Cuando el 25 de junio de 1950, las tropas de Corea del Norte, apoyadas por China y la URSS, invadieron Corea del Sur -respaldado por Estados Unidos- comenzó el primer enfrentamiento militar entre el bloque comunista y la alianza occidental desde la Segunda Guerra Mundial. Y, como siempre sucede en un conflicto bélico, empezó el calvario de mucha gente que sufre las consecuencias. Como pasó con los Bird, una familia de clase media-baja que vivía en un pequeño pueblo rural, de 900 habitantes, ubicado en el sudoeste del estado de Indiana. Aquella Guerra de Corea, recordada como el primer conflicto de la Guerra Fría, resultó una de las contiendas más sangrientas de la historia (murieron 3 millones de personas) y allí estuvo Claude Joseph Bird, más conocido como Joe, el papá del mítico Larry. Con su fúsil M40 en mano, fue un soldado más de Armada estadounidense en los campos coreanos con la misión de recuperar territorios. Un hombre que, como tantos otros, vio y vivió, en carne propia, cosas que nunca más se fueron de su cabeza y de su corazón. Por eso, ya de regreso en el hogar, por años fue normal que se despertara de madrugada, bañado en sudor frío, a los gritos, aturdido, acongojado...
Puntualmente, en su caso, había una pesadilla que lo atormentaba, aquel momento en que una bomba cayó sobre el pelotón que integraba y mató a su amigo Johnny. Su cuerpo, desmembrado desde la cintura hacia abajo, terminó sobre él y los ojos sin vida de su entrañable compañero de batalla nunca se fueron de su atribulada memoria. Y volvieron, por años, como una tortura que resquebrada la paz de la noche.
Georgia Kerns, su mujer, hacía lo que podía. “Tranquilo, no es nada. Es sólo un mal sueño, vuelve a dormir”, le repetía mientras le pasaba la mano por la espalda. Claro, no sabía lo que su esposo vivía por dentro. Recuerdos que destruían su vida, día a día. Joe no tenía secuelas físicas, pero sí internas. Su personalidad había mutado luego de la horrible experiencia en los campos de batalla: de ser abierto, hablador y divertido había pasado a ser más cerrado, hosco y tozudo, incapaz de permitir alguna ayuda. De nadie. Como aquel día, en uno de sus tantos trabajos, cuando se le cayó un martillo en su pie y se negó a que lo llevaran al hospital. “El que me toca, lo mato”, gritó. El dolor y la cojera duraron días, pero no faltó ni un día… Y si no le gustaba que lo ayudaran los médicos en cuestiones físicas, menos en la psicológicas, aunque se lo pidiera su esposa. Prefería encerrarse en el baño a llorar. O ahogar sus penas en el alcohol. Sus vaivenes emocionales estaban a la orden del día, lo mismo que los problemas sociales y, por ende, los cambios de trabajos.
Joe pasó por decenas. Fue carpintero, camionero y empleado de una gasolinera, del servicio vial y hasta de la fábrica de pianos Kimball, principal industria de esta localidad ubicada en el condado de Orange, el área más pobre del estado, donde la pareja se había afincado luego de conocerse en una fábrica de zapatos. Un combo complejo para tener una familia numerosa, como aquella de los Bird, con cinco hijos varones (Mike, Mark, Larry, Jeff y Eddie) y una solitaria mujer (Linda). No era sorpresa que los problemas económicos atosigaran a la familia y resquebrajaban más su dinámica diaria…
En ese complejo contexto nació Lawrence Joe Bird, más conocido como Larry, el 7 de diciembre de 1956, en West Baden, un pueblo vecino aún más pequeño que French Lick en el que la familia también había vivido. Creció entre las penurias del padre, una madre que hacía lo indecible para traer dinero a la casa (trabajó como camarera, cocinera y mucama, a veces todos a la vez) e intentaba sostener una armonía familiar que nunca fue tal tras la guerra… La muy modesta casa familiar, ubicada junto a las vías del tren, tenía precariedades varias, aunque la peor era que sólo contaba un horno de carbón para calefaccionarla, la cual a veces se derrumbaba…
Para comer tenían lo justo y necesario. O menos. Al punto que un día, al ver la extremada delgadez de dos de los hijos de la pareja que jugaban en el patio, la vecina cruzó para ofrecerle ayuda a Georgia, algo que ella rechazaba sistemáticamente, aunque a veces le costaría no cenar, con tal de que sus hijos se fueran a dormir con algo en la panza… Un esfuerzo que Larry recordaría años después. “El ser pobre en la infancia fue una motivación”, admitiría en una entrevista con Sport Ilustrated en la que contó cómo su madre hacía malabares financieros para comprarle zapatillas de básquet.
Aquella precariedad económica hizo que Larry pasara algunas semanas en casa de familiares y que todos hermanos salieran a hacer changas en el pueblo, como pintar el cerco a los vecinos, cortar el césped de los jardines y hacer algunas refacciones en la iglesia o el hotel principal. Hasta valía quedarse cerca de la cancha de golf para ver si recuperaban algunas de las pelotitas “perdidas” que luego podían revender a algún nuevo jugador que entrara al campo… Incluso, ya de adolescente, Larry fue conductor del camión de basura del pueblo. Todo, casi como un juego. Casi. Su refugio lo encontró en sus hermanos (andaba mucho con los mayores Mark y Mike) y, sobre todo, en el deporte. De chico, a Larry le gustaba más el béisbol que el básquet. Se la pasaba metiéndose en terrenos ajenos, incluso en la cancha de golf, para lanzar y batear. Su cancha habitual, igual, era el baldío que estaba detrás de su casa, lo que a veces costó alguna ventana rota por un pelotazo. Siempre en barra de amigos, aprendió los códigos de la calle y a responder, a veces, con sus puños, algo que veríamos más de una vez en la NBA. Parecía un blanquito débil, en todo sentido, pero justamente era lo opuesto. Algo que también notaríamos en su carrera.
Recién tenía 13 años cuando, en un picado casual con chicos de una ciudad cercana (Hobart) donde vivía su tío, se dio cuenta que podía dedicarle más al básquet. Así fue que, en lo sucesivo, dividió tiempo entre el béisbol y su nuevo descubrimiento. La desbordante pasión por el básquet que históricamente se vivió en el estado de Indiana –un reflejo eran las nueve canchas de básquet que había en French Lick- hicieron el resto. De a poco, al ver su facilidad para aprender, Larry se obsesionó con La Naranja. Iba a jugar a los playgrounds y hasta se levantaba a las seis de la mañana para practicar antes de ir a clases en el instituto Spring Valley.
Allí conoció al veterano Jim Jones, un coach que fue su maestro y guía mientras su padre se gastaba todos sus sueldos en los bares de la ciudad, en medio de chistes y tragos, tratando de olvidar sus traumas… Jones recuerda que lo primero que le llamó la atención del pequeño rubio: su conocimiento del juego que, a esa edad, nadie tenía. Y un combo de intangibles que lo hacían un apasionado, duro y con una ética de trabajo sorprendente para un chico. Así fue que empezó a brillar como un gran anotador hasta el punto de que hoy, tras su leyenda, la calle donde se ubica se llama Larry Bird Boulevard.
En su última temporada, la 73/74, promedió 31 puntos y 21 rebotes. Y eso llamó la atención de muchas universidades. El quería jugar en Kentucky, pero el DT Joe Hall prefirió no ofrecerle una beca. No creía que un blanquito que no podía saltar ni te miraba a la cara cuando le hablabas pudiera sobresalir en el siguiente nivel. Denny Crum, DT de Lousville, lo visitó en su pueblo y le dijo que si le ganaba al 21 (HORSE), debía al menos visitar la facultad. Larry le ganó en ocho tiros y se dispuso a escuchar a Bobby Knight. El mítico coach lo convenció de elegir la universidad más popular del estado (Indiana) por sobre la siguiente, Indiana State. Y allí fue Larry. Pero, claro, en pocos días se dio cuenta que no se sentía a gusto: demasiados alumnos (30.000) para un chico rural y demasiado lejos de su casa (100 km). Todo muy distinto. Demasiado. No le gustaba el ambiente y, dicen, tampoco Knight. Además, Bird arrastraba un problema emocional y hasta económico: ya tenía una hija, de nombre Corrie, tras una relación con una compañera de secundaria, Janet Condra.
Apenas había pasado 24 días desde su arribo y, sin decir nada a nadie, Larry hizo las valijas y se fue a la ruta a hacer dedo para volver a casa. “Larry fue uno de mis mayores errores”, reconocería Bobby años después.
Su madre, enojada por lo que sentía como una chance desperdiciada por parte de su hijo, no le habló por semanas y Larry, entonces, decidió mudarse a la casa de su abuela y, para solventar su necesidad de dinero, buscar un trabajo, que consiguió para formar parte de la cuadrilla de limpieza y recolección de residuos de French Lick. “Me encantó aquel trabajo. Estaba al aire libre, con compañeros, ayudando a limpiar la ciudad, mejorando la comunidad”, recordaría años después. Sin embargo, no fueron días sencillos, más que nada de confusión y frustración. Aunque, claro, lo peor aún estaba por llegar. Eran tiempos difíciles. Sus padres llevaban un año separados y Joe estaba sumido en la más profunda depresión. Para colmo, una demanda de su ex, por la cuota alimentaria, terminó de arrinconarlo. Por eso tomó una decisión: quitarse del medio.
Como les dijo a sus hijos una tarde que pasó para abrazarlos por última vez. Ninguno se dio cuenta a lo que su padre se refería. Ni siquiera Georgia cuando sus chicos se lo contaron. Joe lo había pensado: era mejor dejarles una pensión por haber sido veterano de guerra antes que deudas por su mala vida. Así fue que pasó a despedirse de su cuñado, de los amigos de taberna y aquel 3 de febrero de 1975 llamó a su ex esposa para contarle lo que había resuelto hacer. “Lo que haré te servirá de ayuda a vos y a los chicos. Te amo: hoy y siempre. Nunca dejé de hacerlo. Espero sepan comprenderme”, le dijo y, abruptamente, cortó el teléfono. Ella poco pudo decir. O hacer. Minutos después, en la segunda planta de la casa de sus padres, donde se había ido a vivir desde la separación, Joe se pegaba un tiro en la cabeza. Un adiós a los 49 años.
Cuentan que Larry, con sus recientes 18 años cumplidos, no derramó una lágrima pero que la tristeza en ojos lo dijo todo… Era tal vez el más cercano al padre y lo sentía como una traición. Con el tiempo admitió haberlo sentido muchísimo, aunque aclaró que había comprendido el por qué de la decisión. Para todos la vida siguió y en el caso de Larry, en Indiana State, una facultad más a su estilo. No le fue fácil convencerlo al DT Bill Hodges. Varias reuniones y charlas tuvo hasta sacarlo de French Lick, luego de la frustrada primera experiencia universitaria. Cuando dio el sí, allí comenzó una historia de amor. Con esa facultad, con los fans y con sus compañeros. Desde su primera temporada, en la que promedió 32.8 puntos, 13.3 rebotes y 4.4 asistencias, Bird se convirtió en estrella del equipo y llevó a aquella pequeña universidad, con jugadores promedio, a la fama nacional y hasta mundial. En su tercera y última campaña, los Sycamores llegaron hasta la final en forma invicta (33-0) y se midieron con los Spartans de Michigan State liderados por Magic Johnson.
Allí comenzaría una de las mayores rivalidades de la historia del deporte. Un 1 vs 1 dentro de un deporte colectivo. Un duelo en todo sentido: de etnias, estilos de juego, personalidades y hasta de lugares de crianza que popularizaría la NCAA y la NBA durante al menos una década. Fue el 9 abril de 1978 cuando Larry quedó impresionado con Magic. Pero no fue en un enfrentamiento sino jugando juntos. Compartieron equipo en el World Invitational Tournament, un cuadrangular en Kentucky con el seleccionado estadounidense, enfrentando Yugoslavia, la URSS y Cuba.
Ambos salieron desde el banco y compartieron momentos que quedaron grabados para siempre, puntualmente una jugada lujosa de contraataque en la que varias veces se pasaron la pelota y terminaron anotando. “Fueron tres segundos hermosos: boom, boom, boom… Recuerdo que pensé amo jugar con este chico”, admitió Johnson. Lo mismo le pasó a Bird. Tras ganar el torneo de forma invicta, Larry volvió a casa y le hizo una confesión a su hermano mayor. “Mark, he visto al mejor jugador universitario. Se llama Magic Johnson”, le dijo.
Al poco tiempo, ambos se encontrarían en el máximo escenario, aunque en equipos distintos. Fue el 26 de marzo de 1979, cuando Michigan State venció a Indiana State (75-64) en la definición del torneo universitario. Una final que mantuvo en vilo a todo el país, más aún que la de la NBA. Aquel fue el partido de más rating en la historia de la NCAA mientras uno de los partidos de Seattle-Washington ni siquiera fue en vivo para la costa Este. “Sucedió porque, más allá de nuestros estilos, éramos chicos que jugábamos de la manera correcta: para el equipo. No nos importaba anotar sino ganar. También porque ambos podíamos manejar el balón, hacer el pase correcto, anotar de afuera ye adentro…”, opinó Magic, años después, tratando de analizar un fenómeno que comenzaba.
Los Spartans plantearon una estrategia para no dejar pensar a Bird, quien no tuvo su mejor día y anotó apenas 7-21 tiros de campo. Magic, en cambio, desplegó su juego y, con 24 puntos, siete rebotes y cinco asistencias, se coronó como el mejor en el máximo evento. Devastado, Bird hundió su cabeza en una toalla para no mostrar sus lágrimas de decepción ante los 15.410 personas que llenaron el estadio de Salt Lake City y a los millones de telespectadores que lo veían por TV. Una derrota que todavía lo persigue, que marcó su carrera para siempre. Que ni siquiera olvidó pese a ganar tres anillos de la NBA y convertirse en uno de los 10 mejores jugadores de la historia. “Uno nunca se recupera de algo así. Es imposible levantarse cuando te rompen el corazón. Sabía que ese día tenía que jugar el mejor partido de mi vida para ganar, pero no lo hizo y decepcioné a todos”, admitió, ante una multitud, cuando Indiana State inauguró su estatua afuera del estadio en 2013. Reconoció que nunca más volvió a ver aquella final, la que siempre quiso ganar y no pudo… La que inició una rivalidad que seguiría en la elite mundial durante diez años más y salvaría a la mismísima NBA.
El Paleto de French Lick, como apodaban a Bird por haber salido de un pueblo rural de la profundo de su estado, dejó Indiana State tras tres años (76-79), con un promedio de 30.3 puntos, la quinta mejor marca en la historia de la NCAA. Pero, claro, antes de dejarla, se hizo valer. Fue el 9 de junio de 1978, en el draft NBA. Larry, pese a ser junior y quedarle un año más en la NCAA, era elegible por haberse matriculado en Indiana pero ya tenía decidido regresar un año más a la universidad. Los Pacers, con el pick #1, intentaron convencerlo, prometiéndole elegirlo, pero no lo lograron y cambiaron ese lugar con Portland. Los Blazers también buscaron seducirlo, sin suerte. Así, entonces, pasaron las selecciones hasta que le tocó el turno a los Celtics y Red Auerbach hizo una de las tantas movidas que lo convirtieron en un mito. Lo eligió, sin importar tener que esperarlo un año. Pero, claro, primero debía convencer a Larry de firmar antes del siguiente draft porque, de lo contrario, Bird podía volver a ser elegible. No pudo costarle más a Red. En su libro “Drive: the story of mi my life”, editado en 1988, Bird contó cómo en aquella época no le interesaban los Celtics. Nunca los había seguido ni quería jugar en Boston. Pero el trabajo silencioso que hizo Auerbach, ayudado por el dueño Henry Mangurian, con Larry y el agente Bob Wolf surtieron efecto para que el alero firmará el mejor contrato de un novato en la historia de las cuatro ligas profesionales del país: 3.25 millones por cuatro años.
Bird cayó en una ciudad eminentemente blanca (racista, también) y católica. Y Bird, que cumplía con los preceptos ideales, cayó de perillas y enseguida se ganó el apodo La Gran Esperanza Blanca. Rápidamente, por su talento y dedicación, se ganó a todos, incluso a los compañeros negros que dudaban de su capacidad, al verlo lento, sin salto ni potencia… Así arrancaría la nueva historia de amor de Bird, ahora en Boston, que duraría 13 años, hasta 1992.
Claro, nada hubiese sido tan impactante sin Magic. Fue como una simbiosis. Un tal para cual. Un Boca-River. Uno, el blanco de un pueblo, sin carisma, humilde, callado y serio, el reflejo del más profundo interior del país, pero con todos los dotes de gran competidor, con un talento muy superior a lo que decía su físico. El símbolo de una ciudad religiosa, el chico formal ideal para Boston. Del otro, un afroamericano, de sonrisa ancha, divertido, de perfil alto, que representaba la diversificada cultura de los Ángeles, y además un jugador de gran capacidad física y estilo espectacular, el showtime ideal para Hollywood. Una rivalidad que salvaría a la NBA. A fines de los 70, la competencia estaba desprestigiada y no generaba interés. Con la oleada de jugadores afroamericanos provenientes de la ABA, en muchas ciudades era vista como “una liga demasiado negra”, y el enorme crecimiento del consumo de drogas (la liga no fue la excepción de lo que pasaba en la sociedad estadounidense) hizo el resto. La imagen se desplomó y con ella la asistencia de público a los estadios y los contratos de TV. Un estudio de 1977 y 1978 sobre 730 programas en horario estelar recogía que el primer partido de la NBA estaba recién en el puesto N° 442. Fue cuando dos estrellas llegaron al salvataje. Un blanquito de Indiana, que llegaba a la católica y blanca Boston. Y un chico negro de Michigan, que se sumaba a la multiracial Los Ángeles. Así se formó un superclásico: Celtics vs Lakers. Un duelo que, gracias a la educación y personalidad de ambos, nunca traspasó la cancha ni se mezcló con cuestiones raciales, como algunos querían conseguir...
Con esa rivalidad como bandera, la NBA logró un impactante boom de popularidad, que se completó con la gestión de David Stern, un comisionado que supo cómo vender la competencia.
De entrada hubo pica y mucha expectativa. Y, en el primer choque, en Los Ángeles, los Lakers agotaron las entradas por primera vez en 21 meses y el duelo no decepcionó. Magic volvió a ganar, como en aquella final de Utah. Fue 123-105 para seguir agigantando una rivalidad silenciosa que aumentaría con el correr de los duelos… Bird ganaría el siguiente round y Johnson acusaría el golpe. Faltaban horas para el Juego 6 de las Finales de 1980. Magic estaba a horas de poder ser campeón y, mientras se preparaba para reemplazar al lesionado Abdul-Jabbar como pivote, recibió una noticia que no quería tener… Bruce Jolesch, director de prensa de los Lakers, se acercó y le dijo algo que le cambió la cara.
—Tengo una mala noticia: Bird fue elegido el Rookie del Año.
—¿Cuán apretada fue la votación?
—Ni siquiera cerca.
Larry, líder de su equipo en puntos (21.3), rebotes (10.4), robos (1.7) y minutos (36), recibió 63 votos contra apenas tres de Magic, quien terminó la fase regular con 18 puntos, 7.7 rebotes, 7.3 asistencias y 2.4 recuperos.
Seguramente a cuestas de cómo había potenciado a Boston, un equipo que había logrado 32 victorias más de una temporada a la otra (pasó de marca de 29-53 a 61-21). Ofendido y enojado, la novedad fue el combustible que le faltaba para ir por la revancha. Aquella noche, jugando de centro, sumó 42 puntos, 15 rebotes y siete asistencias en Filadelfia para consagrarse campeón y ser el mejor de la final. Su venganza. Estaba claro: anillo y MVP mataban premio Novato del Año.
Ahora fue Bird quien tuvo que masticar bronca. Pero el alero no desperdicio el verano y volvió más afilado para la 80/81. Si a sus progresos le sumamos las llegadas de Kevin McHale y Robert Parish encontramos a un Boston listo para revancha. Ni siquiera estar 1-3 en la final del Este hizo que Bird renunciara a su gran objetivo. Los Celtics ganaron los siguientes tres juegos por una diferencia total de apenas cinco puntos y llegaron a una final que no tuvo a los Lakers, sorprendidos por los Rockets en primera ronda. Una jugada de aquella definición es una de las más recordadas porque refleja dos virtudes distintas que tenía Bird: su inteligencia y determinación. Larry lanzó desde cinco metros y desde el mismo momento que la pelota dejó sus manos supo que el tiro sería torcido y salió despedido buscando el rebote. La pelota salió hacia la derecha, paralelo a la línea final, Bird saltó, tomó la pelota con la mano derecha, la pasó a la izquierda y, sin caer el suelo, anotó un tiro corto. Una canasta que dejó claro que, con deseo y lucidez, podía disimular sus carencias físicas y dominar un juego gobernado por afroamericanos más rápidos, potentes y fuertes. En aquella final, por caso, Bird sumó apenas dos rebotes menos que el pivote y estrella rival, Moses Malone. Dos. Números que le permitieron ganar el primer anillo y sacarse una mochila.
En Michigan, en cambio, Johnson se paraba del sillón para ya no ver la TV. Ver a Larry fumándose el puro de la victoria, al mejor estilo Red Auerbach, le hizo agarrar una rabia que agigantaría el encono.
Los Celtics, bajo el influjo de Bird y la mística celta, se transformaron en el gran equipo del Este en aquellos años y así ganaron dos títulos más. El primero, el del 84 fue el que Larry había esperado por cinco largos años, tras aquella descorazonante derrota en la final universitaria. La definición arrancó con los Lakers y Magic dominantes, ganando el primero en Boston (115-109) y poniendo el 2-1 en casa con un contundente 137-104, gracias a un brillante Johnson (14 puntos, 21 asistencias y 11 rebotes).
Pero, cuando más lo necesitaba Boston, mejor respondió Bird: 29 puntos y 21 rebotes para igualar la eliminatoria en LA. El titulo se decidiría en un 7° partido en el Boston Garden, estadio que se hizo mítico no sólo por los triunfos sino por cómo los visitantes se sentía aún más visitante. El vestuario, por caso, era el peor de la NBA, con los directivos ordenando abrir las ventanas en invierno y poner la calefacción en verano. Se habla que, en el quinto partido de aquella final, la temperatura del parquet llegó a 36 grados, haciendo que los jugadores angelinos debieran recurrir a aparatos de oxígeno al final de la noche. Los Celtics ganaron ese juego y Larry, además de lograr el premio MVP (27.4 puntos, 14 rebotes, 3.6 asistencias, 2.1 robos y 1.1 tapa), ganaría su segundo anillo, empatando a Magic y, sobre todo, vengándose de aquella derrota del 79, una espina que pasó a doler un poco menos a partir de ese 12 de junio del 84…
En el 85 volvería Magic por sus fueros y los Lakers se tomarían revancha, ganando la final ante Boston por 4-2. Y al año siguiente serían los Celtics los que regresarían a la gloria con uno de los cinco mejores equipos de la historia. Aquel Boston ganó 67 de 82 partidos en la fase regular y 15 de 18 en los Playoffs, logrando el tercer y último título de los celtas de Bird. A los Lakers de su archirrival les quedaría nafta para un bicampeonato (87 y 88), el primer título venciendo a los chicos de Larry, cerrando así un ciclo de cinco enfrentamientos en finales, con saldo de 3-2 para Magic. En total, se midieron en 37 duelos (19 en playoffs), con 22 triunfos para el base y 15 para el alero. Una rivalidad que puso de pie a una NBA que estaba de rodillas y agigantó la popularidad del básquet en Estados Unidos y, de a poco, en el mundo. Un encono entre dos rivales acérrimos que igualmente siempre se mantuvo dentro de los buenos modales, de la educación que tenían estos dos caballeros que, ante todo, sabían que los límites los marcaban las líneas de un campo de juego…
Una pugna que, de repente, en 1986, pasaría a convertirse en una amistad. Habían pasado algunas semanas después del triunfo los Celtics en la final de la NBA cuando Converse, la marca que los tenía contratados, les pidió grabar juntos un comercial para promocionar las míticas Converse Weapons. Ambos prefirieron evitarlo, pero dadas las exigencia de la empresa de indumentaria, sólo quedó definir donde se haría. Bird estaba aún más reacio que Magic y dijo que sólo lo haría en French Lick.
Johnson, al principio, dijo que no pero luego, por las presiones externas, terminó aceptando. Así fue que, como no podía ser de otra manera, el base del Showtime atravesó Indiana en una limousina con la matrícula LA 32 y se presentó en el mítico playground donde Larry había practicado de chico. Fue un encuentro amistoso. Que se grabaran acciones de 1 vs 1 para las cámaras, sin competencia dura, fue un alivio para ambos. Lo que fue la previa ideal para, a mitad del día, que las dos estrellas vivieran un momento especial que cambiaría su relación. Con una intermediara inesperada. Cuando se detuvieron las escenas para descansar y almorzar, la madre de Larry entró en la escena. Invitó a Magic a comer con su hijo en la casa materna. Conocer a Georgia, ver de dónde había salido Larry y poder charlar de cosas simples de la vida durante dos horas cambiaron la actitud de Magic. Y ver cómo Johnson se interesaba por sus orígenes, el campo, los tractores y la vida rural, la de Larry. “La madre fue encantadora. Me abrazó en el ingreso y en muchas cosas me recordó a mi madre. Se preocupó porque no nos faltara nada y yo pude conocer a Larry el hombre”, recordaría el base. Bird devolvería los elogios. “Aquel día conocí a Earvin. Y realmente me cae bastante mejor que Magic. Sí, la verdad, lo recuerdo como un día muy lindo”, admitió.
Un almuerzo había bastado para cambiar la historia. Y destrabar una relación. A partir de ahí, todo mejoró notablemente entre ellos hasta terminar siendo fieles amigos. Cuando Magic supo que era portador del virus HIV, Bird fue uno de los primeros que llamó para contarle, antes de hacerlo público. “Aquella noche no tuve ganas de nada, menos de jugar al básquet”, admitió Larry. Una relación que se estrechó hasta el punto que Johnson pidiera que su gran rival diera el discurso de introducción al Salón de la Fama. “Gracias por empujarme a la grandeza. Siento, en realidad, que nos hemos empujado juntos. Cada noche miraba los puntos que había metido y espero que yo te haya provocado lo mismo. Yo no tengo dudas que no hubiese habido Magic Johnson sin un Larry Bird”, reconoció el base al compartir un premio honorífico de la NBA.
Bird siempre fue un tipo que se las traía. Detrás de ese rubio con cara de monaguillo había un volcán, un hombre duro capaz de emitir el peor trash talk (insultos y cargadas) durante los partidos, con el objetivo de sacar a rivales de sus casillas y así poder dominar con mayor facilidad. También era un calentón que no temía irse a las manos, si era necesario. Hay videos y fotos donde se lo ve en plena pelea durante partidos (tal vez la más icónica fue cuando, en Detroit, se agarró con los dos más ásperos, Bill Laimbeer y Dennis Rodman, con apenas segundos de diferencia) e incluso hay historias de incidentes fuera del campo, como aquel de 1985 en el bar Chelsea de Boston que terminó con un camarero lastimado y el dedo de Larry muy inflamado hasta el punto de haber sido sindicado como el responsable de su no tan buen rendimiento de tiro en esos Playoffs.
Como compañero, eso sí, era ideal. Un líder desinteresado que sólo quería ganar. No le importaban los números ni los premios. O, al menos, no eran sus prioridades. Como lo demostró en 1985, cuando pudo alcanzar un cuádruple doble ante Utah pero, en lugar de lograr, prefirió dejar el partido diciendo que “ya había hecho demasiado daño”. Ese mismo año hizo todo posible para que su compañero Kevin McHale tuviera una noche inolvidable y superara su récord de anotación de los Celtics. Le pasó cada pelota para que el ala pivote terminara con 56 puntos, sin importar que esa marca superara a la propia. Lo único que le recriminó en no haber ido por los 60… “¿Para qué?”, le preguntó Kevin. “Porque algún día puedas arrepentirte de no haberlo hecho”, le respondió. Nueve días después, en Nueva Orleans, Bird anotaba 57 y volvía a ser dueño de la máxima marca de los Celtics. “Te dije que debías haber ido a por los 60, Kevin”, le recordó a su compañero, entre risas.
Larry no era rápido, casi se despegaba del piso y pocas veces la volcaba. Así y todo, dominó, como pocos. Y en una época dorada de la NBA. Por eso es considerado al menos uno de los mejores 10 jugadores de la historia, seguramente el único blanco en esa lista. Una mente brillante, un competidor descomunal, alguien con una confianza extrema, capaz de entrar a un concurso de triples de un All Star y avisarles a todos los rivales que competirían por el segundo puesto. Un tipo bravo, duro, que respondía como pocos cuando la presión arreciaba. Como aquel día, en el Juego 5 de las finales del Este del 87, cuando el partido parecía perdido ante los Pistons y mantuvo la lucidez para leer las intenciones de Isiah Thomas y robar un pase a cinco segundos del final que terminaría en anotación de Dennis Johnson y un triunfo clave para eliminar a Detroit.
Otra característica de Larry era su apego por sus orígenes, por aquel ambiente rural de su pueblo. Por eso cada verano, en vez de ir a la playa, se aparecía por Indiana, especialmente por French Lick. De alguna forma, para volver a ser el joven Larry, de alguna forma. Se lo podía ver en la apacible ciudad haciendo los mandados y hasta agarrando herramientas de campo. Como aquel día de 1985 que se lesionó una mano con una pala al querer fabricar un drenaje de un playground que estaban levantando. Con el tiempo, las casas que tenía en West Baden y French Lick las vendió con la condición de que fueran hoteles y que quienes se hospedaran pudieran jugar en la misma cancha de básquet donde había iniciado su pasión y en la que, además, había comenzado la amistad con Magic. Aquella ubicada en la que hoy se conoce como Larry Bird Boulevard.
El retiró le llegó a los 36 años, luego de unas últimas temporadas sufriendo un insoportable dolor de espaldas. Los médicos descubrieron que sufría un problema congénito en la zona lumbar: un canal que conducía los nervios a la espina dorsal era demasiado pequeño y eso, con el tiempo, se había agravado hasta generarle pinchazos agudos. Por eso todos recordamos, en los últimos años, aquella imagen de Larry acostado boca abajo en el parquet, junto a la cancha, intentando relajar la parte baja de la espalda. Pero, claro, hasta último momento mantuvo su calidad y, como si fuera en grajeas, dio algunos recitales más. Como el 15 de marzo de 1992, cuando sólo le quedaban 13 partidos para colgar las botitas. Fue como su despedida oficial, cuando sumó 49 puntos, 14 rebotes y 12 asistencias en la friolera de 54 minutos.
Bird se sostuvo hasta aquel verano de 1992. Su objetivo era estar en los Juegos Olímpicos de Barcelona con el mítico Dream Team. Aquella lesión casi lo deja con las ganas. Larry pensó en renunciar, sabiendo que difícilmente podría estar a la altura del mejor equipo que jamás haya pisado una cancha, pero a la vez, en el fondo, sabía que no podía perderse la oportunidad. Era el broche de oro para su carrera. Fue sin expectativas y si bien jugó poco, en momentos pudo mostrar su excelsa calidad. Como el día que anotó 19 puntos a Alemania o, cuando en semifinales ante los lituanos, hizo de todo (10 puntos, seis rebotes, seis asistencias y dos robos) para empujar al equipo a la esperada final olímpica. Por eso, cuando subió a lo más alto del podio y vio cómo le colgaban la medalla de oro, Larry se acordó de Joe. De su padre. De aquellos momentos en el pueblo cuando ambos, sentados en un sillón, miraban los Juegos Olímpicos en una TV algo desvencijada. Su padre amaba el ambiente olímpico y hubiese estado orgulloso de cómo un pibe de su pueblo, nada menos que su propio hijo, había logrado trascender hasta alcanzar la gloria en el deporte mundial. Un día, todo había vuelto a French Lick. Como la vida misma. Como Lawrence Joe Bird.
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