Fines de enero de hace 25 años. Selhurst Park, estadio del Crystal Palace. La secuencia dura poco más de un minuto. Y parece dirigida por un gran maestro del cine. Alguien con oficio y genio que en pequeños detalles, elipsis, fuera de campo y planos precisos y contundentes cuenta un gran historia, con final sorpresivo, en muy poco tiempo.
Comienza in media res, un pase apurado al arquero Peter Schmeichel, quien despeja con violencia. La pelota vuela y pasa la mitad de cancha. Los centrales del Crystal Palace retroceden apurados, Eric Cantona, el número 7 del Manchester United, también parece perseguir la pelota. Sólo parece. No busca la pelota; quiere revancha de todas las patadas que le pegaron en el primer tiempo. Y, también, del forcejeo inicial apenas el arquero danés del United rechazó. De pronto se ve caer al defensor local Richard Shaw, el juez de línea más cercano agita el banderín frenéticamente, el público local, Cantona se muestra indiferente como quien acaba de restablecer la justicia, el resto de los jugadores llega corriendo y empieza a conformar una conglomeración de hombres indignados. El referí desde lejos, al trotecito, enarbola la tarjeta roja; no necesita estar cara a cara con el infractor. Cantona ve la tarjeta a distancia y no duda de que él es el destinatario. Alguno lo empuja levemente, otro le pega un pelotazo, pero a él no le importa. No protesta. Gira, amaga con ir para un lado, no sabe qué hacer. Trata de contenerse. La cancha se convirtió en un hervidero. Aunque en las imágenes no se aprecie con claridad, Cantona le pegó un patadón al rival mientras corría en busca de esa pelota aérea. Sabe que se equivocó pero también sabe que ese hombre diminuto y con cara de bancario que lo acaba de expulsar no hizo bien su trabajo el resto del tiempo. Cantona encara hacia el costado del campo, se va para los vestuarios mientras los demás se empujan, se insultan, se amenazan. Éric inició todo, pero ya no le interesa lo que sucede: demasiada gente involucrada. Y él, siempre, es el protagonista estelar. El director de cámaras, puro instinto, ignora el tumulto y se queda con Cantona. Un personaje trágico. Siempre el pecho inflado y la cabeza levantada, un hombre erecto, que no muestro remordimiento, aunque sí una leve indignación. Cada tanto menea la cabeza como no queriendo aceptar la expulsión. Luego, un gran movimiento dramático. Se baja el cuello de la camiseta. Eso puede tener un sólo significado: es la aceptación de que el partido terminó para él. Decide salir por dónde está su director técnico, Alex Ferguson (todavía no había sido nombrado Sir). Ferguson no le dedica a su jugador ni una mirada. Sigue lo que pasa en el campo de juego, no desvía sus ojos. Ese es su castigo para su díscola estrella (y también un gesto sabio y cauto: Ferguson sabe que la respuesta de Cantona puede derivar en un escándalo; mejor tratar estos asuntos en la intimidad). El director de cámaras, una vez que Cantona traspasa la línea de costado, vuelve al árbitro. Bajito, con poco pelo, un bigote antiguo, todavía vestido de verde, no sabe cómo reanudar el juego; utiliza la táctica de mirar el horizonte, como si la solución estuviera treinta metros más adelante.
Un corte súbito y llega el gran momento. Cantona pasa por detrás de uno de los arcos. De pronto se libera de los dos empleados de seguridad que lo escoltan y con un gran salto, por encima de una baranda, le pega una patada en el pecho a un espectador. Uno de los mejores futbolistas del mundo metamorfoseado en un karateca. Es un relámpago, un fogonazo inesperado.
Luego Cantona cae mal contra la baranda, queda como suspendido un corto lapso, se levanta y le pega una trompada al mismo hombre. Los de seguridad lo agarran y tratan de arrastrarlo hacia un costado. También, para contenerlo, llega Peter Schmeichel, el arquero de su equipo. Aprovecha su tamaño y lo agarra fuerte, trata de disuadirlo, lo acompaña, sin soltarlo, hasta el vestuario (una pregunta pertinente: ¿por qué lleva los pantalones tan altos Schmeichel?). Detrás de ellos, el segundo tumulto en medio de un minuto que generó Cantona y del que no participó. Jugadores del Crystal Palace, del United, público y empleados de seguridad chocan, se enojan, se manotean.
El partido terminó 1 a 1 pero a nadie le importó. En el momento en que el árbitro le muestra la tarjeta roja al francés -una manera de decir: la blandió lo suficientemente lejos como para no quedar en medio del tornado Cantona-, el comentarista de la transmisión inglesa dijo: “Y tenemos la tapa de los diarios de mañana”. Ese periodista se apresuró. El material para las tapas de varias semanas se produciría treinta segundos después.
Ferguson no se enteró de lo sucedido con el hincha hasta muchas horas después. Cuando llegó a la casa, el hijo le comentó. “¡Qué terrible lo de Eric!”. El padre respondió con lo habitual: el temperamento, la irresponsabilidad de dejar al equipo con uno menos, los dos puntos perdidos. Pero el hijo le aclaró que él se refería a lo que pasó después de la expulsión, a su mutación en Bruce Lee. Ferguson no sabía de qué estaba hablando y rechazó el VHS que su hijo le había grabado. Se fue a dormir. Pero no pudo hacerlo. A las 5 de la mañana se levantó y adelantó la grabación hasta el momento de la expulsión. Un minuto después había tomado la decisión irrevocable de dar de baja a Cantona, de echarlo del Manchester United. Pero con el correr de las horas, al ver la lapidación en la tapa de los tabloides, el pedido de la cabeza del jugador, cambió de idea. Se reunió con los directivos del club y consensuó que debían apoyar a Cantona. Darle una sanción interna, como una señal hacia la Liga, para morigerar la posible pena histórica con la que se especulaba. Dos meses de suspensión y una fuerte multa determinó el Manchester United.
¿Quién fue la víctima de la agresión? Un joven de 20 años, Matthew Simmons. Pero, ¿fue la víctima? Muy rápidamente se determinó que Simmons bajó once filas, hasta ponerse a la vera de la baranda, para insultar a Cantona. Una serie de fotos y el testimonio de sus compañeros de platea lo certificaron. The Sun, el diario sensacionalista, pagó por una nota exclusiva con él. Simmons se mostró indignado por la agresión y declaró que cuando el francés pasaba por su lugar le gritó: “Chau Eric. ¡Andate! Te bañás temprano hoy” (hubo una época que algunos árbitros al sacar la roja decían algo similar: “usted, a las duchas” mientras mostraba la tarjeta roja. Extraño giro idiomático-higiénico). Faltaba explicar porque había bajado todos esos escalones: “La situación justo me agarró yendo al baño. Estuve en el lugar equivocado en el momento equivocado”, se justificó. Algo extraño dado que el segundo tiempo recién comenzaba. La situación de Simmons se complicó a una velocidad inusitada. Con el correr de los días los periodistas fueron descubriendo su pasado. Era miembro de un partido fascista, de tendencias racistas y xenófobas, y había sido condenado por el robo a un negocio en el que había golpeado con saña al empleado proveniente de Sri Lanka que lo atendía.
Algunos de sus compañeros de platea, entre ellos una nena de ocho años, declararon que lo que el hombre gritó fue “Volvete a Francia, francés roñoso”. Los abogados del Manchester United insistieron que además agregó un grave insulto para la madre, también francesa, de Cantona. De repente, la causa tomaba un giro inesperado. Muchos lo trataban como un caso de xenofobia y racismo. Algo extraño tratándose de que la supuesta víctima era un millonario francés y blanco. Eran los mismos que unos pocos años antes, miraban en silencio como John Barnes, el genial wing negro que casi amarga a Argentina en el Mundial 86 en los 20 minutos finales, era hostigado en cada cancha, teniendo que llegar a soportar que una hinchada entera comiera bananas y lo tratara de mono. En ese caso, a lo sumo, se mencionaba el estoicismo del delantero.
Pero habían cambiado los tiempos en el fútbol inglés. Desde 1993 se jugaba la Premier League, ya no estaba Thatcher en el poder, habían sucedido las masacres de Heysel y Hillsborough, ahora las entradas eran caras, la televisión había ganado lugar y se pretendía erradicar a los hooligans. Había sido el cambio más radical en el fútbol inglés del último siglo. Por todo ello, el incidente de la patada de Cantona sirvió para aleccionar. El hincha sufrió una suspensión de un año para ingresar a los estadios y una multa de 500 libras. Cantona, luego de que durante días se barajaran las más temibles sanciones, fue suspendido por 9 meses, se le aplicó el máximo de la multa posible y recibió una pena de 14 días de prisión que luego mutó en 150 horas de trabajo comunitario. El Manchester United ese año sufrió la ausencia del crack. Pero con su regreso, en el 96 ganó dos títulos.
Steve Lindsell hacía unos años que trabajaba como fotógrafo. Esa noche era una más para él. Había ido detrás del arco de Schmeichel para obtener alguna toma que los otros no pudieran: casi todos seguían el ataque del Manchester United. Él consiguió la foto única, esa que se convierte en icónica, la que supera al video. En la filmación todo sucede demasiado rápido, imprecisamente. Sin embargo en la foto quedó perpetuado el momento exacto del impacto. Un extraño y único momento en el que la barbarie se fusiona con la belleza. Un salto grácil y agresivo, el impacto, la altura, el número 7 amarillo resaltando en el negro de la espalda, los vivos azules y amarillos del pantalón: el instante congelado. Hay que reparar en las caras de los que rodean a Simmons. Hay miedo, sorpresa, odio y hasta admiración. Un amplio espectro de reacciones como anticipando lo que iba a suceder en el siguiente cuarto de siglo con sus protagonistas y esta situación.
Cantona quebró un límite, saltó a la gradas, respondió una agresión. Hay una foto previa que registra una situación no percibida en el video. Uno de los empleados de seguridad le pone la mano en el pecho a Simmons como alejándolo. El joven está gritando, con la cara tensa y los ojos llenos de odio. Cantona está medio metro pasado de la posición de Simmons. Luego volvió sobre sus pasos y lo atacó. ¿Qué gritó Simmons? Poco importa. No parece que eso fuera determinante. Desde el mismo momento en que fue expulsado se ve a Cantona (esa sabia decisión del director de cámaras de seguirlo casi todo el tiempo) que está tratando de controlarse, que no sabe cómo reaccionar, que un volcán ha hecho erupción en su interior.
La otra cuestión es si los jugadores, los protagonistas de un espectáculo deportivo deben soportar cualquier tipo de agresión. Eso también se debatió durante semanas en Inglaterra. Los medios llegaron a consultar al escritor Julian Barnes. No parecía una mala decisión. Estaba en la cresta de la popularidad, era además el inglés más francófilo posible desde la publicación de El Loro de Flaubert: “Lo de Cantona fue un acto posmoderno”, dijo.
El historial de incidentes del francés era profuso y variado. Nunca uno de sus escándalos era igual al otro. En todos sus equipos había triunfado y de todos se había ido mal. No jugaba en la selección francesa porque dijo, por televisión y en horario central, que el DT Henri Michel "era un idiota". En el fútbol francés recibió varias sanciones largas. Por una patada criminal a un rival, por una trompada a un compañero, por tratar de imbéciles a cada uno de los miembros del Comité de Disciplina, por volear la pelota a la tribuna y tirar su camiseta al suelo cuando el técnico lo cambió en un amistoso. Ya en Inglaterra le pego un pelotazo a un árbitro y escupió en la cara a un rival.
Pero esa noche de enero de 1995 cruzó un nuevo límite.
Ya retirado, un periodista le preguntó por su momento más memorable en el fútbol. Eric respondió enseguida, sin dudar: “La patada de Kung Fu. Es algo que nadie había hecho nunca. Además, siempre es placentero pegarle a un fachista”. Cantona nunca se refirió a Simmons por su nombre; cada vez que lo tuvo que nombrar decía “el hooligan”.
Sus primeras declaraciones después del incidente fueron un extraño pedido de disculpas: “Pido perdón a todos, al Manchester United, a mis compañeros, a los fans, a la Liga y también quiero disculparme con la prostituta que compartió mi cama ayer a la noche”. Luego de ir a hacer su descargo ante el comité disciplinario se esperaba que brindara una conferencia de prensa formal. De traje se sentó ante una multitud de periodistas; lo escoltaban su abogado y una autoridad del club. Un papel con la declaración ya escrita (por alguien) estaba desplegado en el escritorio frente a él. Cantona, bajó la cabeza, pareció que iba a comenzar la lectura. Pero decidió improvisar. Primero sólo tres palabras en tono grave: “Cuando las gaviotas...”. Una pausa dramática, un sorbo del vaso de agua y continuó: “... siguen al barco es porque piensan que van a tirar las sardinas al mar. Muchas gracias”. Siempre con una sonrisa ladeada y llena de desdén se levantó y se retiró mientras de fondo se escuchaba alguna carcajada y el ruido de los flashes de los fotógrafos.
Pasados los años el incidente tomó otro cariz. Se convirtió en un mojón más en la carrera de Cantona. La clase, el cuello levantado, el pecho inflado, los goles hermosos, los títulos en cada club que jugó, sus reacciones estentóreas, la patada de Kung Fu. En ese tiempo era el jugador más emblemático de la flamante Premier League en la que todavía regía una restricción para extranjeros. Carisma, fútbol, imprevisibilidad y malas artes: era un combo fascinante. “Nitroglicerina humana”, lo llamó The Guardian. Nike no le quitó su patrocinio. Eran otros tiempos. En la actualidad eso hubiera ocurrido de inmediato. Por el contrario, la empresa redobló la apuesta en las publicidades que tenían a Eric de protagonista (la anterior había tenido gran impacto: “1966 fue un año muy importante para el fútbol inglés -eso fue el año en que Inglaterra ganó su único Mundial-. En 1966 nació Eric Cantona...”). En la que emitió después del incidente en la cancha del Crystal Palace, Cantona decía: “Pido disculpas por ... haber hecho sólo un gol el día que le hicimos 5 al City”.
Cuando le preguntan por qué lo hizo, por qué saltó y pegó esa patada digna de las artes marciales, Eric explica: “Porque había una baranda. De otro modo, tal vez, sólo le habría pegado una piña. Me agarró en un mal día, en otro momento quizás sigo de largo. La vida es extraña”.
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