En Serge, su nueva novela, la escritora y dramaturga francesa Yasmina Reza hace converger dos tensiones en torno a la memoria histórica –el imperativo social de recordar y el fenómeno de los ex campos de exterminio convertidos en hitos “instagramables” del turismo masivo– para desandar el sentido común que mitifica la relación con el pasado, a partir de la historia de una familia judía que organiza una visita a Auschwitz: “La palabra memoria está mal utilizada en las sociedades y busca generar culpa, cargo de conciencia”, dice la autora de Art y Un dios salvaje.
Es una de las dramaturgas más traducidas del planeta. Art, su obra fetiche, pisó por primera vez un escenario en 1994, pero fue algunos años después que Reza comprendió la riqueza del texto: la “revelación” llegó tiempo después durante una visita a España, cuando quedó capturada por la caracterización de uno de los personajes, a cargo del actor argentino Ricardo Darín. “Hasta que no vi la interpretación que hizo él no me di cuenta de lo buena que era”, señala dos décadas y media después, sentada en una hermética sala de hotel refrigerada a niveles glaciares. “Apaguen el aire, tengo frío”, dirá un par de veces durante la entrevista.
La temperatura no escarcha la charla: sonríe y habla con entusiasmo de la función de Art a la que asistió la noche anterior en un teatro porteño, esta vez con Darín en rol de director y con Fernán Mirás en el papel que deslumbró a la autora de Un dios salvaje, que a pesar de conocer cada filamento del texto no abandona la costumbre de sentirse nuevamente espectadora de su pieza en cada país que visita. La versión local de la obra que narra cómo se enrarece la relación entre tres amigos a partir de un cuadro estuvo 12 años en cartel y regresó hace unos meses a escena poco más de una década después de su última función.
Esquiva a cualquier voz interior atemorizada por los mandatos de época, la autora afila ahora su prosa y a golpes secos de estilete narra las desavenencias de tres hermanos judíos que tras la muerte de su madre deciden, a instancias de la hija de uno de ellos, visitar el campo de exterminio de Auschwitz, convertido en un templo del turismo masivo donde las huellas del terror nazi confluyen en un pastiche indescifrable con selfies, multitudes deambulando desordenadas entre los pabellones lúgubres y hoteles en las cercanías que ofrecen una vista inmejorable al sitio donde un día la civilización depuso su humanidad.
Reza desafía el relato instaurado de la memoria histórica como una huella permanente en los hijos de los sobrevivientes del Holocausto para bosquejar a un grupo de personajes que parecen más preocupados por resolver sus desencuentros conyugales que atentos al viejo axioma de recordar para que la historia no se repita. “No sé para ustedes en la Argentina pero en Francia y en Europa en general hay un mandato de memoria que es aterrador”, dice la escritora.
La novela se salta todos los protocolos del pudor ajeno y ablanda a fuerza de ironía fronteras que a priori parecen difíciles de derribar, como la que separa del humor de las muertes adocenadas en las cámaras de gas montadas por la maquinaria nazi. “No entiendo por qué la abuela se ha hecho incinerar. Me parece de locos que una judía se haga incinerar”, plantea Josephine, representante de la generación más joven de la familia Popper, cuando se entera de que la última voluntad de su abuela enferma es que su cuerpo sea cremado.
Los tres hermanos adultos –entre ellos, Serge, el padre de Josephine– tienen una relación intermitente que se deshilacha tras la muerte de la madre, pero aún así aceptan viajar a Auschwitz para ir a conocer el lugar donde fueron asesinados sus antepasados húngaros, gente a la que no conocieron pero que murió por ser judía y como dice el narrador, “en un mundo ebrio de la palabra memoria parecía una deshonra lavarse las manos”. Lo que sigue es un recorrido tragicómico donde el dolor inasible claudica frente a la narrativa banalizada del ex centro de exterminio devenido parque temático. “Este fetichismo de la memoria es un simulacro”, escribe Reza en la voz de su narrador.
—¿Los vínculos entre hermanos se refundan a partir de la muerte de los padres como le ocurre a los personajes de su nueva novela?
—Creo que la muerte de los padres siempre es significativa en un vínculo entre hermanos. Aunque más no sea por cuestiones de herencia no puede ser un algo neutro, nunca. Depende de las familias: la muerte de los padres puede estrechar, tensar o crear otras formas de vincularse que no existían antes.
—En la novela, es la joven Josephine quien convence a su padre y a sus tíos de emprender el viaje a Auschwitz. ¿Las generaciones intermedias están empezando a olvidar y son los jóvenes quienes deben tomar la posta para que la memoria colectiva no se disuelva?
—Mi generación es la de los hijos de quienes vivieron de manera directa la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y la deportación de los judíos. Como tenemos esa gran proximidad con la gente que ha vivido eso, nunca necesitamos realmente ir a hurgar en otros lugares. Me parece que las generaciones jóvenes desean aferrarse de una u otra manera a esta historia porque de nuestra parte no hubo ningún hilo conductor, no les hemos contado esas historias. Y en la locura contemporánea en la que todo el mundo quiere tener una identidad, ir a buscar ese pasado es también una manera de recuperar cierta forma de identidad.
—La preservación de la memoria colectiva en torno al Holocausto hoy ya no está en manos de quienes vivieron directamente el horror sino de sus descendientes, estas nuevas generaciones que se asoman a ese pasado a partir de lecturas o de la currícula escolar. ¿A qué desafíos se enfrenta ese ejercicio de memoria histórica ahora que ya no se tratar de evocar lo vivido sino de construir un relato de cero, como le pasa al personaje de Josephine?
—Entiendo la avidez de saber pero no entiendo muy bien la histeria de la identidad. No entiendo muy bien por qué hay que aferrarse a una narración. Yo nunca experimenté eso en mi vida. Al contrario, así que no tengo una respuesta al respecto.
—¿Plantea entonces que hay a veces una relación abrumadora y opresiva con el pasado?
—Es difícil responder a preguntas que implican una opinión sin caer en la generalización. Hay gente que necesita el pasado para vivir, otra no. En mi libro justamente hablo de ese tipo de personajes: los hermanos no necesitan del pasado, mientras que las mujeres sí, la hermana y la sobrina sí.
—¿Lo que plantea es salir de este relato canónico donde la memoria debe estar omnipresente en las sociedades?
—No sé para ustedes en la Argentina pero en Francia y en Europa en general hay un mandato de memoria que es aterrador. Es como echar la culpa o hacer que la gente sienta cargo de conciencia. Considero que esa palabra, memoria, está mal utilizada. La verdadera memoria solo puede ser afectiva, no se puede tener una memoria teórica o abstracta. Ahora bien, todo lo que aprendemos sobre el pasado histórico es necesariamente teórico. ¿Necesidad de saber? Sí, quizás. ¿Pero necesidad de memoria? Eso es algo absurdo para mí. Esa palabra que tiene una connotación afectiva está hecha para generar culpa, está mal empleada.
—Hoy todo lo que acontece en la vida de las personas está narrado a través de imágenes que se comparten en las redes sociales. En esa línea, Josephine registra su experiencia en Auschwitz a través de fotos que va tomando durante su visita al centro ¿Esa compulsión contemporánea a registrarlo todo desde la pantalla de un celular aliviana el contacto directo con el exterminio nazi o por el contrario permite una manera distinta de sellar la experiencia?
—Para mí distorsiona pero quizá estoy equivocada. Es difícil conocer la verdad de eso. Ante esa fascinación por compartir las experiencias a través de las redes uno de inmediato puede tener un juicio reaccionario y decir ‘todo esto es espectáculo’, artificio, pero por supuesto que no es solo eso. También a partir de las redes y estos dispositivos circulan la inteligencia, el conocimiento y también hay vínculos que se establecen.
—El libro está dedicado al escritor Imre Kertész, que alguna vez habló del “kitsch del Holocausto” en alusión a estos hitos históricos convertidos en templos del turismo masivo. ¿Esta nueva fase de banalización de la memoria se puede leer como una variante que puede empujar al negacionismo, en tanto genera como una normalización del horror?
—No iría tan lejos equiparando esto como una forma de negacionismo pero creo que está hecho para alisar la historia y tornarla conveniente. Algo así como “nosotros como nos acordamos, fuimos buenos e hicimos estatuas y memoriales, podemos dormir tranquilos”. Es una operación que funciona como un cajón en el que se guardan cosas viejas.
—Hace un tiempo habló de que vivimos en una época regida por el totalitarismo de lo políticamente correcto. ¿Mientras escribía esta novela que plantea un punto de vista incómodo sobre la memoria tuvo miedo de caer en esta trampa de la corrección?
—Nunca tengo miedo de eso. Me da completamente igual lo políticamente correcto. Es un pensamiento que ni siquiera me roza. Escribo con la libertad más absoluta respecto de mí misma lo que me parece atinado y no hago provocaciones inútiles pero tampoco desdibujo lo que son los seres humanos. Curiosamente no he tenido tantos problemas porque mi posición es muy clara, es una posición literaria. Los personajes dicen cosas que tienen ganas de decir, como en toda la historia literaria. No se le puede reprochar a un escritor haber inventado un personaje que dice algo. Creo que en mi libro hay distintos puntos de vista que se desarrollan. Yo no me hago esta pregunta cuando escribo, pero sé que en algún momento surge el tema de lo políticamente correcto: ese totalitarismo es infernal.
—Algunos autores alertan acerca de que esa manía cancelatoria acecha la ficción y amenaza con diluir su potencia para instalar temas incómodos, ¿estamos ante la negación del poder de la invención?
—Absolutamente. La negación del arte y de la transmutación. Es absurdo. Eso es insoportable. Hace un tiempo escribí un monólogo que se llama Anne- Marie la Beauté. Es una mujer la que habla pero la escribí para que fuera actuada por un hombre. ¿Por qué? Porque es una actriz de 70 años que cuenta su vida. Pensé en ese momento que sería un grave error que la actuara una mujer porque enseguida se hubieran superpuesto el rostro, la edad, la carrera de la actriz sobre ese personaje. En cambio si actuaba un hombre, como se hizo en París, hace que ese personaje se vuelva universal. Un teatro de Zúrich que siempre siguió mi trabajo rechazó el texto precisamente porque yo quería que fuera actuado por un hombre. Lo rechazaron porque hoy una mujer parece que solo puede ser representada por una mujer. Como en el cine cuando se exige que un personaje transexual sea encarnado por una persona de esa condición. Ahora, si no se atiende a eso los actores son acusados de “apropiación cultural”, lo cual es la negación del teatro porque el teatro es justamente el lugar donde uno puede desdoblarse para actuar de gato, de mono, de hombre, de lo que sea.
—Tanto en este libro como en Art, Un dios salvaje o Felices los felices prevalecen las historias donde se narra la descomposición de los vínculos. ¿Por qué le interesa más concentrarse en la desintegración de las relaciones que en su surgimiento?
—Es cierto. He abordado muy poco el tema de la construcción de los lazos. Quizá literariamente me interesa más deconstruir que narrar lo otro, lo que nace. Tal vez no sabría cómo narrar el surgimiento de un vínculo. Ayer fui a ver Art, a la que no veía desde hace mucho tiempo, y pensé eso mismo, en esta inclinación por narrar siempre lo que se deconstruye.
—Esta predilección por contar la destrucción de los lazos recuerda a aquella famosa frase de Tolstoi cuando dice “Todos las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Tal vez esa búsqueda de matices o de narrar la singularidad explique su predilección por las relaciones que se tensan...
—Pienso que en la construcción hay algo que está lleno de esperanza, lleno de sentimientos más o menos irreales. Cuando digo irreales me refiero a que están configurados por nuestro deseo, idealizados por lo tanto. No me interesa tanto para escribir eso, aunque en la vida real sí me gustan esos procesos de construcción, el surgimiento de vínculos nuevos.
—Hablaba hace un rato de Art y recuerdo que alguna vez dijo que cobró dimensión de la riqueza de la obra cuando vio la interpretación de Ricardo Darín. ¿Qué vio en esa composición que la impresionó tanto?
—Esa versión con la interpretación de Darín la vi hace diez años en España. Es una obra que dio la vuelta al mundo y la vi montada de mil y una formas. La conozco muy bien y es difícil descubrir matices, pero no logro olvidarme de esa interpretación de Darín. No podría decir exactamente por qué me gustó tanto pero así fue.
—La dramaturgia tiene un gran atributo que tiene que ver con que los textos se van resignificando a medida que son interpretados por distintos actores, es una suerte de texto en movimiento constante...
—Un día alguien me preguntó si prefería escribir para teatro o para literatura y sobre todo qué es lo que hace que un día me siente y escribe una obra literaria y otro día una obra de teatro. Podría responder que eso lo decido de acuerdo con el tema pero la verdad es que todo se desencadena si tengo ganas de ver gente o no una vez que ese texto está terminado. Si tengo ganas de estar sola escribo literatura pero si tengo ganas de viajar y relacionarme con gente escribo teatro, porque es una aventura colectiva que no termina nunca.
A los personajes uno no los imagina del todo: son como sombras. Uno no tiene una idea muy precisa pero me ha pasado de sorprenderme mucho al ir a determinados países y ver la encarnación que yo no hubiera nunca elegido y que funcione.
—Los libros siempre están dialogando con cada nuevo contexto en el que circulan y se producen asociaciones tal vez impensadas que no estaban presentes en el momento de escribirlos. El Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto se instauró el 27 de enero para evocar la fecha en que las tropas soviéticas liberaron Auschwitz. Hoy, el protagonismo de esas tropas está ligado por el contrario a la invasión de otro territorio, Ucrania. ¿Qué le provoca esta cualidad del arte de emanciparse del autor para entrar en diálogo con cada nuevo presente?
—Siempre pensé que había una magia premonitoria en la escritura. Cuando uno escribe intuye la época. Por ejemplo: Serge jamás lo hubiera escrito hace diez años. Creo que es el libro de hoy, ahora que el turismo mundial se ha convertido en una locura. Pero además hay otro aspecto: todos los sobrevivientes de Auschwitz están muertos, lo cual no era así hace diez años, salvo los que eran niños. Porque ya no hay nadie real que pueda dar testimonio. Y también porque el mundo está cada vez más inestable. Por todos esos motivos obviamente el libro se encuentra con la realidad.
—En esta novela hay una alusión a un personaje de nacionalidad argentina. ¿Es un pequeño homenaje a su relación con este país, al que está ligada a través de su fascinación por Borges, del que toma el título de su libro Felices los felices?
—La cultura argentina para mí está esencialmente ligada a Borges. Si tuviera que irme a una isla desierta con la obra de un solo autor, ese sería Borges. Y sí, por eso en el libro aparece una referencia a un personaje de aquí.
Fuente: Télam S.E.
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