1981. Partido de primera ronda de Wimbledon. El año anterior, John McEnroe, había perdido la final en un partido épico frente a Borg. El rival era Tom Gullikson, un jugador que no podía hacerle sombre a "Big Mac". El encuentro recién empezaba. Los jugadores ni siquiera habían tenido el primer descanso. Iban 1-1 en el primer set cuando McEnroe metió un saque veloz. Luego de impactar la pelota, salió despedido hacia la red. Pero a los pocos pasos detuvo su carrera, el rival no se había movido. Sin embargo con el giro hacia la línea de base para realizar un nuevo saque, internalizó el grito que había llegado del fondo de la cancha. ¡No! Ese alarido fue como un bofetada para él. Primero se quedó quieto, tratando de comprender, absorto. Miró, incrédulo, al umpire, que movió su cola en la alta silla de madera: recién en ese instante se percató de lo incómoda que era (ya no encontraría forma de estar confortable por el próximo par de horas).
— Fue buena, le dijo McEnroe al umpire sin levantar la voz, entre molesto y sorprendido.
— El juez de línea marcó otra cosa, Señor McEnroe. Fue mala. Segundo saque.
El umpire respondió con el tono más neutro posible y alejando la boca del micrófono, como si el hecho de que los espectadores no escucharan la respuesta pudiera prevenir el desplante del tenista. McEnroe utilizó un recurso habitual en sus discusiones, una pregunta retórica, como si usara esos segundos para ganar tiempo, como si quisiera darle tiempo a su interlocutor a retractarse, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. No esperó la respuesta del umpire.
— El polvo (de la línea pintada sobre el césped) se levantó por todo el lugar. No podés estar hablando en serio, dijo McEnroe.
Luego llegó lo que todos esperaban: la explosión. Y el énfasis que convirtió un enojo, un exabrupto en una frase célebre. Siguió, John McEnroe a los gritos:
— ¡NO PODÉS ESTAR HABLANDO EN SERIO! (¡YOU CANNOT BE SERIOUS!).
Enfurecido, ya no pudo parar. Se siguió quejando entre alaridos:
— La pelota picó entera en la línea. ¿No viste el polvo volar por todo el lugar? ¿Cómo pudiste cantar mala? Ustedes son lo peor del mundo, lo más bajo.
Dicho esto, giró y se dispuso a sacar. Lo hizo sólo cuando los abucheos del atildado público londinense se apagaron. Luego con tres saques estupendos y tres voleas ganó el game.
John McEnroe fue un artista con raqueta. Un iracundo tenista que elevó el tenis a otra condición, que marcó un cambio de época. Sus berrinches, caprichos e insultos no lograron opacar una carrera extraordinaria. Su personalidad irascible ponía a los espectadores en una disyuntiva. Amar al jugador imaginativo y lúcido, u odiar al maleducado y prepotente gritón que no tenía inconvenientes en meterse con umpires, jueces de líneas, fotógrafos, público y rivales.
El tenis, el deporte blanco, un ambiente de caballeros, sin embargo tenía antecedentes de conductas abusivas en el court. El de McEnroe era un linaje al que pertenecían, entre otros, Ion Tiriac, Illie Nastase y Jimmy Connors. No era una novedad.
En la figura de McEnroe se puede resumir el tenis de los ochenta. Cierto que están los últimos años de Connors, Lendl, el estertor de Borg, Becker y los jóvenes suecos. Pero quien ilustra la época, quien la signa y determina, el genio, es John McEnroe. Su aparición marca un quiebre. El juego frío, calculado y perfecto de Borg y de Vilas se ve reemplazado por la agresividad, sofisticación y audacia de "Big Mac". Todo es naturalidad y talento, no hay premeditación. Es un músico de jazz con zapatillas, improvisando y buscando que la inspiración le haga surgir los mejores golpes. Un revés prodigioso, poco ortodoxo, engañoso, que no permitía conocer sus intenciones hasta el último instante. Sus golpes ampliaron la cancha, corrieron las líneas, descubrieron nuevos ángulos, imposibles e inimaginables hasta el momento.
Su saque, efectivo y dominante, era una rareza. Los pies paralelos a la línea, de espadas al oponente, la pelota hacia adelante, torsión de casi 180 grados del cuerpo, flexión de piernas y un salto felino hacia adelante que lo impulsa contra la red, como si la inercia no pudiera ser derrotada. Y en caso de que el rival devolviera, llegaba lo mejor del repertorio. La volea sensible, el toque delicado, siempre controlado y armónico. Si los tenistas fueran súperhéroes, el súper poder de McEnroe estaría alojado en su muñeca.
En 1977 su aparición sorprendió al mundo. Desde la clasificación llegó hasta las semifinales de Wimbledon. Con 18 años todavía era apocado y no se atrevía a faltarle el respeto a sus mayores. Logró ubicarse entre los monstruos sagrados. Al sexto partido en la Catedral ese año junto a él llegaron Borg, Connors y Vilas. A partir del año siguiente comenzó a ganar torneos y a meterse en la pelea. Borg era su gran rival. En 1980 jugaron uno de los mejores partidos de la historia en la final de Wimbledon (que se convirtió recientemente en película). Frente al sueco su conducta siempre era ejemplar. Después de ese partido, de esa derrota, McEnroe dominó los cruces con Borg y lo derrotó en varias finales de Grand Slam. Un año después Borg se retiró y McEnroe sintió su ausencia: "Después de que en el 81 le gané a Bjorn las finales de Wimbledon y del U.S. Open, él se retiró. Para mí fue devastador. Me dejó vació. Obvio que había otros grandes duelos: Connors y Lendl por ejemplo. Pero Borg era diferente. Nuestros estilos eran tan distintos, nuestras personalidades tan diferentes. No teníamos nada que decirnos", afirmó McEnroe hace unos años.
Los deportistas individuales, en especial los tenistas, los ajedrecistas y los boxeadores, necesitan de la confrontación. No pueden triunfar en la soledad. Para alcanzar la cúspide, para llegar a lo sublime requieren un oponente a su altura, que los enaltezca, que los exija, que saque lo mejor de ellos, que les demuestre de qué son capaces. Allí están Alí y Frazier, Lauda y Hunt, Karpov y Kasparov, y desde hace más de una década el trinomio Nole, Rafa y Roger para demostrarlo. Los grandes enfrentamientos deportivos tienen algo de Western. Son dos que están frente a frente, solos, con todo el pasado en sus espaldas, con heridas que no van a curar y que cada vez que se ven las caras parecen enfrentar un asunto de vida o muerte.
McEnroe estableció otro paradigma. Su época fue la de "El tenis en el tiempo de la cólera". Era el tenista irascible, furioso. Había un momento, la antesala antes de la tormenta, al que podríamos llamar el Momento You cannot serious: luego de un fallo en su contra quedaba inmóvil, los brazos en la cintura, los ojos desorbitados, las fosas nasales ensanchándose; la indignación lo dominaba, la ira se instalaba en su cuerpo, la incredulidad brotaba (debe reconocerse que la mayoría de las veces tenía razón, poseía otra virtud a veces olvidada: tenía vista de lince) y comenzaba una discusión que parecía no iba a tener fin, con el tono de voz que se elevaba en cada frase; solía desmerecer a su interlocutor, pedir con algún superior, insultaba, menospreciaba, degradaba; y hacía preguntas, siempre retóricas: él ya tenía las respuestas.
Esa paranoia, ese sentir que siempre sufría injusticias, que las arbitrariedades se alineaban en su contra era combustible para su juego y su temperamento. Y veneno para el rival. El clima del partido quedaba desvirtuado y McEnroe, furioso y desbordado se adueñaba del alma y de la cabeza del contrincante. Convivir con McEnroe en un court (enfrentarlo o arbitrarlo) podía convertirse en una experiencia de guerra. Convertía la cancha en Camboya.
Serge Daney, el crítico de cine francés, lo explicó a la perfección: "McEnroe es, decididamente, un jugador apasionante. Sólo juega bien cuando todo el mundo está en su contra. La hostilidad es su droga. Necesita que los árbitros, las líneas, la red, el juez de red, el público lo amenacen y lo obliguen a ganar, que le provean la sensación de estar contra la espalda y la pared".
No estar siempre en control, tal vez, era lo que lo hacía ganar. Esa furia, esa fuerza interna que no podía manejar lo impulsaba. Y su miedo a perder. En el triunfo de Wimbledon 81 festeja con alegría y desahogo: había vencido a su fantasma, se había sacado un terrible peso de encima. Pero, por lo general, no era demasiado efusivo en las victorias. En cambio, la desazón en las derrotas no la podía ocultar. Quedaba abatido en la silla, sin poder levantar la cabeza, destruido, doblado sobre sí mismo, flagelándose por las ocasiones (siempre las tenía) perdidas. 1984 fue su año mágico. Se quedó con Wimbledon y el U.S.Open y obtuvo el mayor porcentaje de victorias de un tenista en la era moderna. Más del 96%. 82 victorias y 3 derrotas. Una de esas tres fue frente a Ivan Lendl en la final de Roland Garros en otra batalla con ribetes épicos a cinco sets. Hace unos años, mientras comentaba el torneo francés para la televisión norteamericana, McEnroe declaró: "Me sigue costando comentar Roland Garros. Todavía tengo días en los que me siento mal al ver la cancha y sus tribunas. Me duele la panza sólo por estar ahí y pensando en ese partido. Pensando en las chances que no aproveché. Y lo diferente que habría sido mi vida si hubiese ganado". El peso de la derrota, de una derrota entre muchísimas victorias, lo sigue sintiendo. No le importa haber sido el mejor del mundo cuatro años, o haberse quedado con siete Grand Slams, cinco Copa Davis, 77 títulos en singles y 78 en dobles.
Porque no se debe olvidar que, también, fue un formidable doblista por tres grandes razones: su saque, su volea y sus pocas ganas de entrenar. Prefería jugar, jugar todo el tiempo que entrenar. A la pereza se imponía su carácter competitivo. Su compañero de dupla en la mayoría de sus triunfos fue el espigado, rubio y desabrido Peter Fleming. Un periodista, hace pocos años, le preguntó a Fleming que se sentía haber sido parte del mejor dobles de la historia. "El mejor dobles de la historia está integrado por John McEnroe y por cualquier otro", respondió Fleming.
En McEnroe había también una emocionante y a la vez inquietante búsqueda de la perfección. Tal vez el tenis sea el deporte en el que más se note esa inclinación y el que provoque la mayor alienación. La necesidad de silencio y concentración, los ritos repetidos milimétricamente antes del saque, la competencia permanente ayudan. Y frustran. Por distintos caminos varios tenistas a lo largo de la historia fueron detrás de ese santo grial, de la perfección imposible. Cada uno con sus armas. Vilas y su obstinación, Borg y su juego hierático, McEnroe y su ira, Federer y su precisión, Nadal y su pasión.
En 1986 se tomó un tiempo sabático. Ya no fue el mismo a su regreso. Seguía estando un artista pero ya le fue imposible imponerse en los grandes torneos. Se casó con Tatum O'Neall y con ella tuvo tres hijos, excesos y varias peleas. Ella había ganado un Oscar a los 10 años por su papel en Paper Moon. Desde ese momento vivió en un vértigo constante. A los 15 comenzó su escarceo con las drogas. Cuando conoció a McEnroe parecía que ya había vivido todo lo que tenía que vivir y que nada la podía sorprender o impactar. Excepto, claro está, John McEnroe.
Para describir sus últimos años en el Circuito, "Big Mac" ( o "Big Brat" -gran mocoso- como lo apodaron algunos periodistas) volvió a recurrir a su gran rival como referencia: "Tal vez Borg haya acertado cuando decidió irse súbitamente con la gente queriendo más de él. Yo prefería otro camino. Una mediocridad con categoría para los últimos cinco años de carrera". Así y todo en 1992 logró volver a las semifinales de Wimbledon. Y también supo tener un último gran escándalo. En el Open de Australia en 1991, un torneo que no jugó con asiduidad y que siempre le fue esquivo, venía a paso firme. En los octavos de final su rival era el sueco Michael Perfors. MacEnroe ganaba dos set a uno cuando una jueza de línea le cantó mala una pelota. Antes de empezar el siguiente game se paró ante ella, a menos de medio metro de distancia, y mirándola fijo y con todo el desprecio posible hizo picar la pelota varias veces en su raqueta. Un desafío y un gesto -uno más- de mala educación. El árbitro le aplicó una advertencia. Pocos puntos después el sueco se puso break point luego de que el norteamericano dejara la pelota en la red. La frustración hizo que tirara la raqueta contra el piso. algo que era una práctica habitual en él. El sonido del marco rompiéndose se escuchó con claridad. El umpire le aplicó otra advertencia que por reglamento le hacía perder un punto y por consiguiente el game. Allí se desató un pandemonium. McEnroe discutía una argucia técnica. Decía que su raqueta sólo se había rajado y que el siguiente punto él jugaría con la misma. El umpire, con razón, decía que la sanción era autómatica, que no había margen para la interpretación: abuso de raqueta. La ira de McEnroe no le permitió recordar que habían cambiado las normas unos meses antes. Se había eliminado un escalón de sanciones. De la pérdida del punto se pasaba a la descalificación. Ya no había cuatro instancias (advertencia, pérdida de punto, pérdida de game y descalificación). Se acercó a mediar el juez general del torneo. pero con otras palabras sostuvo la decisión anterior. En ese momento, mientras volvía a la cancha, McEnroe insultó a viva voz al árbitro general. La eliminación fue inmediata. Y a pocos games de llegar a los cuartos de final de un Grand Slam debió irse al vestuario derrotado. Fue el primer jugador de elite descalificado en un gran torneo.
A los sesenta años McEnroe sigue jugando en el circuito de leyendas (también enojándose y peleando), comenta tenis por televisión, maneja sus inversiones y hasta grabó en el disco solista de Chrissie Hynde, la ex The Pretenders. Tiene seis hijos y está casado con la cantante Patty Smyth (a quien decididamente le gustan las emociones fuertes y los hombres con carácter: su anterior esposo fue Richard Hell, el músico punk). El legado de John McEnroe, más allá de los desplantes y berrinches, es un tenis distinto, con belleza atlética, tácticas kamikazes y voracidad competitiva. Nadie que lo haya visto jugar, nadie que haya gozado de ese privilegio, podrá olvidarlo.
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