“No importa cuánto dinero tengas, lo famoso que seas o la cantidad de gente que te admire. Es realmente muy duro ser negro en Estados Unidos”. Era el 31 mayo de 2017, faltaba un día para que LeBron James jugara el primer partido de la final NBA ante Golden St en Oakland, cuando en su mansión en Los Ángeles se encontraron ofensivas pintadas contra él. Nigger, la forma despectiva de llamar a los negros, era la peor pero no la única y el Rey hizo una reflexión que también podría servir hoy para reflejar este caótico presente tras la muerte de George Floyd a manos (en realidad, rodilla) del policía Derek Chauvin. “El racismo sigue muy presente. Nos queda un largo camino como sociedad y a nosotros, los afroamericanos, para sentirnos iguales en nuestro país", completó LeBron en aquel momento.
Fue algunos meses después de que él y varios NBA se plegaran a una protesta nacional con remeras que decían “I Can’t Breathe” (No puedo respirar), la frase que el ciudadano afroamericano Eric Garner dijo antes de morir a manos de un policía de Nueva York. La misma que Floyd repitió cinco meses antes de quedar inconsciente en la calle de Minnesota. Causalidades. Como cuando a Bill Russell le pasó lo mismo que a LeBron, aunque casi 60 años antes en su casa de los suburbios de Boston. El jugador más ganador de la historia, seguramente el basquetbolista con mayor compromiso social de la historia, se mudó a Reading, un pueblo “blanco”, con gran ascendencia católico-irlandés, y le hicieron la vida imposible.
Primero le dificultaron comprar la propiedad con la premisa que ese lugar no “era para gente de su raza” y luego la vandalizaron varias veces, rompiendo puertas y vidrios. Pero un día fue puntualmente horrible. Entraron a su hogar y si bien no robaron nada, le patearon los trofeos y defecaron en su cama, esparcieron el excremento por todas las paredes. También le dejaron un mensaje (“Maldito negro”) con la misma palabra que usaron con LeBron (Nigger). Causalidades. Así trataban a la estrella deportiva del equipo que dominaba la NBA (11 títulos en 13 años) y ponía bien en alto a Boston. Como dijo LeBron, no importa lo bueno que eres ni lo que puedas ganar. El odio y el racismo han sido más fuertes para miles de personas que no alcanzan a ver que tal vez los afroamericanos alzan (y alzaron) su voz después de ser sometidos a más de 200 años de opresión, violencia y persecución.
Si esto pasa hoy, pasó en 2017 y en 1963, imagínense en 1920, cuando apenas habían transcurrido seis décadas desde la promulgación de la famosa 13ra Enmienda (1865) que definitivamente prohibía la esclavitud. Hace 100 años, los negros tenían prácticamente vedados los deportes. O, al menos, no podían practicarlos cómo y dónde querían. Y nunca con los blancos. En el básquet sólo podían jugar en torneos para “coloured people”.
El racismo arrasaba en aquella época. En muchos estados, la gran mayoría de los afroamericanos no podía votar (en Alabama, por caso, apenas el 2%). Había espacios, servicios y leyes para blancos. Y otros, claro, para negros, desde baños a colectivos pasando por escuelas y hospitales. Recién a partir del movimiento encabezado por el pastor activista Martin Luther King, ganador del premio Nobel de la Paz en 1964 por sus resonantes luchas no violentas, los negros tuvieron una mayor igualdad de derechos.
El deporte, sin embargo, siempre tuvo su poder y fue encontrando héroes, referentes comprometidos que, con una pelota de por medio, ayudaron a cambiar una penosa realidad. El primero fue Robert Bob Douglas, empresario de ascendencia caribeña que en 1908 fundó un club amateur para afroamericanos (Spartan Field Club) en el que niños negros podían competir y luego dio un paso más con los Spartan Braves, un equipo de básquet con el que ganó el torneo amateur nacional en 1921. Dos años después impactó con la creación del primer equipo profesional de negros, el famoso New York (o Harlem) Rens. Un equipo con varias figuras afroamericanas del básquet callejero de NY que empezó a competir y a ganarles a los más afamados equipos de blancos. Un conjunto que hizo historia, en lo deportivo ganando 2.318 de 2899 partidos (86% de triunfos), incluido un título mundial en 1939, y en lo social, ayudando a romper las primeras barreras sociales, enseñando que otro camino era posible...
No fue el único. Los míticos Harlem Globetrotters hicieron lo suyo y empezaron a dejar claro lo que sabemos hoy y alguna vez admitió hasta Larry Bird: “El básquet es un deporte de negros. Y lo será por siempre”. La mítica estrella de Boston, quizás el mejor blanco de la historia, hizo referencia a una raza que, por sus características físicas, claramente tiene más facilidades para el básquet: altura, potencia, velocidad, capacidad atlética y versatilidad. No es casualidad que hoy casi el 80% jugadores de la NBA sea de ascendencia afroamericana y que 9 de los 10 mejores de la historia (salvo Bird) sean negros.
Cuando la NBA se fundó, en 1946, el panorama sólo había cambiado en el sentido que los negros podían jugar, aunque hasta cierto punto porque había una regla no escrita que marcaba que los afroamericanos debían ser tres por equipo. El poder negro estaba reservado, aunque con limitaciones, a la cancha… Los blancos dominaban el resto: los estadios, la competencia, los equipos y hasta el público. Los negros, entonces, debían esperar que alguien les diera una chance. Y el primero que apareció en escena fue Red Auerbach, el mítico DT de los Celtics, el segundo más ganador de la historia. El entrenador blanco, famoso por festejar cada título con un habano, fue el primero en elegir a un negro en el draft (Chuck Cooper en el puesto 14° de la segunda ronda de 1950) y luego en hacerlo debutar, un día después de que Earl Lloyd se convirtiera en el primer afroamericano en jugar, el 31 de octubre de ese año, con Washington Capitals. Nat Clifton se quedó con el honor de haber sido el primero en firmar contrato (con los Knicks) y el cuarteto de pioneros en aquella temporada lo completó Hank DeZonie. Una apertura que no fue fácil: la votación entre los 11 propietarios de los equipos terminó con un apretado 6-5 para los que querían el ingreso de los negros. Minneapolis Lakers, sin afrodescendientes en sus planteles hasta 1956, fue el líder de la oposición. Se trató de un logro enorme teniendo en cuenta que todavía en el país estaban vigentes las leyes de Jim Crow que dividían las instalaciones públicas para negros y blancos. “Iguales pero separados”, era el lema. Recién se anularían con la promulgación de la Ley de Derechos Civiles en 1964 y la Ley de derecho de voto, en 1965.
De entrada, claro, los negros pagaron su derecho de piso. Eran poco utilizados, mucho menos de lo que indicaban sus talentos, y su rol se reservaba a poner cortinas, correr, defender y tomar rebotes. Los blancos seguían disponiendo de los tiros y los minutos. Recién con las llegadas de Wilt Chamberlain, Oscar Robertson y Elgin Baylor, los afroamericanos empezaron a establecerse como grandes protagonistas ofensivos. Así, para la década siguiente, los negros tuvieron más lugar en la NBA, aunque la resistencia comunitaria seguía presente.
El mejor ejemplo se dio en Boston, una ciudad eminentemente blanca y muy religiosa, que en los 60 armó un equipo poderosísimo que dominó la competencia (logró nueve de los 10 títulos). El bastión principal de los míticos Celtics era Russell, un pivote de 2m10 que cambió la forma de dominar. No lo hacía con su talento anotador sino con su descomunal capacidad defensiva y mentalidad. Fue la primera gran superestrella negra. Sin embargo, el reconocimiento no llegaba ni siquiera en la ciudad donde brillaba. Los créditos iban hacia Bob Cousy, el base blanco. El pivote negro vivía a la sombra de su compañero. “Me siento un poco culpable. Me hubiese gustado haber apoyado más a Russ”, admitiría Cousy años después.
Russell, pese al apabullante éxito deportivo, vivió un infierno en Boston, en medio de un pueblo donde no había ningún negro y sus hijos iban a un colegio totalmente de blancos. La Policía debía seguir a Russell mientras manejaba su auto por la ciudad. Por las dudas, para protegerlo. Claro, Bill nunca se quedó callado. “Boston es un nido de racistas”, fue una frase histórica.
Russ provenía de una familia educada y comprometida. Su abuelo había luchado contra el Ku Klux Klan y sus padres Charles y Katie, además de inculcarle que nadie era más que él, lo motivaron para que leyera y estudiara la historia. Así fue que, desde niño, se nutrió de un pensamiento crítico. Estudió al revolucionario Henri Christophe y tuvo una relación cercana con Huey Newton, cofundador del Partido de las Panteras Negras. Así siempre fue un líder contra la desigualdad racial. En 1961, en un hotel de Kentucky, los encargados frenaron a los cuatro negros del plantel y les dijeron que “allí no les servían a negros”. Russell propuso que ninguno jugara el amistoso. Todos lo siguieron.
Por eso tantos lo odiaron en Boston y en otras ciudades del país. Que tuviera ideales, los expresara abiertamente y militara en organizaciones para la igualdad social lo convertían en un peligro de la élite blanca. Tanta bronca generó que él también empezó a odiar a una ciudad y a unos hinchas que, en vez de tenerlo como ídolo, lo veían como un enemigo, en un buen porcentaje. Un sentimiento que él no ocultaba. "Preferiría estar en una cárcel de Sacramento antes que ser alcalde de Boston”, dijo una vez. Russell, un tipo duro, hosco y con un carácter muy distante, no firmaba autógrafos, ni siquiera a los niños, porque “no me representa. Me niego a sonreír y ser bueno con los chicos. No creo que yo deba ser un buen ejemplo para ellos, salvo mis hijos”, escribió en una de las revistas más importante, en 1964, destaca una nota en el sitio Undefeated. A tal punto llegó el encono con el basquetbolista que el FBI le abrió un caso por ser “un negro arrogante” y le destinó una vigilancia permanente.
Russell enfrentó a la élite dominante desde que estaba en la Universidad y, cuando llegó al momento culmine de su carrera, en vez de bajar su voz, la subió. Utilizó su status de estrella nacional para luchar contra el racismo y la desigualdad. Lo hizo siempre, cuando no tuvo una “posición segura”, como dijo el coach John Thompson en el video tributo cuando Bill recibió el premio Arthur Ashe al Coraje en 2019, y también cuando tuvo algo para perder, en medio de su brillante carrera NBA. Bill enfrentó a quien debía para lograr sus objetivos. Como hizo con Walter Kennedy, el comisionado de la NBA entre 1963 y 1975, cuando existía la cuota de tres negros por equipo. “Te puedes ir a la mierda”, cerró la conversación cuando Kennedy lo llamó para preguntarle “¿qué nos estás haciendo?” al abordar públicamente el tema. Al poco tiempo, el directivo debió abolir esa regla implícita. Todo por aquella movida de quien hoy es considerado el patriarca de los jugadores NBA.
Cuando Auerbach se retiró, en 1969, Russell rompió otra barrera al ser el primer entrenador negro de todo el deporte estadounidense. Ganó dos títulos más como DT-jugador, aunque nunca logró el reconocimiento merecido. De hecho, aún hoy aquella resistencia que recibió hace que algunos lo hagan descender en el ránking de los 10 mejores de la historia. El reconocimiento nunca lo preocupó. Tampoco la idolatría. En 1972, cuando los Celtics retiraron su camiseta, Russell pidió que se realizara en una ceremonia íntima, sin público (léase hinchas de Boston), con sus amigos, familiares y compañeros. Recién 30 años después el rito volvió a repetirse, esta vez sí con un Boston Garden repleto de fans que lo ovacionaron para empezar a cerrar una herida que había estado demasiado abierta por mucho tiempo.
“Nunca trabajé para que me entiendan, acepten o gusten”, admitió Russell, quien fue un miembro activo de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) y estuvo con Muhammad Alí en la recordada “Cumbre de Cleveland” para apoyar la negativa del boxeador a ser reclutado por el Ejército, una decisión que significó un antes y un después en la lucha por la igualdad de derechos. Russell, a quien se lo puede ver a la derecha de Ali en la foto que recorrió el mundo, fue protagonista del movimiento que empujó hacia la promulgación de las leyes que terminaron con la segregación racial en 1965. Un compromiso que no se detuvo nunca. En 2017, publicó una foto arrodillado en su casa como solidaridad con la protesta de Colin Kaepernick, la figura de fútbol americano cuyas manifestaciones durante el himno nacional (arrodillarse y no cantarlo) para protestar contra la desigualdad racial y el abuso policial generaron un gran revuelo social y político. Hoy, a los 86 años, su huella sigue tan vigente como profunda.
Justamente aquella lucha y sus formas fueron la inspiración de un muchacho que, en esa época, amenazaba con ser tan dominante como Russell. Se llamaba Lew Alcindor y llegaba a la NBA en 1969 luego de ser el jugador más impactante en la historia del secundario (dos títulos nacionales y marca de 95-6 con un high school de NY) y el más ganador de siempre en el torneo universitario (tres títulos, tres premios de mejor jugador y un récord de 88-2 con UCLA). La NCAA prohibió la volcada como jugada en 1967, en lo que se conoció como la Ley Alcindor, una regla para evitar su dominio. Claro, sólo lo harían peor. UCLA no dejaría de ganar y el pivote tomaría la prohibición como un incentivo para seguir puliendo su juego con la adición del famoso Gancho Cielo, su acción marca registrada.
Pero, más allá de su nivel deportivo, Alcindor comenzó a ser noticia por sus convicciones y activismo en el movimiento por los derechos civiles. En 1968, con apenas 21 años e inspirado en la decisión de Muhammad Ali un año antes, renunció a disputar los Juegos Olímpicos de México como protesta por el trato desigual hacia los afroamericanos en su país. “Era muy motivante jugar con los mejores del mundo, pero la idea de ir a México a pasarla bien me pareció muy egoísta teniendo en cuenta la violencia racial en mi país. Si iba y ganaba, sentía que contribuiría a honrar a una nación que nos negaba nuestros derechos”, admitiría en uno de sus libros publicado en 2017.
Nativo de Harlem, miembro de una familia con muchas inquietudes, el pivote sufrió un contexto muy racista en su escuela católica, en la iglesia y hasta en su equipo de básquet, en el que el entrenador llegó a acusar de “actuar como un negro”. Pero, a la vez, creció cautivado por un movimiento cultural neoyorquino y subyugado por las luchas (e ideas) de Malcolm X y Luther King. Fue luego de ganar su primer título en Milwaukee, en 1971, cuando tomó una decisión trascendental en su vida tras leer la biografía de Malcolm X: se cambió de religión (abrazó el Islam) y de nombre. Pasó a llamarse Kareem Abdul-Jabbar, “Noble y Sirviente del Todopoderoso”.
No pasó inadvertida una decisión que le trajo más de un problema. Sus padres no lo aprobaron y muchos fanáticos blancos nunca se lo perdonaron. “Parecía que había pisoteado la bandera estadounidense”, admitiría años después. Incluso algunos fanáticos lo llamaban Lew y se enojaban cuando Kareem directamente los ignoraba. Para él, asegura, fue una “transformación espiritual” y la ratificación de un camino hacia la absoluta conciencia social. “Fue mi forma de sumar mi voz al movimiento de derechos civiles para denunciar el legado de la esclavitud”, dijo.
Su impacto deportivo finalizó en 1989, cuando se retiró a los 42 años, luego de ganar seis anillos de campeón (cinco con los Lakers) y seis premios MVP, de ser el máximo goleador de la historia (38.387 puntos), el que más All Star disputó (19), el que más rebotes defensivo bajó y el que más tapa metió. Pero su impacto nunca se detuvo fuera del campo. Ni siquiera cuando durante tres años peleó (y venció) a una leucemia. Decidió producir, guionar y relatar una película (On the Shoulders of Giants) sobre Harlem Rens, aquel primer equipo negro de básquet que venció a los equipos de blancos pero, a la vez, ayudó a generar un cambio, dentro de un contexto de energía creativa conocida como el Renacimiento del Harlem. En 2016 recibió el mayor honor que puede tener un ciudadano estadounidense: el primer presidente afroamericano de la historia, Barack Obama, lo condecoró con la Medalla Presidencial de la Libertad por su aporte al interés nacional, la cultura y la paz mundial.
Al año siguiente, cuando la protesta de Kaepernick dividió al país y le costó al jugador su lugar en la NFL, defendió abiertamente la postura. “La gente se enfoca más en el gesto que en el problema. Acá lo que sucede es que los estadounidenses negros son demasiado propensos a ser baleados sin razón alguna. Debemos cambiar eso”, aseguró. Siempre sus enfoques fueron con extrema claridad y contundencia, apuntando a las formas pacíficas que lo inspiraron (desde Luther King hasta Russell, pasando por Ali) y a la educación. Culto y preparado, Abdul Jabbar escribió 14 libros, varios apuntados a contar historias de negros.
Claro, su presencia en aquellas décadas, como jugador, fue casi una isla en un océano porque la NBA, sobre todo entre 1975 y 1985, perdió mucha popularidad. En 1976, se produjo la absorción de la ABA, competencia llena de afroamericanos talentosos, lo que generó una oleada que terminó de generar una abrumadora mayoría de negros. La NBA, entonces, empezó a ser vista como “demasiado negra” y el enorme crecimiento del consumo de drogas (la liga no fue la excepción de lo que pasaba en la sociedad estadounidense) hizo el resto. La imagen se desplomó y con ella la asistencia de público a los estadios y los contratos de TV. Así fue que, a su manera, el racismo pegó donde más dolía, en la economía y la crisis se profundizó.
Hasta que dos estrellas nuevas llegaron para el salvataje... Un blanquito de Indiana, Larry Bird, que llegaba a la católica y blanca Boston. Y un chico negro de Michigan, Magic Johnson, que se sumaba a la multiracial Los Angeles. Así se formó una rivalidad histórica. El blanco contra el negro. Los Celtics contra los Lakers. Un clásico que, gracias a la personalidad (y don de gente) de ambos, nunca traspasó la cancha. Y si bien hubo muestras de racismo, sobre todo cuando los angelinos visitaban el mítico Boston Garden, la NBA logró un impactante boom de popularidad, que se completó con la gestión de David Stern, un comisionado que supo cómo vender la competencia. En su país y, más tarde, en el mundo, a partir de la explosión de un negro que cambiaría la historia, de la liga, de la industria deportiva y de la imagen de los deportistas (Michael Jordan).
Stern resultó el impulsor de la búsqueda de otros mercados y, al enfocarse en la globalización, entendió la necesidad de abrazar la diversidad y dar un mensaje en ese sentido. Al mejor comisionado de la historia de los deportes estadounidenses no le interesaba el color de la piel ni la religión profesada en cada rincón del planeta. Buscaba nuevos clientes para su liga y fue pragmático. Así su organización empezó a llevar equipos e ídolos a distintos lugares del mundo, el primer paso hacia la conquista global que apuntalaban Jordan y los Bulls.
Hoy hay decenas de academias, campus e incluso programas escolares que organiza y sustenta la NBA en distintos lugares del mundo, en especial en Asia y Africa. También se dieron importantes pasos en la apertura de los lugares de trabajo en la organización y dentro de las franquicias, puestos históricamente hegemonizados por los blancos. En 2018, por caso, el 36.4% de los puestos dentro de la NBA eran para negros, su mejor marca de la historia. También ganaron lugares de privilegio: en 2012 había siete general manager y 14 entrenadores (de los 30) afroamericanos. Robert Johnson se transformó en el primer negro en ser dueño mayoritario de una franquicia en 2003 y siete años después, nada menos que Michael Jordan pasaba a tener el control de la franquicia. Todo un símbolo de una nueva era.
LeBron y su camada tomaron, a su manera, la posta de sus predecesores y se comprometieron a visibilizar los problemas que origina el racismo. Claro, en esta ocasión con un poder e impacto nunca visto, gracias a una época de mucha mayor exposición por la explosión de las redes sociales. Los jugadores, con otro poder y visibilidad, dejaron de tolerar muchas de las actitudes racistas que antes no eran penalizadas. Y esto incluyó a todos, desde hinchas hasta dueños de los equipos.
En 2014, en un caso que impactó en todo el mundo, la NBA suspendió primero y luego forzó a que Donald Sterling vendiera su franquicia, Los Angeles Clippers, luego de que se filtrara un audio enviado a su novia que le decía “me molesta mucho que difundas que te estás relacionando con gente negra. Hacé lo que quieras con ellos, pero no lo promociones ni los traigas a los partidos”. La presión de los jugadores afroamericanos, que incluía la amenaza de no jugar más en el equipo ni en el estadio de los Clippers, obligó a la NBA a tomar la decisión más drástica de su historia.
En 2019, el Jazz suspendió de por vida a un fanático que profirió insultos racistas a Russell Westbrook en un Utah-Oklahoma. Está claro que el racismo no es un mal endémico sólo de Estados Unidos. Cruza a todos los países del mundo, incluyendo aquellos que aseguran no ser “tan racistas”. Giannis Antetokounmpo, actual MVP de la NBA, lo sufrió en su Grecia natal cuando era un ciudadano ilegal. Hasta los 18 años no pudo solicitar su nacionalidad griega porque sus padres eran inmigrantes nigerianos. Durante años vivió como mantero, de la venta informal de lentes y relojes, bajo el riesgo de ser detenido y deportado. Admitió haber vivido con miedo, al salir de su casa e incluso dentro. “No hacíamos mucho ruido con mis hermanos para que los vecinos no nos denunciaran”, admitió.
Aún no alcanza, pero está claro que todo ha cambiado bastante. Al menos, ya nadie se calla. En 2012, jugadores del Heat posaron con una capucha puesta en denuncia del asesinato del joven negro de 17 años Trayvon Martin a manos de un policía y en el 2016 cuatro superestrellas como LeBron, Wade, Carmelo Anthony y Chris Paul aprovecharon la apertura de la gala de los premios ESPY para dar un discurso contra la violencia armada y el racismo que sufren las poblaciones negras a manos de la policía. “Esto tiene que acabar. No se puede seguir sin valorar la vida de las personas negras. ¡Basta es basta!”, fueron las contundentes frases de Wade.
En ese sentido, no hay mensaje más poderoso que el que pueda dar un blanco. Quizás ahí puede estar la gran diferencia. Fue el paso que dio Kyle Korver en el 2019. El veterano tirador publicó una carta para el sitio The Players Tribune, reconociendo los privilegios como persona blanca y dejando claro que el racismo es un problema estructural. “Todos tenemos que responsabilizarnos. No sólo por nuestras acciones, sino también por la forma en que nuestra pasividad pueda dar lugar a comportamientos racistas. Cualquiera que se beneficie de estar en el extremo privilegiado es responsable. Tenemos que apoyar las causas de aquellos que han sido marginados, precisamente porque han sido marginados. Las diferencias entre personas negras y blancas vienen de una historia muy fea, no por una división hecha al azar”, escribió.
No ha sido el único. Gregg Popovich, uno de los mejores entrenadores de la historia, un tipo sabio y muy lúcido, viene siendo muy duro con el presidente Donald Trump (hace días dijo que era un “tonto, una marioneta y un imbécil trastornado que se esconde en el sotano de la Casa Blanca”), acusándolo también de misógino y racista. Justamente, al hablar del racismo, aceptó el mal que sufre su país, condenándolo y señalando los privilegios que tienen algunos por encima de otros. “Si has nacido blanco en América tienes una monstruosa ventaja de manera automática en materia de educación, economía y cultura. Es un tema difícil porque nadie quiere afrontarlo, pero debería ser un tópico nacional”, declaró.
A la luz de los recientes hechos está claro que el racismo sigue siendo un problema grave. En el mundo, en la sociedad estadounidense y hasta en la NBA. Pero lo esperanzador es que estrellas tan mediáticas y convocantes, auténticos referentes y formadores de opinión, se comprometan de esta manera para que las nuevas generaciones comprendan que la igualdad y el respeto son la base de cualquier sociedad justa. Es un camino, es un proceso. Llevará tiempo. Pero el deporte tiene un enorme poder. Al menos para visibilizar el problema, provocar el debate y poner sobre la mesa la necesidad de decir basta y generar un verdadero cambio.