La fórmula del éxito de Michael Jordan, que lo llevó a ser uno de los mejores deportistas de la historia que trascendieron su disciplina, no se compra. No es un líquido que se puede ingerir como intentó hacer Bugs Bunny con los Looney Toons en la película Space Jam y motivar así a sus amigos para vencer a los maléficos Monsters.
Para triunfar, MJ hizo todo lo que estuvo a su alcance. Se preparó física y mentalmente para, una vez que pisó la NBA, ser el jugador dominante de la liga. Su objetivo fue convertirse en el dueño, o como se lo tituló con el tiempo, en Su Majestad. Y lo logró. Pero, ¿de qué manera? Es indudable que Jordan forjó una personalidad avasallante a lo largo de los años. Condición que se acentuó una vez que escaló y se sentó en la cima del Monte Everest del básquet con el primer título de los Bulls en 1991.
Su feroz competitividad nació en el patio trasero de su casa con los durísimos enfrentamientos contra su hermano Larry que le sirvieron para encender la llama de lo que significaba ganar. “Competimos por el amor de mi padre”, dice Michael en la serie. Así creció. Compitiendo como un mandato impuesto por su papá James y su madre Deloris casi desde la cuna.
Con el paso del tiempo, Jordan superó obstáculos que lo fortalecieron. Generó una coraza que lo convirtió en el peor rival que le podía tocar a cualquier equipo que se pusiera en su camino al triunfo. Pero también lo transformó en el peor compañero posible. Él pretendió que todos tuviesen su mismo nivel de deseo por quererlo todo. Claro, sólo existió un Michael Jordan.
“Yo era un estúpido, un idiota... Él cruzó la línea tantas veces... Pero ahora que el tiempo pasó y ahora que lo piensas era un gran compañero”, comenta Will Perdue, uno de los compañeros del número 23 en el primer tricampeonato que ganó Chicago, en un fragmento del documental The Last Dance. El gigante de 2.13 metros fue uno de los jugadores más hostigados por Jordan en aquella etapa. Casi como un tirano, reprimía a sus discípulos cuando algo salía mal en un entrenamiento.
“La gente le tenía miedo. Sus propios compañeros le teníamos miedo”, comenta Jud Buechler en la serie, otro de los jugadores de rol del equipo, esta vez protagonista de la versión ganadora de Chicago a partir de 1996, una vez que MJ volvió a la NBA después de su controversial retiro. En contraparte, el canadiense Bill Wennington toma la palabra y abre la puerta de la intimidad de lo que para él significó jugar al lado de una leyenda del deporte. “Nos presionaba a todos para ser mejores. Él quería ganar y adivinen qué: funcionó”.
Uno de los episodios violentos más recordados por el propio Jordan fue cuando le dio un puñetazo en uno de sus ojos a un compañero, lo que provocó que el entrenador sacara de la cancha a su superestrella. Un día, en plena práctica en el famoso Berto Center de la ciudad del viento, Phil Jackson pone a Steve Kerr a marcar a Jordan. “Estábamos en costados diferente del campo y el empezó a tirar todo tipo de insultos, y yo estaba enojado porque el otro equipo nos estaban matando”, comenta el por entonces tirador de Chicago y que hoy se ha transformado en uno de los entrenadores top de la NBA.
Al notar la agresividad extrema que tenía el 23 para jugar frente a Kerr, Jackson intentó bajar la intensidad de la práctica parando en varias ocasiones el juego amistoso. Para MJ no existía esa palabra en su diccionario deportivo. En la próxima acción defensiva, Jordan lo corta con una durísima infracción, lo que generó la ira del hoy coach de los Golden State Warriors. “Voy contra él, lo voy a pelear”, recuerda Steve. Jordan, claro, lo esperó. “Él se suelta y me pega en el pecho. Yo me suelto y le pego directo en su puto ojo…. Phil (Jackson) me echó de la práctica”.
Más allá de las marcas que dejó en los jugadores que compartieron con él un vestuario, a los que ayudó a tener un anillo de la NBA como fue el caso del croata Toni Kukoc, que primero bastardeo junto Scottie Pippen durante los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 cuando fueron rivales pero que luego se aprovechó de sus capacidades en una cancha, la carrera de Jordan tuvo una mancha que nadie podrá borrar.
Ya en el pináculo de su trayectoria, con dos títulos en la NBA, nombrado como el mejor jugador de la liga y líder del Dream Team que se colgó la medalla dorada olímpica, las novedades que sobrevolaron los noticieros de principios de la década del 90 hablaban de los problemas que tenía Jordan con las apuestas. Producto de su necesidad de competir casi las 24 horas del día, el histórico 23 fue relacionado con un traficante de droga y lavado de dinero cuando se le encontró al estafador un cheque firmado por MJ. ¿Las razones? Michael había apostado en un partido de golf y había perdido más de 50.000 dólares.
Otro hecho de dominio público que sacudió el perfil de intocable de Su Majestad fue cuando un dudoso empresario llamado Richard Esquinas publicó un libro titulado “Michael y yo: nuestra adicción a las apuestas, un grito de ayuda”, en el que hizo referencia a todas las oportunidades que Jordan y él apostaron en partidos de golf. Ante las constantes negativas del basquetbolista a pagarle las deudas, este personaje utilizó ese método para poner un manto de dudas sobre la imagen del deportista más conocido en el mundo en aquel momento.
Con los nervios de punta por las presión mediática y en la antesala de conseguir el tercer campeonato de su carrera, una escapada con su padre a un casino de Atlantic City luego de perder el primer partido de las finales de la Conferencia Este del 93 ante los Knicks en Nueva York, terminaron de hacer erupción en el volcán Jordan. En la cancha, guió a los Bulls a una nueva final, pero se negó a hablar con la prensa durante varias semanas. Levantó la veda justo antes de enfrentarse en la definición de la NBA a su amigo Charles Barkley, figura de los Phoenix Suns y a quién nombraron el más valioso de esa temporada.
Tal vez en el momento más caliente de su vida, dentro y fuera de la cancha, fue cuando el 23 rindió mejor que nunca en una definición, como para marcar que su sed de competencia es comparable a los sentidos que se le activan al tiburón cuando huele la sangre. Promedió 41 puntos, más de 8 rebotes y 6 asistencias para darle a la ciudad de Chicago su tercer título consecutivo.
Después de quedar exhausto por el esfuerzo, Jordan sufrió el mayor golpe al corazón en toda su vida. A poco más de un mes de volver a conquistar la liga de básquet estadounidense, su padre fue asesinado. Aquel 23 de julio de 1993, Michael sintió que perdió a su amigo. Al hombre que lo había impulsado a ser un ganador. Con el tiempo, surgieron especulaciones sobre la muerte de James Jordan relacionadas a las apuestas de su hijo estrella, pero la investigación policial demostró que fue un robo en el que los asaltantes decidieron el peor final.
Un Jordan cansado por el escenario de su vida eligió el retiro del básquet. En el mejor momento de su carrera, la camiseta número 23 se colgó del techo del estadio de los Bulls. A pesar que para muchos su alejamiento de la NBA fue un indulto para no investigar su relación con las apuestas, MJ dejó el deporte que lo catapultó a la fama porque se le apagó la llamada interna de su ser competitivo.
Intentó jugar al béisbol para intentar sobrellevar la pérdida de su padre, pero no tardó mucho tiempo en darse cuenta que había dejado un lugar de privilegio al que tanto le costó llegar. En marzo del 95 escribió “I’m back” y volvió a ponerse la número 45 porque su padre no estaba para verlo con la 23. Pero fue sólo por un puñado de partidos. Su verdadera vuelta fue a la temporada siguiente, la que inició el camino a otro tricampeonato en Chicago que quedó en la historia de la NBA.
En su regreso, volvió a ser el Jordan auténtico. El que se convirtió en el mejor. Y también el que volvió a maltratar a propios y extraños. El mismo que antes de dejar el básquet por 18 meses se sentaba en la parte trasera de los aviones y estaba horas jugando a las cartas y apostando manos de 10.000 dólares cada. Porque como cada ser humano, Michael también tuvo su costado oscuro.
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