Esta semana, la Academia Sueca tomó una decisión sorpresiva al entregarle el prestigioso Premio Nobel de Literatura al austríaco Peter Handke. El galardón ha generado desconcierto, e incluso indignación entre muchos (“¿Qué es esta simpatía hacia los verdugos y no hacia las víctimas?", tuiteó la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, por ejemplo). No son precisamente los méritos literarios de Handke los que están en entredicho: novelista, dramaturgo y ensayista con una obra prolífica, el valor de sus escritos no parece haber sido puesto en cuestión desde que el premio se anunció el jueves pasado. En cambio, los críticos señalan con molestia e irritación que la decisión tiene implicaciones políticas controvertidas: es que Handke se ha ganado numerosos detractores desde los años ’90, cuando tomó partida por Serbia durante los conflictos armados en la ex Yugoslavia, a contracorriente de la mayoría de la opinión pública occidental.
Durante los años ’90, la violenta desintegración de Yugoslavia a través de las armas ocupó un lugar especial en el debate público mundial: país europeo, con un régimen socialista más bien liberal y tradicionalmente cercano a las naciones del Tercer Mundo, la federación yugoslava había gozado de un prestigio especial en Occidente durante los años de la Guerra Fría, razón por la cual su sangrienta disolución fue atendida con especial preocupación por parte de la opinión pública. Los enfrentamientos en suelo yugoslavo, en especial los que tuvieron lugar durante la guerra de Croacia (1991-1995) y Bosnia (1992-1995), pero también la violencia del régimen autoritario del serbio Slobodan Milošević en la provincia serbia austral de Kosovo contra la población albanesa y el bombardeo de la OTAN contra Yugoslavia en 1999 fueron motivo de acalorados debates a lo largo de la década.
Como no podía ser de otra manera, las discusiones resultaron particularmente intensas en el contexto incierto de los años ’90, cuando el fin de la Guerra Fría replanteó radicalmente las coordenadas del debate político: la imagen de los croatas como viejos aliados de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y el prestigio de los serbios como luchadores partisanos volaron en pedazos en la mente de los espectadores occidentales cuando aparecieron las primeras imágenes de las operaciones serbias durante el bombardeo de Dubrovnik y el sitio de Sarajevo. Frente a esta confusa inversión de los valores del siglo XX, la opinión pública fue también atravesada por fuertes debates acerca del rol de la comunidad internacional y la necesidad de intervenir de uno u otro modo para aplacar la violencia.
Estas discusiones tuvieron también sus manifestaciones en el mundo intelectual, donde el conflicto yugoslavo, de una cierta manera, actuó como catalizador de las nuevas coordenadas ideológicas que surgían de las ruinas de la Guerra Fría. Mientras que el filósofo Alain Finkielkraut, francés y judío, adoptaba la férrea defensa de los croatas en base a su derecho de autodeterminación nacional, esgrimiendo una fuertísima crítica contra las fuerzas serbias sobre la base de sus resabios comunistas y su expansionismo, Peter Handke fue uno de las pocas figuras públicas en asumir la controvertida defensa de Serbia y de los serbios frente a lo que estaba ocurriendo
Los argumentos de Finkielkraut no fueron fácilmente recibidos en Francia, un país tradicionalmente cercano a Serbia e impregnado de la narrativa antifascista. Y, sin embargo, sus declaraciones tenían sobrados fundamentos: había sido efectivamente el Ejército Popular Yugoslavo, en ese momento aliado a Milošević por intereses políticos comunes, el que inició la guerra al lanzar una intervención militar para evitar la secesión de Croacia y Eslovenia, repúblicas que votaron su independencia en referéndums democráticos en el mes junio de 1991. También tenía razón el francés al señalar las violentísimas acciones del ejército yugoslavo y de las fuerzas serbias en Bosnia, cuyas unidades operaron a lo largo de todo el conflicto apuntando sistemáticamente contra los derechos de las poblaciones civiles.
Las posiciones de Handke, en cambio, resultaban al menos polémicas: su defensa poco delicada de Serbia y de los serbios mientras los medios transmitían a todo el mundo las atrocidades cometidas por fuerzas serbias en lugares como Vukovar y Srebrenica, y sus coqueteos con la figura de Slobodan Milošević, eran inaceptables para una opinión pública sensibilizada desde los años ’80 ante el abuso de los derechos humanos. Y sin embargo, al menos la evidente distancia intelectual que separa al genial escritor austríaco de su provocador homólogo francés debería indicarnos que quizás los términos simplificados de la discusión pública no habrían estado haciendo justicia a la complejidad de la discusión.
Aunque su defensa de los serbios coqueteara recurrentemente con una defensa de la Serbia de Milošević y resultara (y todavía resulte) inaceptable, las declaraciones de Handke tocaban ciertos núcleos de verdad que hasta hoy han escapado de la mirada de la opinión pública. Por un lado, que los crímenes de los serbios encontraron recurrentemente crímenes equivalentes entre sus rivales, como cuando las fuerzas croatas ejecutaron una masiva operación de limpieza étnica contra su minoría serbia local durante la llamada Operación Tormenta de 1995, dejando decenas de miles de refugiados y destruyendo la comunidad serbia de Croacia. Por otro lado, que los mismos términos de la discusión eran engañosos: “los serbios” en tanto tales no existían, al menos por el simple hecho de que, mientras que el régimen de Milošević daba luz verde para la sanguinaria incursión en Eslovenia, en Croacia y en Bosnia, decenas de miles de serbios protestaban en las calles de Belgrado para poner freno a la guerra y realizaban esfuerzos ingentes para remover a Milošević del poder.
Las negligencias informativas fueron severas durante esos años, a veces redundando en una parcialidad al menos curiosa. La opinión pública no dudó en volcarse hacia una estigmatización casi total de los serbios durante los años ’90 olvidando que, durante gran parte del período, el país estuvo bajo sanciones internacionales que, en lugar de facilitar la remoción de Milošević, lo reforzaron electoralmente, debilitaron a la oposición, condujeron a la criminalización de la economía y al empoderamiento de los señores de la guerra y redundaron una crisis económica sin precedentes con episodios hiperinflacionarios en 1993 y 1994. Como señaló Eric Gordy, lúcido analista de la política local durante esos años, era absurdo pensar que alguien pudiera organizarse para remover a Milošević del gobierno si tenía que pasar el día entero buscando comida para sus hijos.
Y finalmente, la frecuente estigmatización de los serbios durante la época, combinada con la implacable ambición de poder de Milošević y con el recrudecimiento de los conflictos entre las fuerzas de seguridad serbias y las guerrillas albanesas en Kosovo, permitieron hacia fines de la década que se llevara adelante una intervención militar contra Yugoslavia con el objetivo declarado de detener la violencia y la limpieza étnica. Bajo la influencia de una Madeleine Albright -cuya vida personal quedó marcada por el fracaso de las políticas de apaciguamiento hacia Hitler y por la entrega de Checoslovaquia a la Alemania nazi en 1938- que se permitía equiparar a Milošević con Hitler y justificar moralmente la necesidad de la intervención, y guiadas por un mal cálculo que preveía una campaña corta e intensa para disuadir al régimen serbio, las fuerzas de la OTAN llevaron adelante una campaña militar en Yugoslavia que terminaría durando varios meses, castigando a toda la población del país sin distinciones y profundizando los odios entre serbios y albaneses en la provincia de Kosovo.
En pocas palabras, lo que las posiciones de Handke ponían y siguen poniendo sobre la mesa, a pesar de su naturaleza no sólo censurable sino incluso grotesca, es el procedimiento por el cual la opinión pública optó por aceptar una imagen casi caricaturesca del agresor serbio, dejando así de lado todas las complejidades que el conflicto en la ex Yugoslavia tenía y sigue teniendo.
Aquellos que esta semana pusieron su grito en el cielo al ver que la Academia Sueca renunció a sus criterios políticos para seleccionar a sus galardonados harían bien en revisar también los riesgos que existen cuando el debate público, en lugar de informar y educar para alentar la prudencia, transmite y martilla para incitar a la condena.
*Agustín Cosovschi es doctor en Historia
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