-Necesito echar gasolina pero no traigo efectivo- le digo.
-¿No tienes por ahí unas galletas? –responde.
Acabo de llegar a Caracas y, nuevamente, la crisis ha avanzado de tal forma que me impide sacar cuentas rápidamente. Es agosto y ya los billetes que dejé en casa, desde el viaje anterior, no sirven para nada. Apenas han pasado seis meses desde la última vez que estuve por unas semanas en el país. Pero el reloj de una economía hiperinflacionaria tiene otra velocidad, arruga cualquier presupuesto en cuestión de segundos, devora los ceros con una ansiedad imbatible.
El tanque de gasolina del carro está casi vacío. Llamo a un amigo y le pregunto si tiene efectivo. Me dice que sí. Pero no demasiado, advierte de inmediato. Su valor va más allá de su valor. No es un juego de palabras. Hay cosas que solo se pueden pagar con billetes (el transporte público, la gasolina, los estacionamientos…) y el papel moneda escasea. Solo hay que usarlo cuando es estrictamente necesario. Es en ese instante cuando me pregunta si no tengo en mi casa un paquete de galletas. El vértigo de la crisis venezolana se agiganta ya sobre ese vaivén: o el trueque o el dólar. En medio de esas dos esquinas está la mayoría. El pueblo es el abismo.
No deja de ser paradójico que, en un país sacudido por una crisis humanitaria, con estadísticas cada vez más aterradoras de pobreza, insalubridad y desnutrición, la gasolina sea gratis. Desde hace un buen tiempo, además, es imposible calcular o establecer su precio. Las máquinas dispensadoras dejaron de estar actualizadas y no son capaces de sumar la galopante inflación. El trámite del pago en rigor solo es un acto simbólico. Se le deja una cantidad mínima, o un producto alimenticio, al empleado que trabaja en la estación de servicio. Eso no cubre el costo del combustible ni le sirve de gran cosa al empleado, pero nos regala una apariencia de funcionalidad, la breve ilusión de creer que aun hay un orden, de sentir que todavía somos un país.
La catástrofe como rutina
Esa sensación de normalidad, aunque sea fugaz, puede ser una legítima necesidad básica, un requisito genuino para la supervivencia. La experiencia cotidiana es, para la gran mayoría, un permanente accidente.
Yamilé tiene 41 años y cuatro hijos. Vive en Catia, una zona popular en el oeste de Caracas. Desde enero, según calcula, solo tres o cuatro veces ha llegado agua a su casa de forma directa, a través de las tuberías. Todo lo demás son tobos y cubetas (N. de la R: baldes, en algunos países). Subir y bajar varias calles cargando tobos y cubetas. Todos juntos. Todo el tiempo.
Ya no hay, como hace un tiempo, escasez de todo tipo de productos. Ahora, por el contrario, se puede encontrar de todo en los abastos y supermercados. Hay incluso unas tiendas especiales, exclusivas, donde puede conseguirse mucha mercancía importada. Pero todo está dolarizado, todo es inalcanzable. Incluso en un supermercado normal, un envase de detergente para ropa puede valer la mitad de lo que gana en un mes la cajera que cobra ese producto en el establecimiento. Comprar puede dar vergüenza. Trabajar puede dar rabia.
Los productos de aseo personal tampoco logran fugarse de las estadísticas. Jabones, champús, tintes, cremas…incluso la pasta de dientes o las toallas sanitarias. Una amiga me cuenta que ella lo nota, todos los días, en su trabajo, al entrar al ascensor. “Era algo que no nos pasaba – dice, con pena-. El olor…” –añade- y deja colgando los tres puntos suspensivos, como deseando que yo complete mentalmente la frase, que no pregunte más. El país de las misses y de los concursos de belleza es ahora un agujero en la memoria, un espejismo, una resaca.
Laura trabaja como maestra en una red de escuelas populares. De un tiempo para acá, se ha comenzado a hablar de una nueva forma de deserción. Ya no solo se van los alumnos o los profesores. Ahora muchos padres o madres han tenido que salir a buscar trabajo al exterior, a los países cercanos, y han dejado a sus hijos a cargo de los abuelos. “A veces es raro –comenta- ver tanto viejo llegando a buscar niños a las escuelas”.
Exclamaciones de otra amiga: “¡Las moscas! Yo puedo con todo menos con eso. Están por todos lados. A veces los camiones de basura pasan días sin venir. Y es horrible. Están en la calle, se meten en la casa ¡No soporto tanta mosca!”
Así habla un periodista que vive en Maracaibo: “es como si hubieran destruido la ciudad. La electricidad está racionada, solo llega unas horas al día. A veces los apagones duran varios días ¿Sabes lo que es estar setenta horas sin luz? Hay muchos negocios cerrados, las calles están desoladas. Parece que nos hubiera pasado una guerra por encima. Si sales a la calle, ves gente empujando carros de supermercado llenos de bombonas de gas o de pimpinas de agua. Gente buscando…”
La precariedad está presente en todo. La censura interna que mantiene el gobierno refuerza la sensación de pobreza y aislamiento. Casi todos los medios digitales independientes están bloqueados. La única información disponible está en las redes sociales y no siempre es confiable. Lo demás es la jubilosa propaganda oficial. Por momentos, todo parece contagiarse de una dura sensación de orfandad. Y por supuesto que no todo es así. Por supuesto que también hay espacios de vida, de trabajo, de creatividad y de resistencia. Pero no es lo más común. Por desgracia. Lo frecuente, lo que toca, es asumir que la catástrofe se ha convertido en rutina, en la versión natural de cada día.
La política como espectáculo
Nicolás Maduro se planta frente a ti y te dice: todo lo que te está pasando no es real. Todo lo que tú vives es una ficción. Ven conmigo. Yo quiero que conozcas a la “Venezuela de verdad”. Durante años, la autoproclamada “Revolución Bolivariana” negó categóricamente que hubiera algún tipo de crisis en Venezuela. Los más importantes funcionarios declararon dentro y fuera del país que solo existía una campaña mediática. Construyeron un argumento eficaz con todos los elementos del clásico melodrama histórico latinoamericano: unos villanos blancos, unos militantes heroicos que defienden al pueblo, una conspiración de la CIA, una historia de amor entre un caudillo y la pobreza.
Pero cuando esta narrativa dejó de ser eficiente, el gobierno continuó sin reconocer la realidad. Se negó siempre a pronunciarla. Y pasó entonces a dedicarse –con un énfasis mayúsculo- a alterar la percepción que los ciudadanos tienen sobre ella. El Estado pasó a convertirse en un gran saboteador psicológico, en un ente destinado a combatir la mirada y el entendimiento sobre lo que ocurre. En medio de la peor crisis económica de la historia del país, con estadísticas aterradoras y un flujo migratorio alarmante, ¿cómo reacciona el gobierno? Con la “Misión Venezuela Bella”. Un programa, con un presupuesto asignado de 1000 millones de euros, para mejorar plazas y bulevares, para “embellecer” todas las ciudades. Se trata de un plan político cuya única función es demostrar que la realidad no existe, que en el país no está pasando lo que está pasando.
Mientras manejo por una Caracas desolada y bastante vacía, viendo edificios con la pintura descascarada, escucho en un cadena nacional de radio a Nicolás Maduro hablar del país bello, del país potencia, del milagro que somos y estamos viviendo. Pienso que sus palabras son una invitación formal a la locura. Luego veo un autobús avanzando a contramano por la avenida, sin que nadie parezca sorprenderse o indignarse. Freno y dejo que cruce junto a mi carro. Como si nada. Como si lo ilegal fuera natural.
Cuando buena parte de la comunidad internacional, incluídos los más importantes organismos multilaterales, denuncian, debaten o buscan la manera de resolver la crisis humanitaria o el tema de las migraciones en Venezuela, el Alto Mando de Revolución Bolivariana prefiere dedicarse al maquillaje. El liderazgo de la oposición, por su parte, trata de sostenerse sobre un gobierno que no es gobierno, aunque esté reconocido por muchos de los países más importantes del planeta. Se trata, también, de un ejercicio simbólico que a duras penas logra contener las feroces peleas internas y que, además, no tiene posibilidades de afectar la realidad cotidiana de la población. Después de la efervescencia de los primeros meses del año, el país trata de sobrevivir al peor cóctel: una crisis económica vertiginosa y una crisis política congelada. Los escenarios de salida se ven cada vez más lejos y los ciudadanos sentimos que las distintas representaciones del poder no tienen ninguna relación con lo que realmente pasa en nuestras vidas. El triunfo de la antipolítica es reducir la política a su más lamentable versión: el espectáculo vacío.
-¡Tienes que pararte! –casi me grita mi cuñado.
-Pero el semáforo está en verde –protesto, señalando hacia arriba.
-¿Y eso qué importa?
El tránsito automotor ofrece una sintomatología más clara de lo que nos sucede. Las reglas existen pero no tanto. Dependen siempre de las circunstancias. No importa qué color tenga la señal del semáforo. Aunque funcione, es mejor actuar como si no funcionara. Nunca se sabe lo que puede pasar. Nuestro sentido de la realidad es variable y provisional. Nuestro orden es el caos.
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*El escritor, poeta, guionista, cronista y columnista Alberto Barrera Tyszka nació en Caracas, Venezuela, en 1960. Junto con Cristina Marcano escribió Hugo Chávez sin uniforme (2005), una celebrada biografía del líder bolivariano. En 2015, recibió el Premio Tusquets por su novela Patria o muerte, en la que trata en clave de ficción los meses en los que el cáncer del líder era objeto de secretismo y la religiosidad dominaba los discursos oficiales.
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