Se suele hablar de la intromisión de la política en el deporte, de la utilización política del deporte. Es innegable que hay usos perversos de él, maniobras demagógicas de poderosos de turno que pretenden sacar partido (aunque su eficacia sea más que dudosa). Sin embargo la política es una de las dimensiones del deporte moderno, una de sus facetas. Como la deportiva, la económica o la del marketing.
Hace una semana se pospusieron los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Es la primera vez que sucede desde la Segunda Guerra Mundial. El coronavirus aplazó la máxima cita del deporte. Pero hubo épocas en que un gran número de países no participaba de los Juegos por cuestiones políticas.
En estos días se cumplen cuarenta años del momento en que Estados Unidos, a través de su presidente Jimmy Carter y de su vice Walter Mondale, estableció el boicot a los Juegos Olímpicos de 1980. Claro está, la ciudad sede sería la capital de su principal enemigo. La amenaza que persistió en el aire durante cuatro años, desde que finalizó Montreal 76, que Estados Unidos le daría la espalda a Moscú 80, finalmente se concretó. La excusa que encontraron fue la invasión soviética a Afganistán.
Un antecedente evidente fue el Mundial 78. Previo a ese torneo tuvieron lugar en varios países europeos campañas de boicot que pretendían que las delegaciones no concurrieran a Argentina para poner en evidencia de esa manera al gobierno de la Junta Militar y las persistentes violaciones a los derechos humanos. Esos comités de boicot que nacieron en Suecia por el caso de la desaparición de Dagmar Hagelin, y luego se derramaron al resto del continente, fueron muy activos en Holanda y Francia. Ninguno consiguió apoyo gubernamental. Tampoco estuvieron cerca de conseguir que alguno de los equipos desistiera de jugar el Mundial. Sin embargo, obtuvieron un éxito colosal en lograr que las sociedades de cada uno de esos países conocieran, por primera vez, lo que estaba sucediendo en Argentina. Una peculiaridad: en esos comités no hubo casi participación de exiliados argentinos.
Es más. Las primeras menciones a un posible boicot a Moscú 80 se dieron en Europa mientras se discutía la presencia de sus selecciones de fútbol en el Mundial de Argentina. El francés Jean Francois Revel sostuvo que si propulsaba la no concurrencia a Argentina, lo mismo debía hacerse en relación a los Juegos Olímpicos soviéticos. Pero como nadie dejó de venir a la Argentina en esa ocasión (ninguna selección ni ningún jugador se bajaron: tampoco Cruyff ni Paul Breitner pese a lo que las leyendas sostienen) pareció que los boicots a eventos deportivos no funcionarían. A principios de 1980, el disidente soviético Andrei Sakharov propuso que las naciones occidentales no fueran a Moscú. Carter empezó a coquetear con la idea. Desde sus oficinas comparaban la cita soviética con Berlin 36, los Juegos Olímpicos hitlerianos.
La Guerra Fría se desplegaba en diferentes ámbitos. Dos que preocupaban a los políticos y fascinaban a la opinión pública eran el de la carrera espacial y el del deporte. Los grandes hitos bélicos/deportivos de esos años habían sido la final por el oro olímpico de basquet en Munich 72 y el match de ajedrez entre Bobby Fisher y Boris Spassky. El de basquet tuvo los tres segundos más largos de la historia. El triunfo de Estados Unidos, la polémica, el reinicio del partido y el batacazo del oro soviético (y la indignación norteamericana: no fueron a buscar las medallas plateadas). El de ajedrez fue un impacto mundial. La atención de planeta se centró en el tablero de 64 escaques. La personalidad desbordante, los caprichos y el genio de Bobby Fisher hicieron el resto. Por primera vez en décadas el título de campeón del mundo no estaba en manos de alguien de la U.R.S.S. Dos victorias en terreno ajeno marcaron esos años. Hubo otra en 1980, cercana a los hechos de los que se habla en esta nota: la del equipo de hockey sobre hielo norteamericano en los Juegos Olímpicos de Invierno de Lake Placid: “El Milagro en el Hielo” que ya ha producido decenas de libros y al menos dos muy buenas películas de ficción contando ese partido.
Los Juegos Olímpicos de Moscú iban a ser un escenario ideal para continuar la guerra fría en canchas, pistas y rings. Estados Unidos desde hacía unos años se debatía entre distintas opciones de actuación. Los temores eran muchos. ¿Validarían a su peor enemigo con su presencia? ¿Se estarían exponiendo a ser ridiculizados? ¿Serían maltratados sus atletas? ¿Los perjudicarían? Todos estos planteos bajo la certeza de que la U.R.S.S. los superaría en el medallero final. Había un factor más. In el dinero de la NBC por los derechos de televisación, los Juegos serían deficitarios.
Hasta que en los últimos días de 1979 un hecho político pareció darle a Estados Unidos la excusa perfecta para poner en práctica esa hipótesis de conflicto con la que trabajaban. El 27 de diciembre de 1979 tropas soviéticas cruzaron las fronteras del sur e invadieron Afganistán. Los soviéticos apoyaban al régimen comunista que se enfrentaba con radicales islámicos que en poco tiempo fueron financiados por Estados Unidos y otros países. Cada conflicto, cada contienda, hasta cada discusión mundial parecía, en esos años, que sólo se trataba de lo mismo: USA Vs. U.R.S.S.
El 21 de enero de 1980, el presidente Carter en su discurso anual del Estado de la Unión criticó con dureza la intervención soviética, explicó que se trataba de una amenaza grave, que había que frenar su avance porque era el primer paso de su expansión y de un camino en el que buscaban quedarse con el petróleo de la región. Anunció castigos económicos, restricciones varias y que “He anunciado al Comité Olímpico Norteamericano que ni los americanos ni yo avalamos el envío de atletas a los Juegos mientras los soviéticos permanezcan en Afganistán”. Les dio un mes para deponer su actitud.
Un mes después, el 21 de febrero, Jimmy Carter reunió en la Casa Blanca a deportistas, entrenadores y dirigentes y anunció oficialmente, frente a ellos, que Estados Unidos no concurriría a Moscú. El Comité Olímpico de Estados Unidos acató de inmediato y comunicó la decisión al COI. Los países de Occidente se fueron sumando al boicot. Los deportistas ofrecieron, con el correr de las semanas, diversas alternativas. No participar del desfile inaugural, no presentarse a las ceremonias de premiación, llegar a la Villa Olímpica el día de competencia y retirarse en el mismo momento en que terminaba su participación, no interactuar con funcionarios soviéticos. Todo fue desechado. El sueño deportivo, años de esfuerzos se estrellaba contra los escarceos y mezquindades políticas.
La repercusión que tal decisión tendría hoy sería imposible de mensurar. Posiblemente la presión de los atletas sería más efectiva. Por otra parte, los Juegos Olímpicos tienen tal envergadura económica que otros intereses aparecerían para asegurar la participación de la mayor cantidad de atletas posible. Hasta Montreal 76 los Juegos eran deficitarios. Recién en Los Ángeles 84 se convirtieron en el negocio colosal que son hoy.
Anita DeFrantz, una remera norteamericana, juntó a varios atletas de distintas disciplinas y encabezó una demanda contra el comité olímpico de su país. Querían que se respetara su decisión y su derecho de participar. La justicia desestimó la presentación y también hizo lo mismo la Corte Suprema con la apelación. La última posibilidad se había esfumado.
Gwen Gardner corría los 400 metros. En el torneo clasificatorio para esos Juegos Olímpicos salió primera. Era una de las candidatas a la medalla de oro. Debió esperar hasta Los Ángeles 84. Pero en el medio tenía que ganarse la vida. Trabajaba en Hollywood como doble de riesgo. En una escena se fracturó la pierna. Estuvo casi un año inactiva. Se recuperó justo para participar en los trials para Los Ángeles. Llegó cuarta. Sólo clasificaban las tres primeras.
Hubo algunas competencias alternativas o paralelas de natación, atletismo y gimnasia. Pero, naturalmente, no fueron lo mismo. No fueron ni una pálida sombra de un Juego Olímpico. La decisión de Estados Unidos, también, deslució a Moscú 80. Sin la participación de las grandes potencias de occidente ni de China (tampoco fue Irán, enemigo de Estados Unidos pero defensor de los islámicos en Afganistán) se hizo difícil mensurar los logros de los campeones. Perjudicó tanto a los que participaron (y aún ganaron) como a los que se quedaron sin viajar a Moscú.
Lord Killanin ,el presidente del Comité Olímpico Internacional, trató de mediar. Se reunió con Brezhnev y con Carter, pero todo fue inútil. Los diplomáticos (y los agentes de inteligencia) de las dos súper potencias se pusieron en acción tratando de sumar aliados. Estados Unidos hasta envió a Muhammad Alí (medalla dorada en Roma 60) de gira por países africanos en busca de apoyo.
Rápidamente casi una treintena de países se alineó detrás de los norteamericanos. Finalmente fueron 62 los que no participaron. Aliados importantes de Estados Unidos como Alemania, Japón y Corea. Y muchos países cuyos compromisos comerciales eran tan fuertes que no podían rehusarse a seguirlos como los latinoamericanos, mucho de los africanos y varias países asiáticos. Argentina estuvo entre ellos. Los representativos de fútbol (con jugadores de los equipos del Interior, de clubes no afiliados directamente a AFA) y de básquet habían logrado clasificar en los respectivos torneos preolímpicos y tenían buenas posibilidades de medalla. También el declatonista Tito Steiner.
Los europeos finalmente encontraron un punto intermedio. Inglaterra y Francia dejaron librada la decisión a la voluntad de sus atletas. Enviaron delegaciones menos numerosas. Varios europeos en este camino mixto no participaron del desfile inaugural, o compitieron bajo la bandera de su comité olímpico o bajo la del COI.
Cuatro años después, la Unión Soviética devolvió el golpe. Ni sus atletas ni los de ningún país del bloque comunista participaron de los Juegos organizados en Los Ángeles. Recién en Seúl 88, un año antes del colapso de la U.R.S.S., se volvieron a enfrentar después de doce años las dos súper potencias.
No son muchos los atletas que logran mantenerse en la cima de su rendimiento durante muchos años. Esos son las excepciones. La gran mayoría alcanza su pico en un momento determinado y lo puede sostener a lo sumo un par de años. Razones de edad, maduración, conocimiento, lesiones, estudio. Los motivos pueden ser diversos. Pero perderse un Juego Olímpico o un Mundial para casi todos es dejar pasar su única oportunidad de medirse en las citas más importantes.
En 1980, el esgrimista norteamericano Greg Massialas estaba en el pico de su carrera. Había logrado clasificar para los Juegos. Tenía claras chances de medalla pero el boicot le impidió competir. En esgrima como en tantos otros deportes los Juegos Olímpicos, más allá de la vivencia, la Villa, representar a su país, es la máxima cita, tiene una importancia mayor que un mundial de la especialidad.
Logró clasificar para Los Ángeles 84. Pero ya no era el mismo. Esos cuatro años y la frustración anterior habían minado su potencial. Quedó a un paso del podio. Pasó mucho tiempo y en otro Juego Olímpico con sede en una ciudad norteamericana, en Atlanta 96 se produjo un encuentro inesperado, una mínima reparación. Massialas estaba viendo las finales de esgrima en un sector especial en su condición de ex deportista y actual entrenador cuando de pronto por una puerta ingresó el ex presidente Jimmy Carter con su sobrina y el novio de esta. Ambos eran adolescentes. Se sentaron junto a él. El novio de la chica se fue compenetrando en la competencia. En un momento dijo que le gustaría saber más del deporte para entender algunas decisiones de los jueces. El ex esgrimista, al escucharlo, amablemente le fue explicando cuestiones reglamentarias y le enseñó algunas claves para que disfrutara más del deporte. El joven le preguntó si él había sido olímpico. Massialas le contestó que sí. Que había competido por primera vez en Los Ángeles 84 pero que el primer equipo olímpico lo había integrado cuatro años pero que no lo habían dejado participar. La chica y su novio le preguntaron por qué había sucedido eso. Jimmy Carter, que hasta ese momento no se había perdido ningún lance, dejó de mirar la pedana, y posó sus ojos en el hombre por primera vez. El esgrimista explicó la situación brevemente y siguió hablando de esgrima. Carter, sin decir una palabra, lo miró fijo y posó su mano sobre el hombro de Massialas. Le dio una palmada afectuosa y bajó la vista, como reconociendo su error.
En esa época en la mayoría de los deportes olímpicos no se ganaba dinero. Eran pocos los atletas que lo hacían. De hecho en aquellos deportes de conjunto hiperprofesionalizados se enviaban jugadores amateurs (aunque en fútbol, por ejemplo, los países de la Cortina de Hierro llevaban sus mejores hombres dado que los regímenes comunistas mantenían un amateurismo marrón: la Polonia de Deyna y Lato ganó la medalla dorada en 1972 y la de plata en 1976). El esfuerzo, la dedicación, los viajes, los entrenamientos, todo estaba enfocado en el ciclo olímpico, en culminar cuatro años de esfuerzo en la cita olímpica. El premio no era, para la mayoría, monetario. Iban por la gloria.
A través de la empatía que generan los deportistas su esfuerzo y sus sueños rotos, en este caso queda claro como las decisiones de la política afectan la vida de las personas. Que las grandes declaraciones tomadas en las altas esferas en ese ajedrez pomposo que es la política pocas veces tienen en cuenta a los ciudadanos, pocas veces calculan el daño que ocasionan.
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