Al comenzar el siglo XXI, el arte indígena canadiense se encontraba en un pico de valoración y reconocimiento sin precedentes, personificado en la figura de Norval Morrisseau, un artista Anishinaabe apodado como “el Picasso del Norte” que había creado un puente entre las tradiciones europeas e indígenas a través de la Escuela de Arte de los Bosques. Morrisseau no solo logró sobrepasar las fronteras de su comunidad sino que también se consolidó como un pilar en la Galería Nacional de Canadá: fue el primer pintor indígena en hacer allí una muestra individual. Su obra rescataba y preservaba una riqueza cultural que había estado al borde de ser silenciada.
A la vez, Morisseau fue el protagonista de un escándalo sin precedentes. Corría el año 2001 cuando el artista descubrió que una casa de subastas en Toronto había comercializado 23 de sus obras sin su consentimiento. Poco tardó en comprender que se trataba de falsificaciones. “No pinté esos acrílicos,” declaró en una carta, reproducida por Smithsonian Magazine.
Pero las obras que Morrisseau negaba haber pintado habían sido vendidas como auténticas por un subastador que aseguró no tener razones: ya había comercializado 800 más, sin una sola queja de los compradores. La voz del artista, gravemente afectada por la enfermedad de Parkinson, se elevó no solo en defensa de su legado, sino también de la integridad del arte indígena. La respuesta de la ley frente a su clamor fue casi nula.
No sería sino hasta años después de la muerte de Morrisseau, en 2007, cuando un grupo de investigadores, encabezados por un detective de homicidios de Thunder Bay, Ontario, se abocaría a destapar la escala de este engaño. Lo que hallaron fue sorprendente: el fraude no solo era extenso en número, sino también en ganancias, elevándose posiblemente al mayor fraude artístico jamás visto, no solo en Canadá sino en el mundo.
En 2001, la Real Policía Montada de Canadá (RCMP por sus siglas en inglés) cerró el capítulo sin identificar evidencia definitiva que respaldara las acusaciones del artista. Pero en 2019 un giro inesperado en la trama volvió a poner los focos sobre el caso. Al frente de esta nueva etapa en la pesquisa estuvo un detective de homicidios de Thunder Bay, Ontario, cuyo enfoque crítico y metodología refinada, posiblemente inspirados por su experiencia en ámbitos completamente ajenos al arte, comenzaron a desenredar la compleja madeja criminal.
Jason Rybak vio un documental sobre el misterio, No hay falsificaciones, y pensó en insuflar nueva vida al caso. Él se dio cuenta de que, para entender realmente la magnitud de la operación, tenía que seguir el rastro del dinero, los falsificadores y las ventas. Así logró exponer la magnitud del fraude que había plagado el legado de Morrisseau durante años.
Rybak empleó un enfoque metódico, reminiscente de su experiencia en casos de homicidio, para reabrir la investigación inconclusa. Comenzó a reconstruir meticulosamente la vida y la obra de Morrisseau, y a cruzar esta información con los registros de compra y venta de obras de arte presuntamente creadas por el artista. Junto a un equipo de investigadores y apoyados en ocasiones por la Asociación del Patrimonio de Norval Morrisseau y varios coleccionistas afectados, incluido Kevin Hearn del grupo Barenaked Ladies, descubrió discrepancias e irregularidades.
Su labor, apoyada por la exploración de demandas civiles y la acumulación de pruebas, puso al descubierto un mecanismo de fraude operativo durante décadas, y que había implicado la falsificación y venta de cientos, o acaso miles, de obras falsamente atribuidas a Morrisseau.
Gary Lamont y David Voss emergieron como figuras centrales en esta trama. Según la investigación, estuvieron implicados en la producción y distribución de obras falsificadas a gran escala, muchas de las cuales se vendían como auténticas a coleccionistas desprevenidos en todo el mundo. La investigación reveló que Lamont y Voss no operaban solos: lideraban un entramado que involucraba a otros miembros activos en distintas fases del proceso de fraude, desde la pintura hasta la venta final.
Rybak, casi como un biógrafo, siguió la vida nómada de Morrisseau y entrevistó a muchos de los que cruzaron caminos con el artista. Logró así establecer que, contra las afirmaciones de ciertas galerías, Morrisseau no pudo haber producido las impresiones que se vendían bajo su nombre en las décadas de los 70 y 80. Durante esos años no trabajaba tanto, y cuando lo hacía su enfoque artístico era significativamente diferente al de los acrílicos vendidos.
El detective y su equipo desarrollaron una práctica de discernimiento casi artístico: se convirtieron en críticos e historiadores, aprendieron a distinguir las técnicas y estilos de Morrisseau a través del tiempo. Esta capacidad para identificar las discrepancias estilísticas proveyó la herramienta necesaria para comenzar a separar las verdaderas obras de las falsificaciones. Con el apoyo de los recursos policiales provinciales de Canadá e incluso en el equipo de fraude artístico del FBI, logró establecer conexiones que iban más allá de las fronteras de Ontario y Alberta.
David Voss, según las conclusiones de Rybak, había orquestado este engaño alrededor de 1996, poniendo en marcha una operación creaba estas obras y las consignaba. Gary Lamont, por otro lado, parecía observado este fraude y en 2002 inició su propio círculo de falsificación, un impulso de expansión de este mercado ilícito. Lamont, con astucia, puso en su website fotografías que lo mostraban con Morrisseau, una forma de validación para los compradores potenciales.
La trama se complicó con la aparición de un tercer cómplice, anónimo por haber muerto antes de poder ser acusado, quien expandió el fraude por el sur de Ontario con un tercer anillo de falsificación alrededor de 2008.
Las pruebas recabadas mostraron que todas las operaciones sumadas manufacturaron posiblemente decenas de miles de obras falsas, con ganancias de decenas de millones de dólares, de los que Morrisseau no recibió un centavo. Los allanamientos realizados por la policía de Thunder Bay en las residencias de Lamont y Voss, donde se descubrieron centenares de obras falsas, puso en perspectiva la magnitud de la operación.
Lo más inquietante fue descubrir que incluso reconocidas instituciones artísticas habían sido víctimas de este fraude, y habían exhibido o adquirido obras falsas bajo la creencia de que eran genuinas. Este capítulo culminó con la acusación formal y arresto de ocho implicados en los anillos de fraude, con Lamont y Voss entre los acusados principales, con cargos que abarcaban desde la falsificación hasta el fraude y posesión de propiedad robada con intención de venta.
Lamont, acaso el actor principal de la extensa red de engaños, reconoció su papel: se manifestó “muy arrepentido y compungido” por sus acciones y se declaró culpable de defraudar al público por más de 5.000 dólares canadienses. La cifra, si bien distante de la realidad, bastó para que Lamont recibiera una condena a cinco años de cárcel.
La operación de Rybak, que se extendió por más de dos años y medio e involucró casi a 100 oficiales que entrevistaron a más de 270 personas, confiscó 1.000 obras falsificadas, una muestra de la vastedad del caso que entró en la historia de las estafas de arte mayores.
Morrisseau murió sin conocer la enormidad del fraude, sumergido en la injusticia de una primera investigación sin conclusiones. “El Picasso del Norte” había nacido en la década de 1930, en la espesura de los bosques que rodean Thunder Bay. Criado por sus abuelos en una reserva angosta y sometida, Morrisseau absorbió la dualidad de un mundo donde la espiritualidad y la cotidianidad se entrelazaban; su abuela, devota católica, y su abuelo, un chamán, le inculcaron una perspectiva plural de la existencia humana y espiritual.
La tragedia de las escuelas residenciales, esas instituciones creadas para asimilar forzosamente a los niños indígenas a la cultura dominante blanca y cristiana en Canadá, no pasó por alto a Morrisseau. A los seis años fue arrancado de su entorno familiar y sumergido en un sistema donde el abuso —físico, emocional y sexual— era moneda corriente. Estas experiencias marcaron a Morrisseau.
Al regresar a la reserva de sus abuelos, Morrisseau halló en el dibujo y la pintura un refugio y una forma de resistencia. Pese a las restricciones culturales impuestas tanto por las autoridades canadienses como por su propio pueblo, que veía con malos ojos la representación visual de las tradiciones sagradas Anishinaabe, Morrisseau creó un estilo completamente nuevo, más tarde conocido como la Escuela de Arte de los Bosques. Sus obras, repletas de color y vida, representaban un cosmos donde humanos, animales y plantas comparten un mismo plano espiritual, visible gracias a su singular uso de líneas negras.
El reconocimiento no tardó en llegar. En 1962, Morrisseau irrumpió en la escena artística de Toronto, al presentar su obra en una galería contemporánea: fue el primer pintor indígena en lograrlo. Todas las piezas se vendieron el primer día.
Morrisseau navegó el estrellato con una mezcla de indiferencia hacia el materialismo y una dedicada pasión por el acto de crear. Este desinterés le llevó, en ocasiones, por caminos oscuros, como su vinculación con la mafia, que explotó su nombre y talento.
El fraude del que fue víctima al final de su vida tuvo un impacto decisivo en el mercado del arte, e impuso un velo de desconfianza sobre las obras que llevan su nombre. Coleccionistas y galerías, anteriormente ávidos por adquirir piezas de la Escuela de Arte de los Bosques, ahora enfrentan el dilema de validar doblemente la autenticidad de cada obra. Esto ha enfriado no solo el mercado de Morrisseau sino también el de otros artistas indígenas.
En términos culturales, el daño fue igualmente significativo. Morrisseau, a través de su arte, buscaba tender un puente entre la cultura indígena y el resto del mundo, como una ventana a las ricas tradiciones de los Anishinaabe. Las falsificaciones, al carecer de la conexión genuina y el entendimiento profundo de estas tradiciones, trivializan y comercializan elementos sagrados de la cultura indígena, lo cual perpetúa su marginación.