, pero de repente, como si nada, Helenio regresó y Fabbri se quedó con el fósforo encendido en la mano y ese regreso de 1962 trajo suerte a todos en el Inter y comenzó a ganar, aunque Brera no le atribuía todos los méritos al Mago: “Se estaba gestando el colapso cuando Moratti intervino personalmente escuchando a los jugadores y a unos amigos, y obligó a Herrera a sacar a Buffon y colocar a Bolchi y a Maschio en el medio, pero el verdadero punto de inflexión llegó cuando H.H. puso como titular al bebé Sandro Mazzola, portador del aliento de frescura atlética y técnica que necesitaba el equipo para asentarse en la carrera final”.
H.H. no era un director técnico más. Quería saberlo todo y conocer a todos los jugadores posibles para su equipo. No le alcanzaba ni con todos los profesionales del plantel ni de la reserva. Quiso ver a los juveniles. “Cuando lo encuentro frente a mí siento una fuerte emoción: una gran cabeza negra con dos ojos oscuros y penetrantes, que cavan como para leer en su interior. ‘Este es el hijo de Mazzola, señor’, le dice un gerente. ‘Sí, lo sé. Gran jugador, el padre. Veremos, te veremos jugar’. Seco y conciso en su pintoresco italiano. Así se me presenta Herrera. Casi tengo la sensación de que está un poco molesto. A diferencia de los otros ejecutivos, excluido Giuseppe Meazza, que no han perdido la oportunidad de trompetear a los cuatro vientos que tienen con ellos al hijo del gran Valentín, él no le da ninguna importancia al nombre. Al contrario, con su mirada aguda parece querer hacerme entender de inmediato que las recomendaciones son inútiles y nocivas”. Escribió años más tarde, en 1977, Sandro Mazzola, integrante de ese equipo que marcó una época, en su libro “El primer trozo de pastel”.
Así como acabó “reclutando” a Sandro Mazzola, otro acierto fue recuperar a Giacinto Facchetti, dejado de lado por el Inter y cedido a préstamo al Atalanta. En el verano de 1960, Herrera le avisó a la comisión directiva que él lo quería para el equipo y que sería uno de los pilares, y no se equivocó en absoluto. El gran lateral jugó con los negro-azules 634 partidos, con 75 goles y fue capitán de la selección italiana en la Eurocopa de 1968 y en el Mundial de 1970, luego sería presidente del club y al fallecer en 2006, retiraron la camiseta con el número 3 en su honor.
Con el Inter, H.H. ganaría tres Scudettos (1962-63, 1964-65 y 1965-66), dos Copas de Campeones de Europa (1964 y 1965) y dos intercontinentales (1964 y 1965), y pese a tantos títulos, muchos recuerdan a ese equipo mucho más por sus logros y por su aplicación táctica que por el fútbol que plasmaba en el césped, porque jugaba a destruir el circuito de juego de los rivales con una férrea marca individual y con la implementación de la figura del líbero por detrás de la línea defensiva, que caracterizó al Catenaccio como sistema, colocando allí al discreto lateral Picchi, y otras innovaciones como el llamado “foul táctico” (falta para acomodar al equipo atrás). Su punto más fuerte provenía de la banda izquierda. Comenzaba en la salida por Facchetti y luego continuaba por el talento del español Luis Suárez, casi el único –acaso con Mazzola- que tenía permitido, de alguna manera, salirse del esquema férreo, aunque el perder la pelota, ambos tenían obligaciones defensivas. Otra de las novedades tácticas fue la del uso de los “carrileros” por las bandas.
En aquellos primeros años de la década de los Sesenta, H.H. debió cotejar con un gran Milán, el rival de la ciudad, al que llegó como director técnico Nereo Rocco, de quien se hizo amigo, aunque representaban los valores opuestos dentro y fuera de la cancha. Era la demostración de que se podía triunfar partiendo de ideas opuestas. Ese Milan fue campeón de Europa en 1963, un año antes que el Inter, aunque en la final intercontinental no pudo evitar al Santos de Pelé. Si Herrera era un ciudadano del mundo sin una nacionalidad definida y varios pasaportes, Rocco se vanagloriaba de hablar sólo en dialecto de Trieste. Helenio era un monje del fútbol: yoga, yogurt y el silencio religioso. Nereo era un aficionado a las tabernas, el vino y el salame.
Fue justamente Rocco el mayor testigo de la obra maestra de H.H., el “Gran Inter”, que tras ganar el Scudetto 1962-63 se proyectó a Europa y al mundo. Si alguien osaba discutirle la idea, Herrera le saltaba a la yugular: “¿El Catenaccio? Yo lo inventé en el Stade Français. Estábamos ganando 1-0 en un partido importante pero estábamos en dificultades. Yo era el capitán y decidí cambiar el WM que usábamos. Me coloqué detrás de la defensa y delante del arquero, y le dije al volante que se hiciera cargo de mi lateral. Cuando me hice DT, me acordé de aquel día y comencé a utilizar ese sistema de visitante y me dio resultado. Mis muchachos lo llamaban “le betón” (el cemento) porque garantizaba una defensa impenetrable”.
Para la final de la Copa de Campeones de 1964, en Viena, nadie apostaba por ese Inter. Enfrente estaba el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano, Ferenc Puskas y Francisco Gento, que avanzaba con facilidad en cada una de las fases, cuando los italianos ganaban siempre ajustadamente. Si el Inter venció por 4-2 en semifinales al Borussia Dortmund, los españoles golearon 8-1 al Zurich. Pero en la final, el equipo de H.H. hizo lo que mejor sabía, que fue anular a, los rivales y se impusieron por 3-1, ganando por primera vez el título de la máxima copa continental.
Este título le permitió acceder a jugar por primera vez la Copa Intercontinental ante el Independiente de Miguel Angel Santoro, Oscar Ferreiro, Raúl Bernao, Osvaldo Mura y Raúl Savoy, campeón de la Copa Libertadores luego de vencer a Nacional de Montevideo en la final, pero que además había eliminado nada menos que al Santos de Pelé en semifinales, ganándole los dos partidos. Para Herrera, eso significaba volver al lugar donde había nacido. Mientras tanto, en Italia había rozado un nuevo Scudetto pero lo acabó perdiendo en el final.
El Inter perdió 1-0 en Avellaneda con gol de Mario Rodríguez, el mismo que había convertido el tanto del título sudamericano ante Nacional, en Montevideo. En la revancha, en Milán, los italianos se impusieron 2-0 (Mazzola y Mario Corso) y tuvieron que ir a un desempate en el Santiago Bernabeu, en Madrid, que definió otra vez Corso, en el alargue.
Al año siguiente, otra vez el Inter avanzaría en la Copa de Europa sin que le sobrara nada (salvo un 7-0 al Dínamo de Bucarest en octavos de final) y en la definición, prevista de antemano en el Giuseppe Meazza de Milán, donde sería local, tuvo que encontrarse con otro rival de época, el Benfica de Eusebio, Coluna y Simoes, que venía goleando a todos y que en cuartos de final, eliminó al Real Madrid.
Pero como en la final anterior, los italianos hicieron una marca asfixiante, y a los 42 minutos el brasileño Jair Da Costa les dio la ventaja y la administraron hasta el final, para consagrarse por segunda vez consecutiva y tener que volver a enfrentar a Independiente, bicampeón de América, por la Intercontinental. Esta vez, la ida se jugó en Italia y el Inter ganó por un cómodo 3-0 con goles del español Joaquín Peiró y dos de Mazzola, con el arbitraje del alemán Rudolph Kreitlein (el mismo que un año más tarde sería protagonista junto con Antonio Rattín en el Inglaterra-Argentina del Mundial 1966). Una semana más tarde, y una vez más, el Inter administraría la ventaja de la ida para empatar 0-0 en Avellaneda y consagrarse otra vez.
Pese a que en 1966 no podría repetir el título europeo (fue eliminado ajustadamente en semifinales por el Real Madrid, a la postre campeón), repitió el Scudetto, el imperio Herrera seguía y el entrenador ya era todo un personaje. Hablaba en tono lapidario y los suyos no eran discursos sino consignas, e hizo colocar carteles en los vestuarios como “recordá que eres del Inter”, o “Compromiso, compromiso, compromiso”. Si un jugador iba por un pasillo, Herrera se le acercaba por detrás y le susurraba al oído “¿quién eres tú?” y el deportista tenía que responder “¡soy fulano, del Inter, y el Inter es el equipo que ganará el próximo campeonato!”. Creó una atmósfera tal, que hasta muchos periodistas entraron en ella, preguntándole antes de los partidos cuál era el “secreto sensacional” de su nueva táctica para el próximo partido, y él respondía, misterioso, “cada partido requiere de una táctica particular”, según cuenta Luigi Cecchini en su libro “Inter”, de 1991.
El edificio de los éxitos empezó a derrumbarse con el Mundial de Inglaterra 1966, al que El Mago concurrió como ayudante del entrenador de la selección italiana Ferruccio Valcareggi, luego de ocho meses de compartir este trabajo con el Inter, y con malos resultados, especialmente luego de la sorpresiva derrota en el torneo ante Corea del Norte. Moratti, dueño del club, no toleró eso del doble trabajo y hubo quienes lo acusaron de usar a la selección como juguete. H.H. quiso iniciar una renovación del equipo, pero el quinto puesto en la Liga, y el haber perdido la final de la Copa de Europa ante el Celtic de Glasgow, trastocó los planes, y se terminaron cuando poco tiempo después, Moratti decidió dejar su puesto y retirarse con las tres competencias perdidas al final. A los pocos días de caer ante los escoceses en Lisboa (2-1), el Inter quedó eliminado de la Copa Italia ante el Pádova (un equipo de la Serie B) y en la última fecha de la Liga cayó ante Mántova, y la Juventus fue campeona. Un año después, en 1968, decidió aceptar la oferta de la Roma, a la que dirigió hasta 1973, aunque ya sin la misma suerte que en la etapa anterior, aunque en su primera temporada ganó la Copa Italia.
Desde los primeros tiempos, tuvo que enfrentarse con muchos problemas importantes. Tal como con el Inter a su llegada, quiso recurrir a jugadores de las divisiones inferiores pero se encontró con que el presidente Álvaro Marchini (que era quien administraba aunque a él lo había contratado Francesco Ranucci) había transferido a las tres joyas de los juveniles, Spinosi, Landini y Fabio Capello.
Los malos resultados generaron que fuera despedido en abril de 1971 y reemplazado por Luciano Tesalli para las últimas fechas de la Liga, pero las revueltas callejeras oponiéndose a la medida fueron tan duras, que el nuevo presidente del club, Gaetano Anzallone, lo repuso de inmediato en el cargo para calmar los ánimos. El desgaste de Herrera en Roma fue mayúsculo. En 1970 había tenido un accidente en la autopista, en Florencia, al estrellar su Mercedes Benz contra la banquina, lo que le produjo una fractura en las costillas y en la quinta vértebra dorsal, pero no quiso dejar al equipo y apareció sentado en el banco, enyesado desde la cadera hasta el pecho y a veces se veía obligado a levantarse para dar indicaciones, y eso le provocó llagas sangrantes en las axilas, y dolores intensos.
Terminaron echándolo en abril de 1973 y se produjo su regreso al Inter, donde pidió que vendieran a Mario Corso, importante en su esquema de los años 60, algo que con Moratti no habría podido, pero el ahora presidente Ivanoe Fraizzoli lo permitió. Ahora, Herrera les hablaba a sus jugadores en una nueva clave “Ajax”, el equipo de moda en Europa, pero lo miraban sin tanta credibilidad. Tampoco muchos tifosi la tendrían con ellos, cuando tres años más tarde se supo que algunos habían participado en la mafia de las apuestas clandestinas (“Totonero”), y fallaban goles a propósito. Un brote de bronconeumonía en febrero de 1974 lo obligó a ser hospitalizado y tuvo que retirarse. Regresó a Roma, se tomó un descanso, para terminar su etapa italiana en el Rímini en 1978/79 aunque ya lo seguía de cerca desde 1976 en la Serie B y asumió como consultor técnico, debido a que por una situación burocrática estaba impedido de hacerlo como entrenador.
En 1979 decidió aceptar la nueva oferta del vicepresidente del Barcelona, Joan Gaspart, casualmente para sustituir a Kubala, con quien había tenido problemas cuando el húngaro aún era jugador, y volvió a dirigir al equipo catalán por dos temporadas, hasta 1981, cuando ganó la Copa de España, con un plantel en el que se encontraban, entre otros, Tarzán Migueli, Alexanco, el argentino Rafael Zuviría, el alemán Bernd Schuster, el danés Alan Simonsen y el goleador Enrique Castro Quini. Fue allí que decidió poner el punto final a su larga carrera, y la FIFA lo invitó a dar charlas ,por todo el mundo y se dedicó a la actividad periodística.
Herrera tuvo tres matrimonios. En 1937 fue obligado por su madre a casarse en Marruecos con Lucienne Leonard, una chica a la que conoció en un salón de baile y que estaba embarazada de ocho meses y con quien tuvo a Francis, y a Elena, en 1938, y Linda, en 1941. En 1942 nació Daniele, que moriría en 1945 por intoxicación.
En 1952, con María Morilla Pérez (con quien no estaba casado legalmente por no haberse divorciado de su primera esposa). Tuvo a Helenio Ángel y en 1957, a Rocío (fallecida en 2002), En 1976 adoptó a Luna, una niña de dos años, que estaba enferma y a quien encontró en un banco de la Plaza del Pino, en Barcelona, a quien acompañó para que la operaran en Italia. y en Roma conoció a su tercera mujer, Fiora Gandolfi, quien le dio su octavo hijo, Helios (1977)
Fue justamente Fiora (periodista, escritora, pintora) la que debió luchar incluso después de su muerte - el 9 de noviembre de 1997 en Venecia, después de dejar sus apuntes futbolísticos a quien consideraba su discípulo -Facchetti-, para que sus cenizas se alojaran donde Herrera quería, de cara al sol (“se ve que ahora de viejo tengo más frío”) y que cerca de su tumba se escuchara el sonido del mar. Ella, entonces, encargó una de estilo bizantino-veneciano. Sin embargo, apareció el primer problema en el cementerio de San Michele, por el cual tuvo que apelar al alcalde de Venecia, Massimo Cacciari, admirador del Mago: no fue bautizado, era hijo de un anarquista que lo invitaba a alejarse de la Iglesia, pero el reverendo Kleeman dio esperanzas cuando Fiora Gandolfi la explicó la voluntad de su marido. Él examinó el proyecto de la tumba –explicó luego la viuda- lo encontró adecuado y llegó el sí. Y entonces dijo que podían comenzar la operación del sepulcro, pero justo cuando los marmolistas estaban en plena operación, apareció una anciana profesora, Hanna Franzoi, que debió participar del sínodo pero que estuvo ausente, y al enterarse explotó. “¿Quién, ese no cristiano? ¿Quién, un pateador? ¡Fuera, fuera, lejos de nosotros!” y entonces el reverendo Kleeman le explicó a Gandolfi que se necesitaban más reuniones, mientras se seguía esculpiendo la costosa tumba veneciana.
Fachetti llegó a decir en 2001, cuatro años después de la muerte de Herrera, y cuando el problema no se había resuelto, que Massimo Moratti (hijo de Angelo y también presidente del Inter) “está muy amargado por la situación y lo único que hay que esperar es que las conciencias sean sacudidas por la apatía actual y se encuentre la solución deseada por nuestro entrenador”. Incluso deslizó que el Inter estaba pensando en dedicarle el campo de entrenamiento de La Pinetina.
Por fin, tras largas vicisitudes y luchas burocráticas, las cenizas de Helenio Herrera reposan en un nicho de mármol escondido entre la hiedra del cementerio evangélico anglicano de San Michele, y con la lista de todos los clubes y selecciones a los que entrenó, gracias a la intervención de la Reina de Inglaterra, Isabel II, como máxima autoridad de la Iglesia Anglicana a quien acudió Gandolfi (“Vaya, ¿el país que inventó el fútbol no hace un lugar digno a un mago del fútbol?”, le escribió a mano), y luego de que las cenizas estuviesen esperando destino final en una zona alejada del cementerio, con la escritura de “Errera” (sin hache) con un marcador, luego reemplazada por un imperceptible plato, y después de que su viuda organizara una recogida de firmas en internet y enviara una carta al programa “Italiani brava gente” de la RAI-1 para que se conociera la situación de su difunto marido.
Fiora Gandolfi escribió posteriormente el libro “Tacalabala, los pensamientos mágicos de Helenio Herrera”, en el que, además de los principales conceptos de su fútbol, cita algunas de sus mejores frases, como “se juega mejor con 10 que con 11”, o "Juanito (por el delantero del Real Madrid) se marca solo (en vísperas de un clásico contra el Barcelona) o “una vez un periodista me preguntó por qué sólo dirijo a equipos grandes. Pues porque los chicos no pueden pagarme” o “muchos me creen omnipotente porque dicen que conozco todo. Eso no es verdad. Jamás conocí el fracaso y estoy orgulloso de eso”.
En 2005, Herrera fue elegido como el mejor DT de la historia de la Liga Española por el Centro de Investigación, Historia y Estadística del Fútbol Español (CIHEFE) con 293 puntos, por delante de Miguel Muñoz (291) y de Frederick Pentland (255) y en 2013, por la revista inglesa World Soccer como el cuarto mejor DT de la historia y el séptimo en 2019 por la revista France Football.
Francesco Valiutti contó en su libro “Breve historia del Gran Inter”, en 1997, que Herrera le dijo a un periodista “No soy un charlatán. Soy un hombre que llegó al éxito sufriendo y sufriendo. El éxito va para quienes lo merecen. Yo me lo merezco. Tengo el coraje de mis ideas y nunca me detengo. Si los jugadores del Inter me escuchan, pasaremos mucho tiempo juntos, y si no me escuchan, será peor para ellos”.
“El discurso –insiste el gran Gianni Brera- es bastante simple y directo: como H.H. es el mejor de todos, obtiene los mejores resultados de todos. Lo llaman magia y él responde ‘trabajo duro’. Lo consideran tonto en el banco y nunca cambia nada desde el banco a propósito: un jugador ya se equivoca demasiado para hacer lo que tiene que hacer, como para obligarlo a hacer otra cosa. Su método es la lógica y la aplicación, el criterio analítico y la autoconfianza. Nadie en el mundo cree en H.H. tanto como él… Parecerá indigno y anormal. Es sólo normal y humano, con la diferencia de que los demás se esconden y él muestra lo que es”.