Como correlato de la dupla individuo-sociedad en las ciencias humanas, en el mundo del arte y en particular del análisis y la crítica de las expresiones artísticas, siempre ha estado presente la necesidad de delimitar cuánto una obra es expresión de la personalidad y del derrotero vital y subjetivo de su autor, y en cuánto deja traslucir el contexto social y político, es decir, las “condiciones de producción”.
Un buen ejemplo de esta tensión –sobre todo por el modo en que se ha popularizado a lo largo del tiempo uno de sus abordajes- ha sido la tercera de las nueve sinfonías de Ludwig van Beethoven, estrenada en 1805. Detrás del subtítulo con el que se la conoce -“Heroica”- esta obra refleja el modo en que uno de aquellos términos –los contextuales- culminó inclinando la balanza, al menos para el gran público, más hacia el polo de los aspectos públicos y menos hacia el de los privados y puramente subjetivos. Posiciones desbalanceadas de este tipo terminan atentando contra una comprensión más rica y compleja de la labor de un creador (si nos colocamos del lado del “emisor”) y también contra la posibilidad, concomitante, de disfrutarla más (ahora puesta la vista en el “receptor”).
De la angustia personal a la desilusión política
En la reconstrucción de la concepción de la sinfonía opus 55, la famosa –y furibunda, según la leyenda pero también los documentos- decisión de Beethoven de tachar la dedicatoria de la obra a Napoleón Bonaparte luego de su proclamación como emperador, impuso casi de modo excluyente la comprensión de la misma desde el cristal del compromiso del autor con la vida pública de su época. Más aún –algo que en buena medida volvería a ocurrir con la Novena- con la identificación del músico con las ideas republicanas. Contribuyó a ello el testimonio de Ferdinand Ries, secretario y asistente del músico: “En esta sinfonía, Beethoven se había propuesto como protagonista a Bonaparte, en la época en que este era todavía primer cónsul. Hasta entonces, Beethoven le hacía un caso extraordinario y veía en él a alguien idéntico a los grandes cónsules romanos. […]. Fui el primero en llevar a Beethoven la noticia de que Bonaparte se había declarado emperador. Al oírlo se encolerizó y gritó: “No es más un hombre vulgar!”. Ahora va a pisotear todos los derechos humanos, no obedecerá más que a su ambición; ¡querrá elevarse por encima de los demás, y se convertirá en un tirano!”. Se dirigió a su mesa, cogió la hoja del título, la rompió y la tiró al suelo. La primera página fue escrita de nuevo, y entonces la sinfonía recibió por primera vez su nombre: Sinfonía Eroïca”. (Jean y Brigitte Massin. Ludwig van Beethoven).
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Pero, en todo caso, si uno se adentra en la compleja y existencialmente zigzagueante vida del músico alemán, podría atenuarse aquella determinación y, de esa manera, echarse algo más de luz sobre las a veces misteriosas –por subjetivas- encrucijadas por las que atraviesan los procesos creativos de los artistas. Así, las audiencias podrían sumar otras respuestas y de diferente tenor a los porqué de la originalidad y especificidad de esta y tantas otras obras consideradas únicas.
Un testamento a favor de la creación
Tan solo dos años antes del estreno de esta sinfonía, Beethoven atravesó uno de los momentos más angustiantes de su vida: aquel en el que confluyeron algunos de sus desamores con la cada vez más plena conciencia en torno a su inexorable sordera. Estas encrucijadas se encuentran resumidas de un modo conmovedoramente dramático en el documento conocido como “Testamento de Heiligenstad”, una desesperada carta que Beethoven escribe (aunque no envió y fue hallada posteriormente a su muerte entre sus papeles) en 1802 a sus dos hermanos. Entre otras impresiones, el músico escribió de su puño y letra: “A veces creía poder sobrellevar todo esto ¡oh!, cómo he sido entonces cruelmente llevado a renovar la triste experiencia de no oír más” […]. Absolutamente solo, o casi, solamente en la medida en que lo exija la más absoluta necesidad podré volver a tener contacto con la sociedad; debo vivir como un proscrito. Si me acerco a la gente, estoy enseguida atenazado por una angustia terrible; la de exponerme a que adviertan mi estado […]. Pero qué humillación cuando alguien a mi lado oía el sonido de una flauta a lo lejos y yo no oía nada, o cuando alguien oía cantar a un pastor y yo tampoco oía nada. Tales situaciones me empujaban a la desesperación, y poco ha faltado para poner yo mismo fin a mi vida”.
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Pero Beethoven no lo hizo. Como otras veces a lo largo de su vida, logró sobreponerse a los azotes del destino a través del arte (“es solo él el que me ha salvado”) y su pulsión creativa pudo más. Aunque parezca paradógico –no lo fue- la escritura del “Testamento…” fue en paralelo con los inicios de la concepción de una nueva sinfonía de la que no solo buscaba que no se pareciera a sus dos anteriores sino tampoco a lo que habían sido las expresiones más emblemáticas del género entre sus geniales antecesores (Haydn y Mozart). Y así, la Heroica se convertiría en una obra única: es la sinfonía más larga compuesta hasta ese momento en la historia de la música (48 minutos contra los 27 de la primera o aún de los 34 de la segunda); el primero de sus cuatro movimientos –que comienza de forma inédita con dos fuertes acordes- es, a su vez, el más extenso y solo superado por el de su obra cumbre: la Novena; el segundo es una marcha fúnebre –toda una innovación también- que reemplazó a la marcha triunfal escrita con anterioridad a la anulación de la dedicatoria y, finalmente, el cuarto incluye un tema al que ya había recurrido el músico en su obra Las criaturas de Prometeo, solo que en este contexto la alusión al titán que robó el fuego a los dioses para ofrecérselo a los mortales, adquiere una significación bien diferente.
Entonces, cuando uno pondera las intenciones renovadoras que Beethoven intentó dejar plasmadas en esta pieza, puede entenderse la desesperación de Heiligenstadt y, al mismo tiempo, mucho de lo que se juega en los intersticios de la fragua de los procesos creativos que solo acaban con la muerte de sus protagonistas.
Tal vez más que la denominación simple y llana de “Heroica” haga mucho más honor a la complejidad de su proceso creativo –público y privado- la descripción final que luego de la famosa tachadura el propio Beethoven le dio a su obra: “Sinfonía Heroica, compuesta para celebrar el recuerdo de un gran hombre”. Fue tal vez su colega Richard Wagner quien más cabalmente comprendió la complejidad de la vida -y sobre todo de la vida creativa de Beethoven- cuando lo definió “como un titán que luchó contra los dioses”. Hoy podría hablarse de un claro ejemplo de resiliencia.
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