Anteojos circulares con ornamentos dorados contornean su visión. A través de esas dos placas de vidrio oscuro, María Kodama mira el mundo durante esta tarde de septiembre. Estamos en una suite inmensa y lujosa del Palacio Duhau-Park Hyatt, al borde este de Recoleta, casi Retiro. Los gruesos ventales nos aislan del ronroneo de la calle donde la clase trabajadora concluye su jornada laboral y corre, entusiasta, a sus hogares. En esta habitación hay flores, un LCD tamaño mural, mesas de vidrio, un hogar a leña, una lámpara araña que cuelga del techo y muchísimo espacio. Cuando ya está todo listo —la cámara, la iluminación, el silencio y la ansiedad—, se abre la puerta y aparece Kodama.
Se acerca despacio y en silencio, saluda con delicadeza y vuelve su mirada hacia el piso, como si la timidez fuera una marca de su personalidad, incluso ahora, a sus insólitos 82 años, con toda una vida recorrida. Es escritora, traductora y profesora de literatura, pero por sobre todas esas calificaciones se impone otra, más rimbombante e inevitable: es la viuda de Jorge Luis Borges y, por consiguiente, su albacea, la protectora de su obra. No es una tarea tan sencilla. Borges fue uno de los autores más importantes del siglo XX, no sólo de Argentina y América Latina, sino del mundo entero. Súper leído, pero también súper citado, sobre todo mal citado. Contra eso también lucha Kodama.
El personal del hotel la saluda con un respeto que roza la admiración. Ella se deja mimar, aunque siempre mantiene la distancia y nunca exagera comodidad. Pide agua, bebe dos breves tragos y se sienta. Gestualiza un sí con la cabeza cuando su asistente le pregunta si está a gusto, cruza las piernas y, detrás de sus anteojos circulares, aguarda que caigan las preguntas que le permitan sembrar en el aire un árbol de anécdotas. Eso es lo que hará durante esta tarde de septiembre: regar ese árbol de mil hojas que va hacia el pasado y vuelve al presente para repensar a Borges, su obra, su personalidad, su contemporaneidad. Pero como suele decirse: primero, lo primero.
—Quisiera empezar preguntándole cómo se conocieron usted y Borges.
—Fue algo muy divertido, porque él era loquísimo y yo también. De modo que por eso se pudo dar esa relación fascinante, si no no se hubiera dado. Yo quería estudiar literatura, entonces un amigo de mi padre, que era un fanático de Borges, le dijo que, por lo menos una vez en la vida, tenía que escuchar a ese hombre, que para él era el mejor escritor y era importante que yo lo escuchara. Mi padre le dijo que me preguntara a mí, estaba seguro que no iba a entender nada, pero bueno, si quería ir, que fuera. Entonces voy. Fue muy interesante porque la sala estaba llena, la gente sentada en el piso. Y cuando sube al escenario... yo siempre quise enseñar, pero mi angustia era que yo no tengo volumen de voz, no lo tuve nunca y además de eso era re tímida. Si había diez personas de visita yo me escondía debajo de la cama, en un placard, no quería estar con gente que no conocía, entonces me preguntaba a mí misma cómo iba a ser yo, sin volumen de voz, siendo tímida, para hablar delante de treinta alumnos. Eso me llenaba de angustia. Cuando él sube al escenario, yo siento que los tímidos se reconocen como animales en la selva. Yo me digo: “Pero este señor es más tímido que yo y cómo va a hablar delante de toda esta gente”. Cuando él comienza a hablar, tenía un tono de voz muy bajo, yo quedé asombrada, y dije: “Si este señor puede, yo voy a poder”. Entonces eso fue como la primera seguridad que me dio en mi vida. Antes de eso, una cosa maravillosa: yo tendría nueve años, diez, y no sabía que eso fue antes de que me llevara este hombre a escucharlo. Yo no sabía quién era Borges, era muy chica, entonces tomé un libro que había en mi casa y empiezo a leer: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”. Yo dije: “¿Qué es esto?” Lo leí hasta el final sin entender intelectualmente nada, por supuesto, pero quedé atrapada por el ritmo que tenía esa prosa, para siempre, a tal extremo que si salía una ley diciendo que hay que quemar la obra de todos los escritores salvando una pieza, de toda la obra de Borges, sería la única que yo salvaría. Imagínense de qué manera me tomó a mí esa lectura sin entender. Por eso yo siempre digo: “Entender es una etapa secundaria, hay que sentir. SI uno no siente, déjelo, espero cinco años, diez, vuelva a leerlo”. Es como en la amistad o en el amor: uno cuando encuentra a alguien sabe si puede ser amigo o si puede enamorarse o no. Eso se siente antes del trato con esa persona, ¿verdad? Por lo menos así me pasa a mí, creo que a todo el mundo debe pasarle. Bueno, eso pasó y fue maravilloso porque hará tres años me dieron un libro muy interesante que Victoria Ocampo le había hecho a Borges contándole fotografías. Estaban las fotografías, Victoria Ocampo le describía la foto y le preguntaba y él decía qué había pasado allí. Me dieron el libro, porque lo iban a presentar en el Salón del Libro en París, para que yo hiciera el prólogo. Lo leo atentamente y llego a una parte en la que Victoria Ocampo le dice: “Acá hay una casa que tiene una escalera a la derecha, un jardín a la izquierda”. Y Borges contesta: “Ah, sí, es esa, la casa donde yo, en una semana, escribí ‘Las ruinas circulares’. Durante esa semana yo trabajaba en la Biblioteca Miguel Cané, yo comía con mis amigos, yo caminaba, pero lo único que quería era volver ahí, porque nunca, ni antes ni después, pude escribir algo con la intensidad con que yo escribí ese cuento”. Esa intensidad es lo que sintió una chica de nueve, diez años que no entendió nada y que sería la única obra de toda su obra que yo salvaría. Es muy divertido porque él me decía siempre que nosotros, seguramente, de todas las formas posibles después de la partida, la más lógica, con eso significa que ya no creía, era la reencarnación. Y que seguramente nosotros veníamos de varias reencarnaciones, entonces me decía que le prometiera que en la próxima nos íbamos a reencontrar. Yo le decía: “Sí, sí, seguro Borges, nos reencontramos. Ahora, usted sabe que yo soy salvajemente sincera. En la próxima, yo científica”. Y él cerraba los ojos desesperados y me decía: “No me diga eso”. Porque él volvería a ser escritor. “Entonces no nos reencontraremos”. “Sí, Borges. Dicen que en el infinito las paralelas se unen, así que nos reuniremos junto a ese dios, energía, fuerza primera, luz, como queramos llamarlo. No se preocupe”.
—¿Cómo fueron los primeros encuentros, las primeras conversaciones?
—Bueno, esa vez que yo lo encontré fue muy interesante. Sabés que yo iba por Florida y casi lo tiré al suelo. porque yo caminaba como una bala. Entonces, desesperada, le digo: “Ay, perdón. Yo lo escuché a usted cuando era chica. Perdóneme. Casi lo tiré”. Y él me dijo: “Bueno, ¿usted es grande? ¿En qué trabaja?” “No no, estoy en cuarto año del bachillerato”. “¿Y va a seguir estudiando?” “Sí”. “¡Va a seguir estudiando qué?” “Literatura”. Entonces, me dice: “Me interesan las lenguas antiguas”. Y yo, para hacerme la sabia, le dije: “¿El inglés antiguo? ¿Por ejemplo, Shakespeare?” “No, no, mucho más antiguo. Siglo VII”. “Ah no, no, no creo que eso pueda estudiarlo”. Y él me contesta: “Le estoy diciendo si no quiere que lo estudiemos juntos porque yo tampoco lo sé”. Ahora, loquísimo él para decir eso; mucho más loca yo para decirle: “ah, bueno, si es así, por qué no”. Entonces nos encontrábamos en lugares que han desaparecido: la Richmond de Florida o una confitería que había en la esquina de su casa, en lugares que ya no existen. Un día me dice: “Madre dice que yo no puedo, usted es una chica, una menor, no puedo tenerla de bar en bar, así que prefiere que estudiemos en casa”. Claro, la madre habrá dicho: “¿Quién es esta loca?” La madre quería conocerme, entonces llego, divina la madre, y era muy gracioso porque está el living y el comedor... La madre nació antes de tiempo porque le interesaba muchísimo la política y además discutía con personas que uno veía por televisión o leía en los diarios. Entonces, yo, a veces, trataba de escuchar de qué hablaban, y él enseguida se daba cuenta y me decía: “No escuche, están hablando estupideces. Concentrémonos en el anglosajón”. Así que me divertía muchísimo. Era una persona muy divertida, muy inteligente, inteligentísima. La pasaba muy bien con él. Y después, por supuesto, yo le había dado mi número de teléfono. Y él, inconsciente, me llamaba y me llamaba y me llamaba. Y yo estaba en el colegio o en la biblioteca. Y mi madre: “¿Qué quiere ese hombre? ¡Puede ser tu abuelo! ¿Qué es lo que quiere?” “Estudiamos”. “¡Vos estudiarás!” Unas peleas con mi madre... Porque él en ese momento no me decía nada. Entonces mi madre me trataba como si yo le mintiera. yo no le mentía. Entonces, unas peleas monstruosas. Entonces un día, él me dice: “¿Sabe cuándo yo me enamoré de usted?” “No tengo idea”. “Bueno, fue cuando recién nos conocimos y usted me dijo que Europa tenía lo que se merecía”. Yo le pregunté si me lo podía explicar. “Sí, claro, usted me dijo: ‘Europa tenía el Panteón Griego, los dioses se amaban, se odiaban, tenían hijos con mortales. Y los fieles rezaban de pie a sus dioses, y tenían la razón. Todo eso lo abandonan para abrazar una fe que hablaba por parábolas, con metáforas, cuyo primer mandamiento dice que no tendrás otro Dios más que a mí. Eso es visto por las sociedades civiles entonces, que unen Iglesia y Estado, y tenemos las tiranías que hay’”. Entonces me dijo: “Usted no pudo haber leído a Nietzsche”. Yo no tenía idea de quién era Nietzsche. “No, no, no sé quién es”. “Bueno, es un filósofo, y usted acaba de decirme en precisas y contadas palabras lo que Nietzsche necesita un volumen para explicar”. Entonces desde ese momento, mamá ya había muerto, dije: “Perdoname, mami, tenías razón”. Parece que en ese momento él se enamoró de mí. Fue muy divertido todo. La pasábamos bomba.
—¿Y cuál fue el momento en que usted se enamoró de él?
—Es otra historia, muy complicada. Pero, por ejemplo, hay una cosa que es muy linda. Yo tenía más o menos cinco años, y había una señora, que seguramente era una mujer muy joven, pero para mí era una señora, que tenía que enseñarme inglés. El sistema era fascinante para mí, porque ella me leía sin decirme el nombre de los autores. Era lo que a mí me interesaba: entrar lo antes posible al mundo adulto. Entonces me preguntaban: “¿Te gusta la profesora?” “Sí, me encanta”. “¿Te gusta cómo enseña?” “Me encanta”. Ella me leía en inglés, me hacía un resumen en español y seguía leyendo en inglés. Un día me lee uno de los dos poemas ingleses de Borges, no me decía el autor. Entonces, uno de ellos, que le dedica a una mujer de la que él está enamorado, él le dice que le ofrece “su soledad, su tristeza, el hambre de su corazón”. Para una criatura, el hambre es el estómago, entonces yo le digo: “¿Qué es el hambre del corazón?” Me dice: “Bueno, cuando crezcas vas a saber qué es”. Le digo: “¡No! ¿Qué es?” “Es el amor”. Por suerte no lo conocí al hambre del corazón, es muy importante. Yo todo el tiempo decía: “No siento hambre del corazón, ¿qué pasará?” Hasta que entendí que el hambre del corazón era una historia que no la podía entender hasta mucho más adelante en mi vida, pero tampoco yo podía preguntar porque me iban a decir “¿de dónde sacás eso?”. Era muy divertida mi vida. Fue muy divertida en ese sentido, siempre. Ese era uno de los dos poemas ingleses, la primera aproximación que yo tuve. Y en esa primera aproximación que tuve, sin saber quién era, sin tener idea de nada, yo sentí ya una cosa como muy fuerte con respecto a lo que esa persona decía sobre el amor. Y después, más o menos a los diez años, leí “Las ruinas circulares” y allí entonces yo no entendí intelectualmente pero sentí que eso era algo maravilloso. Como dije, si hubiera que destruir toda la obra de un autor y salvar una sola pieza, yo salvaba sólo a esa. Y cuando leí en ese libro que me dieron para que hiciera el prólogo, que él decía, como les dije antes, que nunca, ni antes ni después, él había podido escribir algo con la intensidad con que escribió ese cuento, bueno, él quiere decir que realmente quizás tenga razón y venimos de muchas vidas anteriores juntos.
—¿Y llegó a sentir el hambre del corazón?
—¡No, por suerte! Porque como estaba enamorada de él, él nunca me hizo ninguna maldad. Fue muy divertido porque cuando yo me recibí no había título de profesor, entonces a la semana o dos semanas me dieron en la Universidad de Buenos Aires el título de profesora honoraria de la universidad, porque cuando ya salió la posibilidad de ser profesor, yo ya no podía porque había que hacer seminarios y todo, y entonces no teníamos los que nos recibimos en esa época el título de profesor. Pero ahora, honorariamente lo soy. No me pidieron que dé una conferencia, sino que contara algo divertido de mi paso y estadía por la universidad. Entonces yo conté una anécdota muy divertida: Borges tenía una amiga muy querida por él que se llama Johann Lai. Yo había dado 29 materias y no podía dar la última. Entonces un día Johann me dice: “Porque él no quiere”. “No”, le digo. “Ahí tienes el teléfono. Llamalo y decile que no lo vas a ver hasta no dar tu materia”. “Pero no”. “¡Llamalo...! Si vos estás segura, llamalo”. Lo llamo y él me dice: “¡Esa es Johann que le llena la cabeza! ¡Venga, vamos a hablar!” Yo dije: “¿Cómo, qué es esto? Johann tiene razón”. Entonces voy. Primero empieza mal. Empieza: “¿Qué vamos a hacer con el viaje a Colombia?” Yo dije: “¿Qué es esto, un monstruo de egoísmo, pero qué me está diciendo? Bueno, usted puede ir a Colombia y hay 200 mujeres que pueden ir con usted”. “Sí, pero yo no estoy enamorado de ellas”. “Bueno, yo no soy celosa, así que no voy a pensar que si usted parte con alguna y tiene algo con ella no se preocupe”. “¿Pero cómo me dice eso? Yo no terminé el bachillerato y usted sí lo terminó y entonces para qué necesita un título”. Le digo: “Perfecto. Usted es Jorge Luis Borges y tiene su obra. Yo soy María Kodama, di 29 materias y doy la número 30. Adiós”, y me fui. Al día siguiente yo estaba en la casa de Johann, porque tenía a mis alumnos que estaban cerca de la casa de ella, entonces iba a comer algo, un sánguche, una cosa así, porque terminaba al mediodía con alguno de ellos. Y suena el teléfono. Me dice: "Seguro que es él. No vas a ceder... " Entonces me da el teléfono. “¿Qué está leyendo?”, me dice Borges. La verdad que tenía razón: era un plomo eso. "El Arcipreste de Hita”. “¡Qué plomo!” “No, así no, Borges”. “Está bien, venga que vamos a estudiarlo”. Diez puntos. Se sacrificó, me ayudó a preparar toda la materia. Entonces, olvidado todo, no era un monstruo de egoísmo. La relación siguió perfecta.
El buen humor que envuelve a María Kodama es evidente. Hoy está particularmente risueña. Su mente viaja por los laberintos de la memoria y se detiene en esa zonas generosas que solemos llamar anécdotas. Y mientras reconstruye cada escena con una precisión literaria, capaz de hablar como si estuviera leyendo un diálogo escrito, aparece, de pronto, su risa. No la puede contener. El recuerdo le provoca gracia y ella ha decidido de antemano ser protocolar en otras cuestiones, no ésta, donde no duda en catalogar su relación con Borges como divertidísima. Algo de la intimidad que se cuela nos permite espiar la personalidad del emblemático escritor argentino fallecido en la ciudad suiza de Ginebra un 14 de junio de 1986.
—¿Cómo fueron esos últimos días en Ginebra?
—Bueno, la historia fue así. Por suerte él había tenido una gira triunfal en Italia con una entrevista maravillosa que le hizo la RAI, lindísima entrevista. Estuvo casi como un mes de un lado al otro en Italia. Entonces él sabía, al salir de acá, que estaba muy enfermo y que iba a morir. Eso lo sabía. Me pidió que no dijera nada, por supuesto él sabía que en mí podía confiar absolutamente. Y partimos. Cuando terminamos esa gira por Italia, me dice: “Vamos a Ginebra”. “Sí, sí, claro”. Yo supuse que quería despedirse de Ginebra. Cuando llegamos allí me dice: “Vamos a encontrar un departamento”. Estábamos en el hotel adonde íbamos siempre. Entonces yo le digo: “Bueno, eso es imposible en Ginebra”. Él quería estar en la ciudad vieja, donde solo se le alquilan a personas que van con una compañía, porque saben que después se van, pero no a personas particulares. para los particulares hay un lugar cerca de Ginebra al que se puede ir. “Usted lo va a poder conseguir”. Bueno, la cuestión es que gracias al marido de una amiga que estaba allí, habíamos conseguido alquilar un departamento. Él me dice: “No vuelvo”. Yo pensé que él tenía miedo porque no se sentía bien y no me lo quería decir, entonces llamo al médico y al editor. El médico me dice: “No, él si quiere volver, puede volver”. Y el editor me dice: “Si él tiene miedo, hay aviones sanitarios. Los editores podemos hacer que él vaya con uno a Buenos Aires”. Entonces yo no le digo a él, porque ya me había dicho “no vuelvo”. A la noche me dice: “¿Usted habló con el médico?” “Sí”. “¿Puedo saber qué le dijo?” “Sí”. Y le conté. Entonces él me abraza y me dice: “Si usted me quiere como yo sé que me quiere, no puede querer..” Yo había olvidado eso. “No puede querer ver mi agonía empapelando las calles de la ciudad convertida en un espectáculo como sucedió con Balbín" (N. de la R., Kodama se refiere a la publicación de unas fotos de las últimas horas de Ricardo Balbín, cuando agonizaba en terapia intensiva).Le dije: “Borges, se hace lo que usted quiere. Yo lo que le doy son las oportunidades. El miedo es el peor enemigo, porque es el que uno se pone dentro de sí mismo. Y yo hice con usted lo que me gustaría que hicieran conmigo: que usted elija en libertad. Si usted quiere volver, usted sabe que puede volver. Si usted no quiere volver, está bien, no volvemos, lo que usted quiera, no volvemos, ya está”. Pero yo me había olvidado lo de Balbín, que efectivamente salió a la calle, sufrió un infarto, fue una cosa vergonzosa. A la enfermera decían que le habían dado dinero. Una cosa espantosa.
—Hablemos de la obra de Borges en relación con el presente. ¿Por qué cree que su obra sigue teniendo una actualidad desmedida, respecto a otros autores que van quedando viejos o antiguos? Borges sigue teniendo una gran vitalidad.
—Yo creo que la obra de Borges no es solamente contar una historia. Hay maravillosas historias contadas por muchísimos escritores. La obra de Borges está basada en todos los conocimientos que él tenía y por eso salen, por ejemplo “Borges y las matemáticas”, “Borges y la física”, Borges y todo, porque toda su formación fue a través de las conversaciones, sobre todo con su abuela inglesa. Su abuela inglesa, que sabía de memoria la Biblia, entonces Borges pudo tener acceso a la Biblia en una época en que estaba prohibida a los católicos leerla por un temor a la mala interpretación. Él sabía de memoria versículos y versículos de la Biblia. Y también la filosofía, que la hereda de la biblioteca de su padre, que había sido de su abuela. Entonces la mayoría de esos libros son de filosofía, también de literatura, de física. Muy interesante es toda esa biblioteca. Entonces yo pienso que todo ese interés surge a través de la forma y de los temas que él utiliza transformándolos en literatura, entre comillas, fantástica.
Si algo caracteriza a Kodama es su forma obsesiva de proteger la obra de Borges. No es casualidad que cuando aparece algún material en que esté implicado el escritor, ella enseguida posa su lupa para comprobar qué tan veraz es. Son muchos los casos que han estado en los medios culturales siendo materia de discusión por la comunidad literaria. Uno, por ejemplo, fue Borges, el libro póstumo de 1650 páginas de Adolfo Bioy Casares: son anotaciones sobre conversaciones informales que mantuvo con Borges y escenas cotidianas. Ahora, en esta entrevista, Kodama lo dice sin atenuantes: “Bioy era un traidor”. Otro caso, muy significativo, fue El aleph engordado de Pablo Katchadjian, un libro de muy pequeña tirada que se publicó en 2009 como un artefacto lúdico: el autor, que en ese entonces tenía 32 años, extendió el famoso cuento de Borges hasta “engordarlo” y formar una nueva obra: la posibilidad imaginaria de que Borges hiciera de ese cuento una novela. Un gesto artístico, una resignificación, podría decirse. Kodama lo llevó a juicio y Katchadjian estuvo muy cerca de ser condenado por plagio.
—¿Qué significa proteger la obra de Borges, ser la albacea, especialmente en una época donde parece que internet ha cambiado todo?
—Sí, es terrible, pero cuando uno ve cómo trabaja una persona en su obra, uno no puede permitir que internet o que lo que sea haga cualquier cosa. Yo pienso que, exista o no exista internet, hay un principio ético. Yo fui formada por mi padre que era nacido y criado y educado en Japón, de modo que tengo principios que son básicos: el respeto por la obra de otra persona, por la intimidad de otra persona. Respeto. Yo no puedo permitir que se falte el respeto, por ejemplo, con ese poema que había salido: “Si volviera a vivir no comería más helados”. Yo tardé cinco años de mi vida hasta que encontré el original, que era la traducción de un poema escrito por Nadine Stair, en esos libros de ayuda y todo eso. Y llevo todo eso al juzgado y digo: “Mirá, acá te dejo todo. Vos averiguás. Esto es lo que yo descubrí. Esto no es de Borges, de modo que yo no puedo permitir que esta estupidez funcione como un Borges”. Estupidez con respecto a la obra de él, después, con respecto a lo que ella hace es otra historia. Hice averiguaciones y era una cuestión comercial: vendían t-shirts, platitos, cositas. Entonces después hubo una orden diciendo que yo podía ir y demostrar que eso era de otra señora. En tal caso, él me daba la posibilidad de que un equipo enviado por el juez confiscara la mercadería. Pero por suerte no tuve que hacerlo porque la gente entendió, yo llevé lo que había investigado. Lo peor del caso, lo más vergonzoso del caso, es que en la feria del libro, cuando fui volví de un homenaje a Borges, llego con Hermes Villordo que era re tímido y veo colgada en la puerta de la biblioteca, a la entrada, en ese homenaje que hacía a él en esa Feria del Libro, el poema con la foto y la firma de Borges. Le digo: “Hermes, ayudame a sacar esto”. Me mira desesperado, porque era tímido, y me dice: “María, está muy alto, no se puede”. “¿No se puede?” “Yo lo voy a sacar”. Hago un salto y lo arranco. Hago un rollo y digo: “¿Dónde está Marta Díaz?” (N. de la R: ex directora de la feria, ya fallecida) Entonces voy con él y con Marta Díaz... ¿Vos te das cuenta lo que es mi vida? ¡Genial! Entonces le digo: “Marta, ¿qué significa esto? Es una vergüenza, ¿te das cuenta?” “No, porque las chicas...” “Marta, no seas argentina. Asumí la responsabilidad. las chicas tienen una responsabilidad. Tu trabajo acá es controlar lo que hacen las chicas, ¿o me equivoco? Que no vuelva a suceder. Es una vergüenza para vos, no para mí”. Me fui. ¿Qué voy a decirle? ¡Pero es así! Pero imagínense ustedes, cada cosa tener que asumir la defensa de algo... ¿yo cómo puedo permitir que eso circule como si fuera de Borges? Primero, es como acreditar que es un ladrón, porque está robando algo que ha sido escrito por otra persona y que no tiene nada que ver con él. No, de ninguna manera.
—¿Y en el caso del Borges del Bioy? Un libro que causa mucha fascinación, pero por otro lado es muy íntimo respecto de lo que es la vida de Borges.
—Bioy era un traidor. Es decir, no hay ninguna prueba de que eso haya sido así. Además, no tendría yo ese concepto de él si se hubiese publicado en vida. Pero él dispuso que se publicara después de que los dos hubieran partido. Ahora bien, ¿qué prueba hay de que Borges en realidad decía eso? Supongamos que lo dijera. Una cosa es, con un amigo, decir: “Che, ¿vos sabés que fulano de tal es un imbécil?” “Pero vos sabés que yo me peleé con fulano de tal y que en realidad yo no pienso eso, pero como me peleé te digo: es un imbécil”. “Pero si yo escribo eso después que vos te vas, sin ninguna prueba de que sea así, ¿es así o lo inventé yo para destruirte?” Y yo pienso que es eso, porque su Borges es la venganza de Bioy. Si vos recorrés todas las declaraciones que Borges hace sobre la obra de Bioy, o sea que no es lo que yo digo, vos podés ver en los diarios y revisar todo, ¿qué dice sobre la obra de Bioy? El único libro que siempre festeja, ¿cuál es? La invención de Morel. Libro corregido de principio a fin por Borges. ¿Vos creés que Bioy podía soportar eso? Bioy lo tenía atragantado acá —y se toma la garganta—. ¡Es obvio eso! Y además, Bioy era una persona realmente de terror. Era una especie de gigoló, ¿verdad?
—Quisiera preguntarle por El aleph engordado, el libro de Pablo Katchadjian. ¿Cómo lo ve ahora, con el tiempo ya transcurrido, a diez años de su publicación?
—Bueno, lo veo como una falta absoluta de respeto por la obra de otra persona. Si ese señor quería escribir, que escriba El aleph engordado, pero no modificando el texto de Borges. Que escriba un aleph engordado como él quisiera y que el título fuera el mismo a mí no me importa. Pero modificar la obra de Borges... de ninguna manera. No, eso es peor que un robo. Peor.
—Otro tema: el Nobel, que es como la Copa del Mundo de la literatura y que todos reconocen que Borges debería haberlo obtenido. Usted dijo que no ganarlo fue “el precio que pagó por su libertad”.
—Pero además he descubierto una cosa bastante interesante. El año pasado, el que anunciaba el Nobel se fue, o lo fueron. Porque lo que hacía era poner a sus amigos y separar a los que él no quería. Y además lo echaron por acoso. En realidad la historia es muy divertida porque a Borges no le importaba. Un día un señor le dijo en la calle: “Maestro, yo voy a rezar a Dios para que le den el Nobel”. “¡Por Dios!”, le dijo, “¡no haga eso! Si me lo dan, voy a ser un número más en una lista. Así soy como un ícono al que no le dieron el Premio Nobel”. Además fue muy fascinante porque yo me acuerdo que lo llamaron porque tenía que ir a Chile, a recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad Católica. En Chile en ese momento estaba Pinochet. Entonces suena el teléfono, yo voy a atender y le digo: “Ay Borges, es de Suecia...” “No nos hagamos ilusiones”. Lo acompaño hasta el teléfono y me iba a ir para que hablara tranquilo y él me retiene. Escucha atentamente y en un momento dado él dice, después de escuchar: “Mire señor, yo le agradezco muchísimo lo que usted acaba de decirme, pero hay dos cosas que un hombre no puede permitir...” Yo me imaginé lo que decía. “Dos cosas: sobornar o dejarse sobornar. Y después de lo que usted ha dicho, mi deber es ir a Chile. Adiós”. Yo, cuando él cuelga, entendí qué es lo que el otro le había dicho: que si no iba, se lo daban. Entonces le digo: “¿No lo quiere pensar?” “¿Lo pensaría usted? Usted sabe que no, ¿entonces?” Me abrazó. “Sigamos charlando”. Ya está. Es que era así: a él no le interesaba. Y, además, la maldad del periodismo, de cierta parte del periodismo, porque es como la regla que cuando un escritor, supongo que un científico también, recibe el premio de una universidad, el doctorado que es lo máximo que una universidad da, siempre está el Presidente. Por ejemplo en Francia estuvo Mitterrand, en Inglaterra fue el marido de la Reina el que bajó en helicóptero para almorzar con nosotros. Es decir, el protocolo es así. Entonces, hacer aparecer como que él iba porque... es todo una cosa muy perversa. Pero a él no le importaba, así que a mí tampoco.
La entrevista va llegando a su fin pero Kodama no baja la guardia. Para cada pregunta tiene una anécdota que la lleva a otra anécdota y así, de a poco, con su tono suave y su rauda cadencia, riega un árbol en el aire que crece sin parar. Son miles las hojas que proliferan y se superponen hasta construir una imagen del Borges cotidiano, ese que no se palpa en sus cuentos, ensayos y poemas, porque se escabulle mientras el lector se maravilla por el artificio creativo. Un Borges literario, sí, porque Borges respiraba literatura, la inhalaba y la exhalaba a cada segundo, pero sobre todo es un Borges humano. Ese es el Borges de Kodama.
—¿Le resulta difícil a usted separar al Borges persona del Borges autor?
—Ah, no, no. Para nada. Era muy divertido. Yo tuve una experiencia muy interesante porque yo decía lo que pensaba sobre las obras que él escribía. Si no me gustaba le decía: no. “Me parece absurdo eso”; “no me gusta”. Por ejemplo, El aleph yo le decía: “A mí no me gusta. Lo que tiene de fascinante es la descripción que usted hace de El aleph pero lo demás no me interesa. Me parece que desvaloriza el cuento”. Yo le decía lo que pensaba de su obra, pero desde que tenía 16 años en adelante. Y le decía por qué para mí, no quería decir que lo fuera para todo el mundo. Él me preguntaba y yo le contestaba.
—El proceso de escritura de Borges, cuando él le dictaba a usted, ¿cómo era ese momento?
—Era muy interesante, porque él, por ejemplo, cerraba los ojos muy fuertes. Por eso la foto que yo tengo en la fundación es él con los ojos así, porque en un momento era como que ni siquiera quería tener los ojos abiertos, para concentrarse más en su interior. Eso me parecía muy interesante como gesto. Apretaba, así, fuerte los ojos. Y si contaba sílabas en el aire era porque iba a escribir un poema. Y si no, me dictaba prosa. Era realmente interesantísimo, muy fascinante para mí. Y era perfeccionista, entonces corregía y corregía. Y a veces el editor le decía: “No maestro, es tarde, ya está en imprenta”. “Ah, bueno”, le decía, “entonces cuando salga la segunda edición avíseme porque vamos a hacer algunas correcciones”. Un día el editor me dijo: “Yo no sé si es mejor decirle que siga corrigiendo o después que tenga que corregir toda la obra”. Era perfeccionista.
—¿Es para usted Borges el mayor escritor, por lo menos del siglo XX?
—Bueno, yo creo que sí. Hay dos cosas que me gustan mucho que salieron de América para España, es decir, como los hijos que devuelvan algo a su madre. En la primera mitad del siglo XX, Amado Nervo, que cambia la forma de escribir la poesía española. Y en la segunda mitad del siglo XX, Borges con la prosa. La prosa de Borges cambia por completo la prosa en lengua española. Todos los autores españoles empiezan a concentrarse, hacer la estructura totalmente distinta.
—¿Llegará alguien mejor que Borges?
—Suponemos que sí. Si no mejor, será igual. Espero que sí, así la literatura continúa.
Cámaras: Matías Arbotto y Lihue Althabe | Edición: Melanie Flood y Carolina Villanueva
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