La vida histórica de los pobres enfrenta, usualmente, más dilemas de vida o muerte que la vida histórica de la «política nacional». El poder y el sistema de dominación, para los pobres, se sienten además, a cada paso, ejerciéndose en contra, no a favor. Como una amenaza que, siendo externa y objetiva en su origen y consistencia, ingresa en las profundidades del sujeto social, frustrando sus deseos y voluntad, generando sentimientos y emociones de impotencia, acumulándose como una memoria desabrida, ácida, ajena a los proyectos subjetivos de identidad. Como una gran mole que termina desvirtuando y esterilizando la capacidad de «acción» social e histórica.
Los hechos históricos de los pobres tienen, por todo eso, más tejido humano involucrado que los hechos normativos de la gobernabilidad. Movilizan, por lo mismo, mayores y más grandes masas de historicidad social. Procesos lentos de historia profunda.
Los sistemas de dominación son irremediablemente flacos: están revestidos de un magro tejido humano y de un duro esqueleto normativo. Su masa de historicidad es, por ello, menos profunda: no da cabida a grandes sentimientos ni a una gran emocionalidad, porque carece de esa gran caja de resonancia que es la memoria social. El estado no tiene memoria social: tiene archivos, escrituras, anaqueles. Las órdenes, los decretos, los mandatos (que proyectan poder, sin recibirlo) conllevan una subjetividad o intersubjetividad mínima. Insignificante. El poder sistémico es frío, calculador. Puede, por ello, fácilmente caer en la deshumanización. La historicidad social de los pobres no gobierna el sistema de dominación. Ni su estructura política ni su estamento militar ni su madeja normativa. Pero controla grandes, enormes masas de sensibilidad subjetiva e intersubjetiva, que, atiborradas y en aparente desorden, conserva y recicla en su ancha memoria social. Controla por eso, bajo tierra, los sensitivos procesos de humanización. Que son más sensitivos y más humanizantes mientras mayor sea la deshumanización que les opone el sistema dominante. Pues es mucho más probable que la humanización sea una tarea «identitaria» que emprendan los sujetos sociales en su vida cotidiana y en sus espacios privados o comunitarios, a que sea una «obra» planificada y ejecutada por un sistema de dominación (como sistema en sí). Si la «cultura» no es otra cosa que un proceso de humanización puesto en marcha por los mismos hombres y las mismas mujeres en su interacción histórica, entonces los pobres y los excluidos, los marginales y perseguidos, van a controlar siempre, más y mejor, la cultura social de los pueblos. Pues la humanización no puede sino ser un proceso vivo, propio de «sujetos» que, para superar la negación que los aniquila, crean humanidad y se «cultivan» a sí mismos. Y los sistemas de dominación son gigantes que carecen de vida propia.
Entonces, ¿qué ocurre si se escudriña detrás de lo que ha sido y es la auténtica cultura «nacional»? ¿La cultura específicamente chilena? Lo que se descubre allí detrás no son, por lo común, presidentes, generales, ministros y grandes empresarios (que tradicionalmente han imitado la cultura colonizadora del capitalismo occidental), sino una abigarrada galería de rotos, peones, pirquineros, cateadores, poetas y cantoras populares, chinganeras, vivanderas, fondistas, inquilinos, placilleros, labradores, chinchorreros, veguinos, obreros, vagabundos, que «crearon» la cultura chilena mientras trataban de humanizarse a sí mismos, al margen, a pulso, en contra y a pesar del sistema central de dominación que existía y existe aún en Chile.
Los microprocesos identitarios de humanización de los pobres y excluidos constituyen un movimiento histórico perpetuo. Constante, insistente, monótono, pero infinito. Es el oleaje cultural de la identidad. Un oleaje que se mueve sobre su gran mar de fondo: la memoria social, que almacena todas y cada una de las luchas identitarias por la humanización de la vida. Todas sus sales, todos su logros (mínimos para el sistema, insondables para la identidad), toda su sangre, sus rabias, sus alegrías, su solidaridad. Pues allí los recuerdos se transforman, pero no se olvidan. Duermen y sueñan (lo que se quiere ser pero que no puede ser, tampoco se olvida, y forma, como utopía, parte orgánica de la memoria), pero no son nunca presas de la amnesia. El «sueño» de los recuerdos populares no es un sueño célibe, sino conyugal: el recuerdo de los hechos de impotencia duerme creativamente junto al recuerdo de las esperanzas y las utopías frustradas. Por esto, la memoria social no es solo un archivo del tiempo pasado, pues, también, es un archivo permanente del futuro que se quedó en cada pasado, sin morir. Pues la vida no es solo el pasado.
La memoria del sistema es, sobre todo, una bóveda de archivos escritos. Y lo escrito es, en lo esencial y lo material, tiempo pretérito. Un registro inerte de lo que fue vida. Por eso, la memoria del sistema necesita, para revivir, de la intermediación de historiadores vivos (si se trata de pasados lejanos) y de las clases políticas activas (si se trata de un pasado normativo cercano). La memoria popular, en cambio, que es memoria de vida, vive de una vez todos los tiempos de la historicidad. Es, por eso, una memoria móvil, en transformación constante, donde lo pretérito revive y vuelca su oleaje, una y otra vez, sobre el futuro, y donde este se revuelve y resignifica lo pasado. Por eso, si la memoria del sistema, en tanto registro inerte del pasado, exige como principio de verdad la «objetividad» rígida y propia de lo inerte, la memoria social, en tanto vida en movimiento, exige como principio de verdad la creatividad y producción de vida que es propia de la subjetividad. Y por todo eso, la memoria social disuelve los principios científicos de la objetividad.
La cultura social es una ciencia de vida. Un «poder histórico» que trabaja sobre la base de principios epistemológicos y accionales distintos a las ciencias del sistema de dominación. La gran masa de historicidad que arrastran los pobres por el subsuelo de la sociedad no es, en consecuencia, el desecho inerte del sistema de dominación. No constituye una aureola de sucesos sobrantes e intrascendentes, como polvo cósmico ya utilizado que se pierde en el espacio y en el tiempo. La cultura social de los pobres no es un sedimento estéril, muerto y prescindible para la sociedad y la historia. Y que no lo es, lo demuestran las innumerables veces que esa gran masa de historicidad popular ha entrado por sorpresa en estado de erupción, inundando de lava los formalizados pies del estado y las clases dominantes, calcinándolos. Sin que la «ciencia oficial» hubiera podido no solo prevenir, sino, sobre todo, impedir tal catástrofe política.
La historia de Chile está plagada de «reventones históricos» producidos por la irrupción de los incendiarios vástagos accionales y masivos que han brotado a borbotones de la gran memoria social. Como la «ciencia oficial» no pudo ni prevenirlos ni impedirlos, el estado (o los militares), para responder a semejante erupción, renuncia a su propia ciencia y, sin más, recurre a la violencia represiva. Irracionalmente. Deshumanizadoramente. Y la historia de Chile está plagada de masacres ciudadanas —tantas como reventones históricos populares ha habido— y de violaciones legales o semilegales de los derechos humanos de los afectados. No menos de veintiún masacres pueden contabilizarse entre 1830 y 1990 en la vida política chilena (sin incluir la «pacificación de la Araucanía» y contando la dictadura del general Pinochet como una sola de ellas). Semejante recurrencia revela no solo la incapacidad de la «ciencia oficial» para leer los procesos profundos de la memoria popular, sino también su inutilidad para los propósitos de buena gobernabilidad a los que se supone que esa ciencia sirve y para los cuales «es». Lo que revela que, más que nada, es una ciencia de acompañamiento del poder, útil para legitimar lo ilegitimable. Y para poco más. La memoria y la cultura social del «bajo pueblo», sin embargo, no se han desarrollado ni sistematizado como ciencia. No han potenciado históricamente lo que deberían haber potenciado. Por esto, sus «reventones» no han logrado imponer la lógica de la humanización sobre la lógica del poder formal y la dominación. El conflicto entre esta «cultura social» y la «ciencia oficial» ha sido largo, irregular e irresoluto. Y sin duda, hoy, todavía, continúa. Mañana, por todo lo que se ve, continuará también.
En la memoria popular yace hoy, adormecido, un sujeto social con más soberanía y potencialidad históricas que las que hasta ahora se le ha reconocido y que las que ella misma cree. Se trata de un creador cultural que no ha sabido ponerse histórica y políticamente de pie, para medir su estatura, cara a cara, con el sistema que lo domina y contiene un proceso potencial de humanización capacitado para ir mucho más allá del modelo neoliberal que se le ha impuesto. Todo depende, al parecer, de que despierte de sus sueños y organice sistemáticamente sus recuerdos adormecidos.
*En: Gabriel Salazar, La historia desde abajo y desde adentro. Santiago: Taurus, 2017.
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