Un viejo chiste que circula entre médicos dice que “el único que realmente conoce la causa de una muerte es el patólogo…, pero ya es demasiado tarde”.
La historia que sigue, muy lejos de ese chiste, no es la lucha bíblica entre el pequeño David y el gigante Goliat, pero se le parece en su esencia: la desigualdad. Un hombre contra un sistema, una muralla de intereses, un boicot, una campaña de calumnias…
Nigeria, septiembre de 1968. En plena guerra civil de su país nace Bennet Ifeakandu Omalu, sexto de siete hermanos, madre modista, padre ingeniero de minas y líder de su comunidad.
Bennet Omalu –así se llamará en el futuro– se gradúa de médico y cirujano en su tierra, año 1990, y logra una beca para estudiar epidemiología en la Universidad de Washington.
Cinco años después es médico interno residente en el Centro Hospitalario de Harlem –depende de la Universidad de Columbia–, y se especializa en anatomía patológica y patología clínica.
En adelante gana ocho títulos superiores, becas, cargos como investigador…
Rutina. De alto nivel, pero rutina al fin.
Hasta que en 2002 se encuentra con su destino. Mike Webster, jugador estrella de fútbol americano en los Pittsburgh Steelers, ganador de cuatro anillos Super Bowl, dueño de un sitial en el Salón de la Fama, muere solo, de un ataque al corazón, a los 50 años, el 24 de septiembre de 2002, en una casilla (había abandonado casa y familia), demente, consumido –sólo comía barras de chocolate y caramelos– después de años de batallar contra la discapacidad intelectual y cognitiva, tendencias autodestructivas, depresión, abuso de drogas e intentos de suicidio.
Entre otros desórdenes, decía “oigo voces que me ordenan matar a mi mujer”.
Su cadáver le llega a Bennet Omalu para la autopsia. Abierto su cráneo, descubre lesiones cerebrales que denuncian ETC (encelopatía traumática crónica), ya encontrada con frecuencia en boxeadores. Pero Bennet intuye que hay algo más…, investiga a fondo, con dinero de su bolsillo, y descubre huecos no revelados en los exámenes tomados en vida.
Al analizar esos estudios, el patólogo concluye que en quince años de carrera, el ídolo de las tribunas había recibido golpes en la cabeza similares a 25 mil accidentes leves de tránsito, lesiones propias de enfermos de Alzhéimer, y otras propias de una gran cantidad de boxeadores.
Convencido de la evidencia, publica su trabajo en la revista GQ…, y arde Troya.
La poderosa NFL (National Football League) Liga Nacional de Fútbol Americano, sale al cruce. Violencia y amenazas. Descrédito. Burla. (¿Quién es? ¿Qué sabe? ¿Quién le paga? ¿Qué pruebas tiene?)
Sus propios abogados le advierten: “Estás enfrentado a un negocio histórico, multimillonario, y el juego más popular de los Estados Unidos, practicado por niños, adolescentes, profesionales que ganan fortunas… Es como si quemaras la bandera norteamericana en el centro de una cancha”.
No exageran. Una final (Super Bowl) congela a cientos de millones de almas frente al televisor. Las empresas avisadoras pagan hasta 7 millones de dólares por 30 segundos en pantalla. Casi 30 millones de apostadores hacen su juego. Los players del equipo vencedor ganan 124 mil dólares por cabeza.
El viejo dilema entre el negocio y la verdad…
Sin embargo, Bennet sigue adelante. El juramento hipocrático pudo más. Sin apoyo material por parte del condado de Allegheny, Pennsilvania, en cuya oficina trabaja, arma un laboratorio en su casa, otra vez pagado por su bolsillo, y empieza a analizar cerebros de jugadores muertos súbita y tempranamente.
Comprueba, por ejemplo, que Terry Long se suicidó tomando anticongelante (tenía apenas 45 años). Que Andre Waters se mató de un tiro a los 44 (la NFL le negó la pensión por invalidez pese a años de reclamos). Que Justin Strzelczyk (36) murió en un choque luego de que su camioneta se incendiara. Pero varias veces dijo que oía voces…
En total y en esa primera etapa, 17 casos de muertes, y 17 cerebros con las mismas anomalías.
En 2006, Bennet volvió a la carga y publicó esos resultados, pero la NFL respondió como siempre: negando lo evidente. Su comité médico informó que esas lesiones cerebrales “sólo se encontraron en boxeadores y jinetes”.
Pero la denuncia y su negativa desataron una ola de demandas. Jugadores que acusaron a la NFL “por no cuidarnos”. Hasta hace pocos días, 4.500 denunciantes esperaban juicio o arreglo extrajudicial. Ola imparable. Varias investigaciones comprobaron que, cada año, los jugadores que actúan en los puestos de mayor violencia reciben entre un millón y medio y casi cuatro millones de golpes en la cabeza, y casi un 20 por ciento de ellos sufrió encefalopatía traumática crónica.
Por fin, en 2009, ante la ya indiscutible evidencia científica y la imparable avalancha de demandas, la NFL rindió su bandera: su departamento médico reconoció la tarea de Bennet, y la indiscutible relación entre los golpes en la cabeza y ese tipo de encefalopatía…, qué (curiosamente) sólo se detectan post mortem. Los huecos no aparecen en los estudios en vida…
No obstante, una cifra es más que contundente: 110 de los 111 jugadores analizados luego de su muerte sufrían encefalopatía traumática crónica.
Sin embargo, y pese a las promesas de la NFL, la prevención no es fácil. Evitar esas lesiones implica cambiar las reglas del juego. Penar la violencia de ciertas jugadas. Usar cascos especiales que atenúen el impacto en la cabeza…
Pero los puristas refunfuñan: “El fútbol americano es lo que es, y jamás se convertirá en un juego de señoritas”.
Bennet Omalu es hoy investigador médico jefe del Condado de San Joaquín, California, y profesor de la universidad del mismo estado. Tiene doble nacionalidad: nigeriana y norteamericana.
Vive allí con Prema Mutiso, nigeriana, y sus dos hijos: Ashly y Mark.
Su historia ha llegado al cine. El film se llama Concussion (golpe, trauma), y el rol de Bennet lo encarna Will Smith. En español se titula La Verdad Oculta.
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