En The Expanded Mind (Mariner Books), Annie Murphy Paul argumenta que la inteligencia depende siempre del contexto. El pensamiento ocurre tanto dentro como fuera del cerebro, en la interacción con personas y espacios. Cuanto más difundimos y discutimos la información y las ideas, cuanto más las espacializamos, más brillantes son nuestras obras, nuestros logros. La inteligencia y la creatividad son siempre performáticas y colectivas.
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The Bear, la serie de Christopher Storer para FX (disponible en América latina en Star + y en España en Disney +), ha convertido esa expansión mental en su argumento narrativo. Carmen Berzatto es un cocinero que ha trabajado en algunos de los mejores restaurantes del mundo. Cuando regresa a Chicago para ocuparse del negocio familiar de bocadillos y platos sencillos, tras el suicidio de su hermano, pone en marcha un proceso de transformación profunda, que pasa necesariamente por compartir sus conocimientos y generar nuevas dinámicas laborales.
El miedo y la resistencia al cambio provocan tensiones previsibles. Pero The Bear va más allá de la tensión narrativa que precisa todo relato y nos sumerge en las tensiones existenciales de sus protagonistas, que son espejos de las nuestras. El capitalismo genera campos magnéticos que nos presionan desde diversos flancos. Somos sujetos productivos y autoevaluativos, constantemente amenazados por la precariedad y el desempleo. Personas que hacen malabarismos para conciliar los afectos con las obligaciones, el placer y el ocio con la subsistencia. Con muchísimo esfuerzo.
Si en la primera temporada se selló la alianza profesional entre Carmy y la joven y talentosa Sydney Adamu, y The Beef se convirtió en un restaurante decente y efectivo; en la segunda se triplica la apuesta con su metamorfosis radical en un establecimiento de alta cocina, llamado The Bear, que aspira a una estrella Michelin. Para ello, al tiempo que se derriban paredes, se adquiere tecnología sofisticada y se consiguen permisos oficiales, los personajes que no estaban al nivel de Carmy y Sydney hacen prácticas y cursos. Se reciclan profesional y emocionalmente.
Con tesón, esfuerzo y un poco de magia, logran superar sus limitaciones y remodelar sus estructuras internas. El movimiento de esos engranajes da lugar a algunos de los pasajes más bellos de la serie. Mediante una edición poética –que recuerda a la de algunos momentos de Transparent–, lo que el personaje aprende en la cocina, observa en panaderías o restaurantes o ve en los paisajes por los que pasea se combina con fotografías de su infancia, flashbacks de la propia serie o apuntes en un cuaderno.
Las mejores recetas del nuevo menú de The Bear combinan esos elementos: la historia personal, la arquitectura circundante, las ideas que se han ido anotando durante las semanas o meses que dura el momento eureka.
Aunque la receta o la decisión personal que han surgido del proceso creativo fracasen, el espectador tiene claro que el fracaso de hoy es una fase del éxito futuro. Un éxito que solamente puede ser colectivo. Un éxito que Sydney y Carmen no pueden o no saben disfrutar, por su exigencia extrema, su adicción al trabajo, sus problemas de salud mental. A través de ellos las preguntas que afectan a los protagonistas de The Bear se elevan hasta afectarnos a todos.
¿Es el sistema de las estrellas, que inventó la Guía Michelin hace casi un siglo, un precedente de nuestra lógica actual de evaluación cuantitativa, que atraviesa todo el capitalismo de plataformas? ¿Es compatible la articulación de la sociedad actual con el bienestar psíquico? ¿Es posible la excelencia sin la autoflagelación y el desgaste de tus seres queridos? ¿Hasta qué punto puedes escapar de tu origen social y familiar, que es también un útero psicológico? ¿Cuáles son los límites de la inspiración de un líder individual o un modelo colectivo?
Aunque la segunda temporada deje claro que la gastronomía de alta gama norteamericana ha seguido el camino abierto por los chefs y los restaurantes punteros europeos (en un episodio incluso aparece Noma, de Copenhague), jugando con el contraste entre el hiperlocalismo del ciudadano estadounidense medio y el cosmopolitismo de su elite creativa, el modelo metafórico que recorre la serie es el baloncesto.
Para su nuevo rol de jefe de cocina, Sydney lee, estudia Leading with the Heart: Coach K’s Successful Strategies for BasketbSall, Business, and Life (Grand Central Publishing), del seleccionador nacional Mike “Coach K” Krzyzewski, que nació en Chicago. Hay varias referencias verbales al deporte de Michael Jordan. Pero sobre todo hay un detalle revelador y aspiracional: en el momento de la verdad, cuando Richie debe decidir si se reinventa o no profesional y vitalmente, se pone una cazadora de los Chicago Bulls.
Sabemos por The Last Dance, la maravillosa e intensa serie documental sobre los triunfos históricos de ese equipo durante los años 90, que se debieron a un liderazgo superlativo de Phil Jackson, las capacidades superhumanas de Jordan, el trabajo colectivo del resto de los jugadores (Scottie Pippen, Dennis Rodman…) y una estructura empresarial sólida. Pero que no estuvieron exentos de graves tensiones.
La tensión es, sin duda, el elemento fundamental de The Bear. Por eso la serie, con sus capítulos de media hora, tiene el ritmo de un thriller existencial, en el cual los ritmos y la física de la cocina –la cuenta atrás, la combustión, los pitidos– sintonizan con los humanos –las prisas, los errores, los miedos, los gritos–, creando unas coreografías con frenesí de montaña rusa.
Aunque ese compás frenético marca toda la serie, se hace particularmente intenso en el episodio 7 de la primera temporada, “Review”, un vertiginoso plano secuencia de 18 minutos rodado en la cocina de The Beef, y en el sexto de la segunda, “Fishes”, que dura una hora y nos traslada a una cena familiar de Navidad del pasado, para que entendamos de dónde vienen los traumas y el estrés de Carmy, su hermana y su primo Richie. Dos memorables ollas a presión narrativas, sonoras y visuales.
En el resto de capítulos el espectador dispone de más minutos para respirar, sonreír e incluso enamorarse de la fragilidad o la ternura de los personajes, que se cuidan y se quieren a pesar de todo. Por eso Claire, el viejo amor imposible de Carmy, es médico. Porque el restaurante y el hospital, pese a sus jerarquías y sus mecanismos foucaltianos, comparten un mismo impulso: el de la hospitalidad, el cuidado.
Entre la confrontación y el amor, el trabajo y la familia, la ansiedad y la cultura de la terapia, la serie se tensa y se relaja para respirar o latir al ritmo de la vida, gracias a un difícil equilibrio entre guion, dirección, performance, música y montaje. Logra la excelencia mediante un trabajo en equipo, una mente expandida.
También el restaurante puede alcanzar ese virtuosismo. Pero sus líderes son incapaces de verlo y, sobre todo, de disfrutarlo. Tanto Sydney como Carmy padecen anhedonia, una dolencia vinculada con la depresión, caracterizada por la pérdida de interés o placer en ciertas actividades. Insomnes, obsesivos, sólo vibran con el trabajo y, paradójicamente, no pueden relajarse, felicitarse, ser felices cuando logran triunfar en él.
“Sería ingenuo imaginar que esta ‘corriente subterránea de debilitamiento y ansiedad’ es un efecto colateral no buscado de la imposición de estos mecanismos de autovigilancia”, afirma Mark Fisher en Realismo capitalista (Caja Negra). La autoexigencia se confunde con la autoexplotación. El capitalismo nos convierte a todos en animales para siempre insatisfechos. Ha conseguido, nos dice The Bear, que tu peor enemigo seas tú.
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