Antes de pandemias, toques de queda y distanciamientos, en abril de 2017, el tren en que la escritora Rosa Montero viajaba de Madrid a Málaga se detuvo en ningún lugar sin explicación aparente. En medio de aquel desolador panorama se destacó, por feo, un pequeño apartamento ubicado en medio de la nada sobre las vías del tren, de cuyo balcón metálico pendía un letrero de “Se vende”.
El primer pensamiento de Montero fue de lástima por aquel infeliz que desesperadamente quería vender ese horrible lugar sobre las vías del tren que, claramente, nadie quisiera comprar. Sin embargo, poco después, sus reflexiones cambiaron: “¿Y si alguien lo comprara?”.
Ese fue el “huevecillo”, como ella lo llama, de La buena suerte la historia de un hombre, Pablo, un otrora exitoso arquitecto español, quien, después de que su tren se detuviera en ese lugar, en la mitad de la nada, y viera el letrero de “Se vende” colgado del desapasible balcón, descendió en la próxima estación, se regresó y lo compró, para desaparecer indefinidamente en su interior.
“Tú no escoges las historias que cuentas, las historias de escogen a ti, son imágenes que aparecen en tu cabeza de la misma forma que los sueños aparecen en la noche, las historias que escribes son sueños que se sueñan con los ojos abiertos”, asegura Montero (Madrid, España, 1971) durante su charla con la periodista colombiana Ana María Restrepo como parte del Hay Festival Jericó.
El proceso creativo
Rodeada de libretas, la autora de La hija del caníbal explicó su forma de construir las historias. “Se suele dividir a los autores en escritores de brújula y escritores de mapa, los de brújula son aquellos que, cuando comienzan la novela, no saben nada; los de mapa son aquellos que ya lo saben todo, yo soy una mezcla; en mi caso, la historia se va formando a sí misma, los personajes te cuentan la historia y van creando su propio mundo, tu te metes en la cabeza de esos personajes y te muestran su mundo”
Asegura que a partir de ese momento en que el “huevecillo” pone todo en marcha, va tomando nota en cuadernos y, a lo largo de un año o poco más, va desarrollando el libro con lo que los personajes han puesto en su cabeza.
“Lo primero es el huevecillo, lo segundo que se me ocurre es cómo va a ser la novela, cómo va a sonar, si va a ser grande o más breve, si va a tener diálogos o no, si va a tener mucha o poca gente, si va a tener muchos narradores o uno solo, qué tipo de narrador va a ser, si va a ser una novela intimista o va a tener mucha acción”.
Posteriormente, en grandes cartulinas, va creando la estructura de la historia, combina y organiza capítulos, temas, estructuras y solo cuando tiene todo medianamente claro, comienza a escribir.
“Todo sale de una manera muy natural, con muchísimo trabajo, pero la novela va creciendo como un arbolito: una ramita aquí, una hoja allá; con todo lo que va creciendo ahí, al final de ese año, año y pico, tienes en tu cabeza una visión maravillosa, una especie de cosmos; el problema es pasar eso, que en tu cabeza siempre es precioso, luminoso y musical, al texto sin que se pierda, ahí está el oficio”
Explica que nada de lo que hay en su obra es autobiográfico.”No me gusta para nada”; sostiene, por el contrario, que, para ella, escribir es una especie de viaje cósmico, un viaje al otro, a los otros, aunque, reconoce que, como pasa con los sueños, finalmente lo que escribe la representa de manera simbólica “aunque ni tu misma seas capaz de entender cómo”.
La raíz del mal
La ganadora del Premio Nacional de las Letras Españolas en 2017 aseguró durante su primera charla en el Hay Festival de Jericó que, cuando comenzó a escribir La buena suerte, no entendía la razón de que el personaje se hubiera bajado del tren, sin llegar a su destino, y decidiera comprar ese sitio; para descubrir porqué aquel hombre había decidido desaparecer en un agujero en la mitad de ninguna parte sobre las vías de un tren, tuvo que emprender un viaje que le llevó casi tres años. “Y ustedes lo leen en dos días”, concluyó, en referencia a su más reciente obra, que define como una novela de misterio existencial que habla “sobre ese mal tremendo que no nos cabe en la cabeza y nos destruye”.
A pesar de que el mal está presente de diferentes maneras a lo largo de esta y de gran parte de su obra, Montero asegura que es irremediablemente optimista con relación a la especie humana y que, con el paso de los años, ha ido viendo con más esperanza el mundo, a medida que se da cuenta de que el ser humano tiene lo que ella califica como una asombrosa capacidad de supervivencia.
“Podemos estar destruidos por algo, quedar convertidos en un moco pegados al suelo y, a pesar de eso, podemos volver a ponernos de pie; heridos, mutilados, llenos de cicatrices, somos capaces de volver a construirnos una vida digna e, incluso, una vida mejor; eso es lo que he ido viendo a lo largo de mi vida y esa es mi convicción íntima del mundo. Todas mis novelas son de supervivientes porque yo creo que el ser humano es, básicamente, un superviviente”.
No obstante, asegura que es necesario tener una base ética. “No se trata de sobrevivir a cualquier coste”, sostiene, y explica que es ahí, en el proceso de la supervivencia, donde aparece el balance entre el bien y el mal. “También estoy convencida de que el ser humano esta construido fundamentalmente para el bien; por eso el mal nos horroriza tanto; ahora, hay gente muy mala, hay un 10% de gente que es realmente muy malvada, el resto, con muchas sombras, con muchas miserias, estamos del lado de los buenos”.
Sin embargo, considera, hay un mal absoluto, ese que, para poder explicarlo, las religiones han creado demonios y seres malignos, ese que no tiene sentido. “Es un mal tan atroz que es el que nos vuelve locos, porque no sabemos dónde colocarlo, ese mal de madres y padres que, debiendo ser nido, protección y ternura para su hijos, lo que hacen es torturar, violar y matar a sus hijos”.
Asegura Montero que, ante ese mal tan brutal, ni siquiera nos alcanza la culpa; nos lleva casi hasta la locura, porque, como seres pensantes, no podemos racionalizarlo. “La culpa es una manera de negociar y de encontrar un sentido para el mal, te sientes culpable y hasta parece que puedes hacer algo para desaparecer ese mal, pero con estos males absolutos ¿qué hacemos? Esa es la gran pregunta que se queda sin respuesta en mi libro porque realmente no tiene respuesta”.
De normalidades y otros mitos
Otro de los temas que Rosa Montero ha explorado en este y en otros de sus libros, es lo relacionado con la enfermedad mental. “Estudié sicología cuatro años; hasta los 30 años, tuve tres períodos de angustia, de ansiedad, y he llegado a la conclusión, después de tanto tiempo, de que la normalidad no existe en absoluto, todos somos, de alguna manera, desviados de la norma, de ese patrón normativo”.
Lo que hay que hacer, asegura, es desdramatizar la enfermedad mental, pues, sostiene, alrededor de la mitad de la población mundial va a tener, en algún momento de su vida, un episodio relacionado. “Hay que luchar contra el estigma, que la gente pierda el miedo, ese horror que tenemos de lo que mal llamamos locura, que no encierren a la gente en una soledad social tremenda, porque esa soledad es lo que empeora lo que llamamos locura, que es una ruptura de la narración social, la manifestación de alguien que, en su manera de contarse a sí mismo, en su manera de contarse el mundo deja de estar de acuerdo con la visión del resto”.
Por estos días, anunció, después de meses de “Zooms”, entrevistas, charlas, conferencias y clubes del lectura, está tratando de regresar a una novela que tiene “parada”, lo que para ella significa seguir adelante. “Las novelas son fragmentos de tu vida, escribir una novela es vivir y es vivir con mucha intensidad, es un pedazo de tu vida, pero la terminas y queda atrás. No te pasas toda la vida mirando para atrás, ni queriendo vivirlo todo de nuevo, es una parte de mi vida que queda atrás”.
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