El pionero elije el lugar inexplorado y abre la tierra; el colono, luego, la cultiva...
Que bello y emocionante es evocar aquellos días de esplendor cuando Guillermo –el pionero– multiplicaba por decenas de miles de jóvenes en todo el país –los colonos– el amor por el tenis.
En las redacciones, la aparición de Vilas obligó a tratar un “nuevo” deporte que siempre había sido considerado de élite, reservado para un público minoritario, cuasi microclimatico; era para lectores de La Prensa, La Nación y El Gráfico. Siempre reflejado en leves espacios y generalmente con la información tardía, envejecida.
Aquel chiquito rubio, marplatense, zurdito, tenaz y determinado; el hijo del escribano severo y riguroso se transformó primero en expectativa, después en esperanza y con los años, en ídolo paradigmático.
Fue entonces cuando por primera vez en la historia de las páginas dedicadas a la información deportiva un tenista alternaba las primeras planas y las portadas con Bochini, Reutemann, Fillol, Monzón, Beto Alonso, Mouzo, Bonavena, Houseman o el Flaco Traverso entre decenas de grandes figuras que enriquecieron los 70′.
Para quienes no cubrimos el tenis nos resultaba gratificante compartir espacios y diálogos con Vilas en encuentros esporádicos pues siempre percibí en él la imagen del deportista entero, cuya anchura de integridad fue tan visible en todas las canchas como su sonoro saque.
Se había transformado en lo que quería: ser una máquina de jugar al tenis, una inequívoca imagen del esfuerzo, un símbolo de la perseverancia, un saludable y oportuno ejemplo para la juventud sin tiempo, un orgullo argentino…
Tuve el privilegio de ir a Estocolmo para cubrir el Masters de 1975. En realidad ese acontecimiento habría de celebrarse una semana antes que la pelea de Carlos Monzón contra Gratién Tonná en París. Y era habitual que los periodistas aprovecharan sus desplazamientos al exterior para cubrir más de un evento coincidente en el calendario.
Fue así como disfruté de un encuentro con Guillermo tan gratificante como inolvidable. Además, en la Estocolmo de los 70′, una ciudad de comportamiento social sin tabúes ni convencionalismos; osada y transgresora para el resto de la Europa de entonces. Y también, porque no, la ciudad de los contrastes con el ayer de frentes góticos y aquel presente de torres de vidrio. Y la gente –toda la gente– elegante, silenciosa, libre, disciplinada. Por entonces a los porteños nos llamaba la atención el comportamiento urbano: un semáforo rojo era un mandamiento invulnerable. Por cierto no entendía la lengua, no sabía leer los diarios, ni comprender lo que decían en la radio. Tal vez por ello me sentía extraño, tan lejos de la latinidad italiana, española, francesa... Y a cada rato me preguntaba: ¿Por qué estoy aquí? ¿Quién me trajo hasta aquí? Fue entonces cuando apareció la inequívoca y universal música de un mágico apellido: Vilas, Vilas, Vilas...; Vilas en el taxi, Vilas en la calle, Vilas en los restaurantes, Vilas siempre Vilas ante cualquier interlocutor. Que tal como era pronunciado generaba una inequívoca sensación de orgullo. Ese trepidar de darse cuenta que el ídolo no le pertenece al país de nacimiento si no que el país de nacimiento es pertenencia del ídolo y la simbiosis se torna indestructible: Fangio-Argentina; Di Stefano-Argentina; Maradona-Argentina; Vilas-Argentina... (hoy, Messi-Argentina).
Después del primer día ya no me sentía tan extraño pues Guillermo me integró cálidamente –como a los demás periodistas argentinos– a este mundo sin fronteras que es el mundo del tenis. Y resultaba maravilloso escuchar “Vilas” en todos los idiomas. Lo pronunciaban los colegas internacionales a cada rato, lo repetían en la radio y en la televisión mil veces por día.
— ¿Te asusta?, le pregunté al comentarle mi saludable asombro.
— No, al contrario. Me crea la obligación de superarme, me contestó con firmeza.
Es necesario volver a aquella experiencia y situarse en el presente. Y entonces recuerdo de cuando uno leía en los diarios de los 70′ y de los 80′ que “Vilas ganó en Hamburgo o Teherán; en Filadelfia o aquí, en Estocolmo o en París o Nueva York”, se alegraba pues no era sólo un deportista argentino que triunfaba, era mucho más que eso.
Detrás de cada uno de esos logros había un paradigma que había sembrado miles de canchas de tenis en todo el país, decenas de miles de niños o adolescentes que querían ser tenistas; se fundaron clubes en ciudades, pueblos y comarcas, proliferaron los profesores para novatos y adultos que también querían aprender y disfrutar. Vilas no era sólo un tenista argentino que nos prestigiaba en el mundo; fue el predicador que bajó el tenis a la tierra para que una feligresía compuesta por millones de creyentes de todas las clases sociales disfrutaran y amaran al tenis.
En aquel viaje a Suecia de 1975 estaba lejos de imaginar todo cuanto aún habría de hacer Vilas por el tenis. Y hoy recuerdo que por su popularidad hubo que colocar tribunas tubulares para más de 5.500 personas en el Buenos Aires Lawn Tennis Club para las semifinales contra Checoslovaquia por la Davis en el 80′; las colas eran interminables desde un mes antes para conseguir entradas; aparecieron las camisetas de la selección, los bombos, las banderas, los redoblantes y las trompetas. El tenis ya tenía hinchada, era de la gente…
Regreso a Estocolmo y aquella inolvidable cobertura periodística para El Gráfico. Fue en los ratos libres y sobre todo antes de los primeros dos partidos cuando conversamos mucho. Los diálogos –excluyendo lo técnico– eran como éste:
— Ayer al pasar frente a tu habitación, me pareció escuchar una flauta. ¿Eras vos quién tocaba?, le pregunté.
— Sí. Estoy componiendo, me respondió.
— ¿Y sabes música?
— No.
— ¿Y cómo haces?
— Voy sacando la composición por escala y anoto.
— ¿Y qué te gustaría experimentar?
— Nada en especial, me gusta la música, vivo escuchando música, me duermo escuchando música, viajo escuchando música, me despierto escuchando música...
— ¿Qué otra cosa te gusta?
— El mar.
— ¿Por qué?
— Porque es ímpetu y tranquilidad. El “ssshh” del mar que te adormece y te despierta; la salida del sol en el mar es el mejor espectáculo que se puede ver. Y además el mar es como yo: cambiante, un día calmo, otro enfurecido, de un color, de otro.
Ese día estaba calmo y brillante. Faltaban 20 horas para jugar contra el mexicano Raúl Ramírez por la clasificación. Al día siguiente, en la cancha, se dio la lógica pura.
Recuerdo que después de ganarle la clasificación al mexicano Raúl Ramírez –fue 4° en el ranking en el 76′– y dos días antes de enfrentar a Björn Borg en semifinales, Guillermo hizo una excepción: aceptó la invitación del embajador argentino en Suecia, Emilio Abras, para que el inolvidable amigo Lucho Hernández –La Nación–, el querido Juan José Moro (precursor del tenis para la radio Rivadavia) y éste cronista, quienes éramos los enviados especiales argentinos, cenáramos en el restaurante español Costa Brava.
— ¿Cuáles son las cosas que decís sinceramente y cuáles en las que te pronuncias falsamente?, se me ocurrió preguntarle cuando regresábamos al hotel.
— Soy sincero en todo, menos en mis declaraciones, antes o después de los partidos cuando me preguntan sobre las tácticas. Puedo llegar a decir cualquier mentira. Me fastidian las conferencias de prensa después que terminas hecho “bolsa”, no las aguanto, pero... Hay que hacerlas. Ahí mando todo cambiado, confesó.
— ¿Qué cosa te gustaría tener ahora y aquí?
— Nada. Todo está en su lugar.
— ¿Por qué tu libro se llama “125”? (Refiere al primer libro que escribió, es de poesías y fue editado en 1974)
— Es un secreto.
— ¿Alguna vez lo vas a revelar?
— Nunca.
— ¿A nadie?
— Ni a mi vieja; eso morirá conmigo.
— Hasta mañana.
— Hasta mañana.
Al año siguiente de éste diálogo ocurrido en 1976, Guillermo conoció al Flaco Spinetta y juntos se permitieron componer Children of the bells con la intención de ingresar en el mercado discográfico de Gran Bretaña. La música los convirtió en compadres pues Guillermo es el padrino de Dante Spinetta.
Fue el Flaco quien le prologó su tercer libro “Cosecha de cuatro” (Galerna, 1981) con la tapa dibujada por el célebre artista plástico, pintor y muralista Pérez Celis. Ya cinco años antes nos había entregado “Quien soy y como juego” (Colección El Gráfico, 1976) con la colaboración de Luis A. Hernández, mi inolvidable compañero y amigo.
Cuantas cosas que hizo este hombre en el tenis: introdujo el efecto top-spin y la ropa de colores junto a Borg; comenzó a usar vincha por su relación con Thomas Koch (brasileño) y Torben Ullrich (danés); su lema fue “quiero ser una máquina de jugar al tenis” y es por ello que contrató como entrenador al rumano Ion Tiriac, además de haber sido el primer tenista en recurrir a un psicólogo por no poder ganarle a Borg; también fue el precursor de los tenistas argentinos en residir permanentemente fuera del país para tener más tiempo de entrenamiento y menos obligaciones sociales y tal como se lo dijera muchas veces al distinguido colega y amigo Enrique Cano: “Un deportista lo es dentro y fuera de la cancha, no solamente cuando juega”. Y lo cumplió irrestrictamente. Regresemos a la historia en Estocolmo:
— “...Era la semifinal. El sueco Björn Borg parece nervioso. Tira mal las pelotas fáciles, no entra en el ritmo de la lucha, comete muchos errores ante el revés cortado que juega Vilas, quien hace que la pelota resbale sobre la superficie artificial del supreme-court. Cuando regresamos al Grand Hotel había algo más que el largamente esperado triunfo frente a Borg –¡por fin!– para comentar. Es que ese joven marplatense que compone con la flauta dulce, que escribe poemas y libros, que quiere un mar frente a sus ojos, que se duerme escuchando música progresiva, que adora al rock, que aborrece la oscuridad, que se confiesa inestable, que firma mil autógrafos por día, que admiran y respetan los Laver, los Wilander, los Ashe, los Lendt, los Nastase, los Connors (a quien le ganó una final memorable del abierto de USA 77′), que fue amado por bellas damas y princesas, que es codiciado por decenas de firmas comerciales para publicitar sus productos, que obliga a decir Vilas en todos los idiomas, había sido felicitado unos minutos antes del partido contra Borg por su majestad el rey Carlos Gustavo de Suecia. Efectivamente, su Alteza Real le entregó tres trofeos por ser ganador del Grand Prix y los levantó ante su majestad obligando a una explosión poco común en el Kingliga Tennisshallen, escenario del torneo”.
Al día siguiente Illie Nastase le ganó la final. Vestuario. Los ojos rojos. El cuerpo entregado. No hay preguntas. Apenas ese intercambio de miradas y hombros levantados. Vilas me dice: “No hay excusas, me ganó bien. Es un fenómeno y le salieron todas”. Vilas sigue diciendo: “Tengo que mejorar el saque; la próxima temporada comenzaré el 1° de enero y no paro más”.
Probablemente gran parte de hitos como éste podamos verlos en el largometraje documental dirigido por Matias Gueilburt “Serás lo que debas ser o no serás nada” de inminente estreno. Y acaso Eduardo Puppo –prestigioso periodista– pueda demostrar a través de su narración por qué Vilas fue número uno del ranking, aún cuando no haya tenido hasta aquí el legítimo reconocimiento oficial.
Recuerdo bien el final de aquel viaje; debía partir a París pues me esperaba Monzón para una entrevista previa al combate contra Tonná. Pasé por la habitación de Guillermo y lo invité a ver la pelea. A través de la puerta escuché que hablaba con su madre:
— ¡Hola! ¿Mamá? Sí, estoy muy bien. Qué vamos a hacer, él jugó muy bien; no pude hacer nada. Mala suerte. Sí, me voy a Londres primero y después tal vez me vaya a París, a ver la pelea de Monzón. No te preocupes, mamá, yo tengo más ganas de llorar que vos... (Creo que ya estaba llorando...).
Al despedirme con un abrazo intenté distenderlo:
— Cosa de locos, Guillermo, ¿te emocionó la felicitación del Rey?, le pregunté ociosamente.
— No creas, a mí me emociona más un triunfo de River, me respondió.
Archivo: Maximiliano Roldán
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