Cuando Vera Franceva Menchikova, hija de padre checo Frantisek (gestor de propiedades) y madre inglesa Olga (institutriz), llegó al mundo en Moscú, el 16 de febrero de 1906, el ajedrez era una tarea casi exclusiva de los hombres. Apenas, nueve años antes, el 23 de junio de 1897, y con motivo del Jubileo de la Reina Victoria de Inglaterra, se celebró en Londres, el 1er. Torneo de ajedrez femenino, que reunió a 20 mujeres en el Ladies Chess Club. Antes la historia era diferente.
Es que durante gran parte de la edad Media el juego se había convertido en el mejor ardid con el que los varones conseguían llegar hasta los aposentos de las doncellas para sumergirse en profundas y húmedas veladas. La lentitud de los movimientos de las partidas aseguraba largas horas de romance. No fue extraño, entonces, que la Iglesia Católica enterada de los sainetes desatados detrás de los muros de los grandes castillos decidiera prohibir su práctica. Sólo la intervención del Rey, Alfonso X El Sabio, y con su creación “Libro de los juegos de ajedrez, dados y tablas” (un incunable que hoy se exhibe en El Escorial en Madrid), en el que aseguraba que el milenario juego resultaba una gran herramienta para la convivencia de judíos, cristianos y musulmanes, logró revertir la cruel sentencia.
Más adelante, entre la Era Moderna y su paso a la Contemporánea, el ajedrez dejó de ser el pasatiempo favorito de la Nobleza y burguesía, y comenzó a mostrar indicios de popularidad cuando su práctica llegó a los bares. Los principales salones de Francia e Inglaterra, El Café de La Régence y Slaugther´s Coffee House, respectivamente, se convirtieron en epicentros de los principales duelos ajedrecísticos que tuvo por protagonistas a varios campeones oficiosos, como Philidor, Staunton, Anderssen y Morphy. También figuras como Napoleón, Benjamin Franklin Robespierre y Diderot, dejaron su impronta en el manejo de los gambitos y enroques, como visitantes de esas salas. Pero la presencia femenina estaba prohibida en esos recintos; sólo podían permanecer como observadoras si estaban acompañadas por sus padres o maridos. La práctica del ajedrez entre mujeres estuvo oculta o casi en la clandestinidad hasta la creación del club de Londres.
Por todo ello, no fue extraño que la pequeña Vera nunca recibiera de regalo un juego de ajedrez. Fueron los horrores y espantos de la Primera Guerra Mundial, y en un viaje en tren que unía Rusia con Praga, en el que su padre para matizar el traslado le enseñó los rudimentos del juego. Luego, ante la carencia de lugares para practicarlo con otras mujeres, papá Frantisek se convirtió en su primer profesor. Pero las consecuencias de la Guerra y la aparición de la revolución bolchevique más tarde, no sólo alteraron la vida social y económica en Europa; la convivencia de los Menchikova giró al compás de un bolero, que entre dulces inquietudes y amargos desencantos empujó la despedida que no fue siquiera un punto final: se trató de una necesidad.
Mamá Olga cargó con sus dos hijas mujeres (Vera, de 15 años y su hermana, Olga, de 13) y buscó refugio en lejanos parientes, en Saint Leonards, un punto en la geografía inglesa cercano al Puerto de Hasting, sin imaginarse que con tal decisión marcaría a fuego el destino de su primogénita. Hasting era por entonces, el centro ajedrecístico por excelencia en esa Isla. Tras el arribo, Vera aggiornó su apellido a Menchik, y se presentó en el Club de Ajedrez local. Un ámbito severo, con grandes nubes de humo y exclusiva presencia masculina.
“Esto es un pasatiempo ideal para una persona que no conoce todavía el buen manejo del idioma”, respondió la joven de sólo 18 años cuando fue indagada por su presencia en ese ambiente. Allí tomó clases con John Arthur Drewit, y luego con el maestro húngaro Geza Maroczy, que accedió ser su entrenador personal. En sólo cuatro años, Vera -acostumbrada a jugar sólo con varones- marcó grandes diferencias en competencias frente a mujeres; ganó el Open Británico de 1926, y al año siguiente, se convirtió en la primera campeona mundial de la historia. Como representante rusa ganó el Mundial Femenino de Londres de 1927, entre doce participantes, y recibió el equivalente a 25 dólares como premio. De esta manera las mujeres se incorporaban de manera oficial al mundo del ajedrez; cuatro décadas después del primer mundial entre hombres (Steinitz vs. Zukertort), en Estados Unidos, en 1886.
La nueva Dama de Hierro del ajedrez mantuvo su inmaculado reinado entre las mujeres durante doce años, hasta 1939. Jugando bajo bandera Checa defendió exitosamente su título en siete ocasiones, en los mundiales de: Hamburgo 1930, Praga 1931, Folkestone 1933, Varsovia 1935 y Estocolmo 1937. En ese plazo jugó dos matches desafíos ante la segunda mejor jugadora, la alemana Sonja Graf a la que venció en Rotterdam, en 1934 y Semmering, en 1937. Y su octava y última defensa del título (ahora con bandera inglesa) la realizó en Buenos Aires en 1939; la competencia femenina se disputó de manera paralela con la Copa Naciones, en los salones del Teatro Politeama.
Acaso, en el período 1929-1935 fue donde sintió en carne propia el dolor de la discriminación; el de mayor burla y destrato. Como indiscutida N°1 femenina, Vera Menchik había tomado la decisión de patear el tablero y ser la primera mujer en participar en competencias frente a todos sus rivales varones.
En 1929, se inscribió en una competencia masculina por equipos en Ramsgate, una localidad costera en el distrito de Thanet en el Condado de Kent, donde su presencia causó un gran revuelo. Allí integró el conjunto de extranjeros junto a Capablanca, Rubinstein, Maroczy, Koltanowski, Soultanbeieff y Znoski-Borosvsky, que se enfrentó al local, con Thomas, Yates, Michell, Tylor, Segeant, Winter y Price. En la tabla general, Vera totalizó 5,5 puntos y relegó a todos los participantes, con excepción de Capablanca, que finalizó líder, con 6. Tal vez, para comprender con más exactitud la conmoción que causó su actuación, valga recordar las palabras de “elogio” -más bien una necedad- que le regaló el maestro cubano durante la ceremonia de cierre del certamen. Con una copa de champagne en la mano, José Raúl Capablanca pidió un brindis por la nueva femme fatale del ajedrez. “Ella es la única mujer, que juega como un hombre”. Pero hay más.
Lo sucedido en Inglaterra tuvo gran eco en la prensa, y los organizadores no dudaron en el envío de nuevas invitaciones a Vera Menchik para que participara en otras competencias ante todos sus rivales varones. Pero, como se sabe, las buenas intenciones a veces no bastan; alguien encendió la mecha y se dispararon las peores miserias. Acaso por celos, ignorancia o discriminación. O por todo ello junto.
Tras su llegada a Alemania para disputar el torneo de Carlsbad 1929, Menchik comprobó la indiferencia y el desagrado de su presencia para la mayoría de sus colegas. El más eufórico era el local, Albert Becker que para ridiculizarla sugirió la creación ficticia del “Club Vera Menchik” en el que debían inscribirse los maestros que fueran derrotados por la jugadora inglesa. “Será la entidad con menos afiliados en el mundo”, se mofaban otros, entre risas y susurros. Y si bien, la ajedrecista jugó uno de sus peores torneos (finalizó última) sumó tres puntos, producto de dos victorias y dos empates. Uno de sus triunfos fue justamente ante el alemán Becker. También venció a Sämisch (Alemania), y empató con Grünfeld (Austria) y Gilg (Checoslovaquia).
Ni siquiera ese menosprecio la hizo dudar o renunciar a sus convicciones, y siguió desafiando a más hombres. Tras los torneos de Londres 1934 (finalizó 2ª), en Maribor 1934 (fue 3ª) y Yarmouth 1935 (3ª), el club de víctimas de Vera Menchik fue aumentado día a día, en cantidad y calidad de sus vencidos. Entre ellos sobresalían: O´Donel Alexander, Abraham Baratz, Edgard Colle, Max Euwe (ex campeón mundial), Harry Golombek, Mir Sultan Khan, Frederic Lazard, Jacques Mieses, Philip Stuart, Karel Opocensky, Samuel Reshevsky, Friedrich Saemisch, George Thomas, Ramón Rey Ardid y Frederik Yates, entre muchos más.
Con sus hazañas en el tablero su figura se agigantó y creció en popularidad. En su visita a la Unión Soviética en 1935, Vera Menchik despertó la curiosidad y admiración de muchas mujeres, que al año siguiente se inscribieron en número hasta 5000 para disputar las eliminatorias del campeonato femenino de la URSS.
Para comprender aún más la fuerza de su juego, vale recordar una de las últimas anécdotas en vida, contada por el propio Miguel Najdorf (1910-1997), referida a su encuentro con Menchik, sucedido casi medio siglo atrás.
“En el Torneo de Lodz, en Polonia en 1938, fue la primera vez en mi vida que jugué con una mujer; yo tenía 28 años y ella 32. Sabía que jugaba bien y que participaba exclusivamente en torneos masculinos. Pero los prejuicios sobre la capacidad femenina estaban en algún lugar de mi mente. Así fue hasta que comprobé la fuerza de su talento, y en la jugada N°27 le dije. –”Propongo tablas, señora”. –Acepto… no hay otra cosa y usted juega muy bien joven.- “Gracias señora, pero no le pude ganar”. –No se aflija, no perder conmigo ya es suficiente”.
En ese momento alguien se me acercó y me dijo: Le acaban de hacer un gran elogio, Miguel. Cuando me di media vuelta me encontré con la sonrisa pícara del Dr. Tartakower. ¿Qué más recuerdo de ella?, que fue la primera campeona del mundo, que era una mujer calladita, inteligente y bonita; cultivó una gran amistad con Capablanca; los atraía el bridge. Además, Vera batió a los mejores maestros de la época, y los derrotados pasaron a formar parte del Club víctimas de Vera. ¡De la que me salvé!”, remató con su habitual sonrisa contagiosa, el entrañable Don Miguel.
En 1937, dos años antes de su viaje a la Argentina, Vera se casó con Rufus Henry Stevenson -editor de la revista British Chess Magazine-, lo que le permitió incursionar en el periodismo escribiendo artículos especializados para los medios ingleses, Social Chess Quaterly, y, Chess. Más tarde fue nombrada Manager del National Chess Center, y se convirtió en la primera mujer ajedrecista profesional.
El último mundial femenino en el que participó Vera Menchik Stevenson fue el de Buenos Aires, en 1939. Fue la única integrante de la delegación inglesa que permaneció hasta el final de la competencia, dado que el equipo de varones regresó de inmediato a Inglaterra y se unieron al matemático Alan Turing en el trabajo del descifrado de los códigos nazis de la máquina “enigma”.
En 1942, en uno de los momentos más álgido del enfrentamiento entre ingleses y alemanes en la Segunda Guerra Mundial, Menchik jugó un match de exhibición con una de las leyendas del ajedrez, el alemán Jacques Mieses (75 años). Y aunque la Dama de Hierro se impuso por 6,5 a 3,5 al cabo de diez juegos, esas partidas no figuran en ninguna base de datos. “No se informaron para no herir los sentimientos del veterano ajedrecista”, fue la respuesta de la mayoría de los historiadores; acaso, el último capítulo en la historia de Vera Menchik y su lucha contra la discriminación de la mujer en el mundo del ajedrez.
Dos años después, y como consecuencia de su temprana viudez, Vera decidió soportar las peripecias de la guerra en compañía de su mamá y hermana. Regreso a la casa de Olga, en Kent, que contaba con un refugio al cual debían trasladarse cuando las sirenas alertaban un inminente ataque alemán. Sin embargo, el 27 de junio de 1944, o las alarmas se dispararon tarde, o los Menchik -la mamá y sus dos hijas-, no llegaron a tiempo al sótano de la casa y las tres fueron alcanzadas por un misil V2, de la aviación nazi.
La barbarie puso fin a la vida de Vera Menchik, a los 38 años, pero quedó su legado; desde 1957 la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE, según sus siglas francesas) organiza de manera paralela la olimpíada por equipos, masculina y femenina. Y el equipo de mujeres ganador recibe como premio, la Copa que lleva grabada el nombre de la primera mujer que luchó contra la discriminación y dio jaque mate a los hombres.
“No debemos olvidar que nosotras (las mujeres) en el ajedrez no tenemos pasado; sólo presente y futuro”. Vera Franceva Menchik. Una mujer única.
MÁS SOBRE ESTE TEMA