“Subasta de almas: Armenia arrasada”: la vida resiliente de Aurora Mardiganián

A más de un siglo de su aparición, se reedita el conmovedor testimonio de una sobreviviente del genocidio contra el pueblo armenio, esta vez con traducción de Vartán Matiossián, notas y un estudio histórico de Eduardo Kozanlián

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"Subasta de almas - Armenia arrasada: La historia de Aurora Mardiganián" (Ediar)
"Subasta de almas - Armenia arrasada: La historia de Aurora Mardiganián" (Ediar)

CAPÍTULO I

CUANDO EL PASHÁ VINO A MI CASA

Mi narración comienza en abril de 1915, en la mañana del Domingo de Pascuas. En la casa de mi padre nos preparábamos para festejar el día con alegre reverencia, aumentada por las noticias recibidas desde Constantinopla de que el gobierno turco recientemente había manifestado su gratitud por el valioso y leal servicio prestado por las tropas armenias en la Gran Guerra. Cuando Turquía había entrado en la guerra, casi seis meses antes, un gran temor se difundió por toda Armenia. Sin la protectora influencia de Francia e Inglaterra, mi pueblo temía que los turcos aprovecharan el momento para recomenzar la vieja opresión de sus súbditos cristianos. La juventud armenia habría preferido combatir al lado de los enemigos del Sultán, pero todos corrieron a alistarse en el ejército otomano, para probar que no eran desleales. Y ahora que el Sultán había reconocido sus sacrificios, el temor de nuevas persecuciones a manos de nuestros gobernantes musulmanes había desaparecido gradualmente.

En toda la ciudad de Chemesh-Guedzak, situada a veinte millas al norte de Jarput, capital del distrito de Mamuret-ul-Aziz, nadie estaba más agradecido ante la promesa de continua paz en Armenia que mis padres, mi hermana mayor Lusín y yo. Yo había cumplido catorce años y Lusín no tenía aún diecisiete, pero incluso las niñas pequeñas están siempre atemorizadas en Armenia. Yo estaba muy entusiasmada aquella mañana por el regalo de Pascuas de mi padre: la promesa de que pronto podría ir a un colegio europeo para terminar mi educación, como correspondía a la hija de un banquero. Lusín iba a contraer matrimonio, y disfrutaba por última vez, como soltera, de las festividades de Pascuas. Ni la temprana visita del anciano Vartabed, nuestro pastor, que llegó al despuntar el día vaticinando el peligro, logró impresionar nuestros ánimos.

De pie ante el espejo, me arreglaba por centésima vez los lazos azules con los que había adornado mis cabellos con ‒debo confesarlo‒ la secreta esperanza de que serían la envidia de las demás muchachas en la iglesia. Lusín estaba haciendo uso de su prerrogativa de hermana mayor para sermonearme severamente por mi vanidad. Lusín fue siempre de carácter serio y reposado. Yo estaba a punto de replicarle que simplemente estaba celosa porque pronto sería una esposa y no podría adornarse el cabello con cintas azules, cuando mi madre ingresó en la habitación. Se detuvo en el dintel y se apoyó contra el marco de la puerta. No pronunció una sola palabra; sólo me miró.

—¿Qué sucede, mamá? —exclamé.

No respondió, pero silenciosamente señaló hacia la ventana. Lusín y yo corrimos al instante para mirar a la calle. En la entrada de nuestro patio estaban tres gendarmes turcos, cada uno con un rifle, en guardia. En sus brazos tenían la banda que los destacaba como escolta personal de Husein Pashá, comandante militar de nuestro distrito.

Me volví hacia mi madre por una explicación. Había caído al suelo y lloraba. Sin hablar, señaló hacia el piso inferior y comprendí que el Pashá Husein había llegado a nuestra casa y que estaba abajo. Entonces se desvaneció mi felicidad, caí también al suelo y lloré. De alguna manera sentí que el fin estaba próximo.

Hacía mucho tiempo que el poderoso Pashá Husein, hombre muy rico y amigo del mismísimo Sultán, deseaba hacerme ingresar en su harén. Su gran residencia se alzaba entre hermosos jardines, en las afueras de la ciudad. Allí había reunido a más de una docena de bellas muchachas cristianas de las ciudades aledañas. En Armenia, el Mutasarif, o jefe militar turco, es un funcionario de gran poder. No recibe órdenes de nadie, a no ser directamente de los ministros del Sultán, y por regla general es cruel y autocrático.

Es peligroso para un padre armenio incurrir en el desagrado del Mutasarif. Cuando este representante del Sultán ve a una joven armenia bonita que le agradaría sumar a su harén, dispone de modos diversos para apoderarse de ella. La forma que el Pashá Husein empleaba era la de dirigirse abiertamente al padre pidiéndole que se la vendiera o se la diera, esto acompañado de una amenaza velada sobre posibles persecuciones si el padre se rehusaba. Para legalizar la venta y otorgar al Mutasarif el derecho de convertirla en su concubina, sólo hacía falta que la persuadiera o la obligara a abjurar de Cristo y convertirse a la fe mahometana.

Tres veces el Pashá Husein había pedido a mi padre que me entregara. Mi padre había desafiado su cólera las tres veces y se había negado. El Pashá temía castigarnos, porque mi padre era rico, y por mediación del cónsul inglés en Jarput, Mr. Stevens, había obtenido protección del Valí o gobernador de la provincia de Mamuret-ul-Aziz. Pero ahora el cónsul inglés se había ido. El Valí no temía a nadie. El Pashá Husein podía, como yo lo sabía, hacer lo que quisiera. Instintivamente sabía también que su visita a nuestra casa, con su escolta de soldados armados, significaba que había venido nuevamente a reclamarme.

Genocidio armenio
Genocidio armenio

Me abracé a mi madre y a Lusín, en tanto que mis dos hermanitas se aferraban a mi falda, y escuchamos desde el vano de la escalera la conversación que mi padre sostenía con el funcionario. Husein ya no me pedía, sino que exigía. Le oí decir:

—Pronto llegarán órdenes de Constantinopla; ustedes, perros cristianos, serán deportados; no quedará nadie, hombre, mujer o niño, que niegue la fe mahometana. Cuando llegue ese momento, nadie podrá salvarlos más que yo. Entrégame a tu hija Aurora y yo protegeré a tu familia hasta que pase la crisis. ¡Niégate y ya sabes lo que les espera!

Mi padre no podía hablar en voz alta; el miedo y el horror lo ahogaban. Mi madre gritó. Le supliqué que me permitiera correr abajo y entregarme al Pashá. Habría hecho cualquier cosa por salvar a mis padres, a mis hermanitos. En aquel instante oímos la voz de mi padre que decía:

—Hágase la voluntad del Señor; Él nunca permitirá que mi hija se sacrifique por salvarnos.

Mi madre me estrechó aún más contra su pecho:

—Tu padre ha contestado… por ti y por nosotros.

El Pashá Husein se marchó colérico, seguido de su escolta. En cuanto desapareció, hubo una gran conmoción en las calles. En las esquinas empezaron a formarse grupos. Varios hombres corrieron a nuestra casa a darnos las noticias que un jinete acababa de traer a galope tendido desde Jarput.

—Están masacrando en Van; están haciendo pedazos a hombres, mujeres y niños. ¡Los kurdos se roban a las muchachas!

Van es la mayor ciudad de Armenia. En un tiempo fue capital del reino vánico, cuando Semíramis ocupó el trono. Fue la residencia de Jerjes y, según nos enseñan, fue construida por el rey Aram en el medio de lo que fue la primera tierra que quedó al descubierto después del Diluvio: el sitio sagrado en que descansó el arca de Noé. Es una ciudad muy querida por los armenios, y fue uno de los centros de nuestra Iglesia y de la vida nacional. Queda a doscientas millas de Chemesh-Guedzak y era el hogar de 50.000 compatriotas nuestros. El Valí de Van, Djevdet Bey, era el principal gobernante turco de Armenia y el más cruel. Una matanza en Van significaba que pronto habría de expandirse sobre toda Armenia.

Trajeron a nuestra casa al jinete llegado de Jarput. Mi padre trató de interrogarlo, pero lo único que alcanzaba a decir era:

¡Ermenleri hep kesdiler-hep gitdi bitdi! ¡Todos los armenios asesinados, todos idos, todos muertos! —repetía una y otra vez entre sollozos.

Las noticias habían llegado a Jarput por telégrafo y el jinete que vivía en nuestra ciudad había venido en el acto a avisarnos.

Le rogué a mis padres que me dejaran ir inmediatamente al palacio del Pashá Husein para decirle que haría lo que él quisiera si salvaba a mi familia antes de que llegaran órdenes de perseguirla. Pero mi madre me abrazó fuerte, y mi padre sólo dijo:

—Hágase la voluntad del Señor; Él no puede desear tal cosa.

Lusín lloraba. Las pequeñas Arusiag y Sara, mis hermanitas, lloraban también. Mi padre estaba muy pálido y sus manos temblaban cuando las posó sobre mis hombros tratando de calmarme. Cerré los ojos y me pareció contemplar a mis padres, a mis hermanos, yaciendo a mi alrededor, víctimas de la matanza que temía habría de ocurrir, tarde o temprano. ¡Y el Pashá Husein había dicho que podía salvarnos! Pero yo no podía desobedecer a mi padre. De repente me acordé del Padre Rupén.

Soltándome de los brazos de mi madre, salí corriendo de la casa por la puerta del fondo y atravesé las calles hasta llegar a la iglesia donde el Padre Rupén aguardaba a sus fieles. Nadie había tenido valor para transmitir al santo hombre las noticias de Van. Cuando entré en la pequeña habitación detrás del altar, estaba preguntándose por qué sus feligreses no habían ido.

El genocidio del pueblo armenio fue perpretrado por el Imperio Turco entre 1915 y 1923
El genocidio del pueblo armenio fue perpretrado por el Imperio Turco entre 1915 y 1923

Caí a sus pies y pasó un largo rato antes de que pudiera dominar mi llanto y contarle por qué estaba ahí. Pero él comprendió que algo había sucedido. Acarició mis cabellos y aguardó en silencio. Cuando pude hablar, le conté la visita del Pashá Husein y lo que nos había dicho, y le repetí el mensaje que el jinete había traído. Le imploré que me dijera si sería correcto hacer saber al Pashá Husein que accedería a ser su concubina si salvaba a mis padres y hermanos.

El Padre Rupén me hizo repetir mi relato. Cuando terminé por segunda vez, puso una mano sobre mi cabeza y dijo:

—¡Pidamos consejo a Dios, hija mía!

Entonces el Padre Rupén rezó. Rogó a Dios que me guiase en el camino que debiera tomar. No recuerdo toda su oración, porque yo lloraba amargamente y estaba demasiado asustada, pero sé que el sacerdote oró por mí y por los míos, recordando al Señor que nuestro pueblo había sido el primer creyente en Él y que había permanecido fiel a su fe durante siglos enteros de persecución. Mientras el padre continuaba, me fui calmando e, inconscientemente, comencé a escuchar, esperando oír la respuesta que provendría desde lo alto al ruego del Padre Rupén.

Al terminar su oración, el sacerdote se arrodilló a mi lado y juntos aguardamos. De repente el Padre Rupén me estrechó contra su pecho y comenzó a hablar:

—La senda es clara, hija mía. La respuesta ha venido. Confía en Cristo y Él te salvará en la forma en que estime mejor. Es preferible morir, si es necesario, o sufrir algo peor que la muerte, antes que servir de ejemplo a otros para abjurar de su fe en el Salvador. Vuelve al lado de tus padres y consuélalos, pero obedéceles.

Durante todo ese día y el siguiente, los correos circularon entre Jarput y nuestra ciudad, aportando las últimas noticias recibidas de Van. Nos llenamos de regocijo al saber que los armenios se habían parapetado y ofrecían resistencia tenaz, pero temimos las consecuencias. Nadie durmió aquella noche en nuestra ciudad. Todo el día y toda la noche el Padre Rupén, los sacerdotes auxiliares y los maestros del Colegio Cristiano fueron casa por casa para rezar con las familias.

Los hombres más prominentes de la ciudad fueron a visitar al Pashá Husein, a preguntarle si estaban en peligro. Les contestó que sus temores eran infundados; que lo acontecido en Van había sido simplemente un motín. Mis padres se aferraron a esa media promesa de seguridad, pero el martes supimos que habíamos sido engañados. Esa mañana el Pashá dio orden de abrir las puertas de la cárcel del distrito, poniendo en libertad a todos los criminales —bandidos y asesinos—, a quienes hizo concurrir a su palacio.

Una hora después, cada uno de estos forajidos ostentaba el uniforme de la gendarmería y aguardaba órdenes en la plaza pública, provistos de rifles, bayonetas y largos puñales. Éste es el método que emplean los turcos cuando hay algo malo que hacer.

Al mediodía, la oficialidad de los gendarmes, conocida con el nombre de zaptiehs, pasó a caballo por la ciudad, fijando avisos en las paredes y cercas, en todas las esquinas. Mi padre había ido aquel día temprano a Jarput a conferenciar con varios banqueros armenios ricos y a apelar directamente a Ismail Bey, el Valí. Mi madre estaba demasiado débil para ir a la esquina y leer los avisos, y por consiguiente Lusín y yo fuimos de inmediato. El papel decía:

ARMENIOS

Por el presente aviso Su Excelencia el Pashá Husein les ordena que se retiren a sus hogares y permanezcan en ellos hasta que Su Excelencia crea conveniente permitirles reanudar sus ocupaciones. Todos los armenios que sean hallados en las calles, en sus establecimientos, o ausentes de sus casas, una hora después del mediodía de hoy, serán arrestados y castigados severamente.

(Firmado) Ali Aghazadé, Alcalde.

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