A menos de 48 horas de su publicación en Harper’s, la “Carta sobre la justicia y el debate abierto”, un documento de apenas 532 palabras que firmaron 153 figuras prominentes de las artes, la academia y el periodismo —dos ya se retractaron—, ha levantado tal revuelo en las redes sociales y causado tanta controversia que en los Estados Unidos se alude a ella como, simplemente, “la carta”.
Con los nombres de escritores como Margaret Atwood, John Banville, Salman Rushdie, Martin Amis y J.K. Rowling; intelectuales como Noam Chomsky, Garry Kasparov, Gloria Steinem, Enrique Krauze y Francis Fukuyama, y periodistas como David Brooks, Jeet Heer, David Frum y Zakaria Fareed, la carta hizo una defensa simple de la libertad de expresión que los firmantes ven afectada por un imaginario dominante de lo correcto: “El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido”, advirtieron sobre la sombra de la censura. “La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a quienes carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente”.
Pero aun con expresiones difícilmente polémicas como “La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desecharlas”, la carta, que además saldrá en la edición impresa de octubre de la revista, causó una polémica que, según muchos analistas, justifica precisamente su razón de ser.
“Estas declaraciones no hubieran sido inflamatorias hace diez años”, dijo Giulia Melucci, vicepresidenta de Harper’s, a The Daily Beast. “Ahora se las considera incendiarias y la gente corre y se esconde, temerosa“, agregó, acaso en referencia a Kerri Greenidge, historiadora de la Universidad Tufts, y Jennifer Finney Boylan, activista transgénero y profesora de la Universidad de Columbia, quienes se retractaron de su adhesión al texto.
En un texto titulado “El hartazgo de los intelectuales de Estados Unidos ante la dictadura del pensamiento único de la izquierda”, el corresponsal del periódico español ABC en Nueva York, Javier Ansorena, argumentó que “La reacción furibunda a la carta explica, mejor que nada, su por qué”.
También Jonathan Freedland, escritor, columnista de The Guardian y Premio Orwell de periodismo señaló lo mismo: “La reacción a la carta ha probado su necesidad”. Aunque no son las 95 Tesis de Martin Lutero, ironizó, las ideas que sostiene “bien podrían llegar a verse como un punto de inflexión en una disputa que ha estado resonando, en buena medida en las redes sociales, durante meses, si no años”.
Eso a pesar de que se trata de un texto “anodino” —como citó a una de las firmantes, Anne Applebaum— que, “como muchas cartas abiertas, representa el menor denominador común”. Es, recordó, el modo habitual de lograr la convergencia de muchas personas que piensan distinto, como por ejemplo David Frum, quien como autor de los discursos de George W. Bush acuñó la expresión “eje del mal” y Zephyr Teachout, profesora de derecho de Fordham y demócrata, que perdió en la interna la candidatura a la gobernación, a manos de Andrew Cuomo, y ha sido una fuerte defensora de Bernie Sanders.
Según The New York Times, la carta fue redactada por unas 20 personas, pero fue idea de Thomas Chatterton Williams, columnista de Harper’s y autor de Self-Portrait in Black and White: Unlearning Race. Tras la publicación, Williams tuiteó: “Esta carta abierta es una señal de apoyo a aquellos que se han sentido aislados o incapaces de expresarse libremente sin temer una represalia. Aquí hay muchas, muchas personas que pueden no estar de acuerdo con todo pero que se unen contra la censura en cualquiera de sus formas”.
Williams aludía así a cierta cristalización del pensamiento de la corrección política que tomó formas como las que describió ABC: “El jefe de opinión de The New York Times, James Bennet, tuvo que dejar el periódico por publicar una columna de opinión de un senador republicano que llamaba a una respuesta militar a las protestas violentas”, ilustró Asorena. “Un analista político perdió su trabajo por compartir en Twitter un estudio de un profesor de Princeton que mostraba que los incidentes raciales violentos en la década de 1960 tuvieron como consecuencia pérdida de voto para el partido demócrata. El verano pasado, un profesor de la New School fue investigado por decir un término despectivo de la minoría negra al citar un texto del poeta negro James Baldwin (una alumna le dijo que bajo ninguna circunstancia, y eso incluye el ámbito académico, una persona blanca podía pronunciar esa palabra)”.
Es lo que últimamente se ha denominado cultura de la cancelación, que conlleva la paradoja de, en nombre de las minorías oprimidas de cualquier clase, objetar la libertad de expresión que, precisamente, ha sido siempre el instrumento principal de las políticas de liberación.
Hay otros ejemplos, como en el retiro de la película Lo que el viento se llevó de la programación de HBO, en medio de las protestas contra el racismo que siguieron al asesinato de George Floyd mientras lo detenía la policía de Minnesota, la renuncia de Hank Azaria a seguir dándole voz a Apu en Los Simpsons, la edición o la eliminación de episodios de The Office y Community o la polémica en el show Operación Triunfo cuando María y Miki tenían que cantar “Quédate en Madrid”, la canción de Mecano que contiene la expresión “mariconez”.
Jesse Singal, uno de los firmantes, se presentó en Reason como “un veterano de las guerras en Twitter”, pero que aun así de curtido quedó “atónito” ante “la respuesta inmediata y virulenta”, según reconoció. El periodista de la revista New York citó un refrán en inglés, “A hit dog will holler”, equivalente a “A quien le quepa el sayo, que se lo ponga”: no podía dejar de pensar en él, escribió, a medida que observaba “cómo un número considerable de la intelligentsia progresista respondía con furia, incredulidad e indignación intensas” a la carta.
Él veía en el texto, y por eso lo suscribió, “una defensa robusta de los valores liberales” hecha “por gente básicamente de izquierda”, que “no andaba con rodeos” al hablar de Trump y el autoritarismo de derecha en Europa como “amenazas graves a la sociedad liberal”. Pero también decía —y eso, opinó, fue el detonante del escándalo— “que probablemente llegó la hora de poner orden empezando por casa”.
Entre las críticas, destacó, una reveló particularmente “la zona de guerra” que, al menos en las plataformas en línea, constituye el panorama presente de lo que llamó “la izquierda estadounidense”: “Ninguno de ellos [en alusión a los firmantes] han sido censurados en la historia reciente”. Rushdie y Kasparov podrían disentir.
Para concluir citó la retractación de Boylan, quien tuiteó: “No sabía quién más había firmado esa carta. Pensé que estaba respaldando un mensaje bien intencionado, aunque vago, contra la humillación pública en internet. Sabía que Chomsky, Steinem y Atwood estaban allí, y pensé, buena compañía. Las consecuencias recaen sobre mí. Lo siento mucho”. Estimó que esa disculpa era una buena síntesis de todo el rifirrafe: “La razón por la cual la gente se enoja tanto con esta carta a favor de la libertad de expresión es que realmente no están a favor de la libertad de expresión. No cuando se trata de alguien que no es su aliado, al menos”.
Cofirmante como Boylan, el autor Malcolm Gladwell participó en el hilo que ella abrió con su disculpa, también para disentir con esa idea de sólo hablar con quienes se está de acuerdo desde antes: “Yo firmé la carte de Harper’s porque había mucha gente que también la firmaba con cuyos puntos de vista estoy en desacuerdo. Pensé que de eso se trataba la carta de Harper’s”
En su blog Marginal Revolution, Tyler Cowen (economista de la Universidad George Mason y autor de The Great Stagnation) fue un paso más allá y dijo que, si se la lee a la luz del pensamiento neoconservador de Leo Strauss, la carta es, en realidad, un texto “sobre los límites y la impotencia de la libertad de expresión verdadera, y la necesidad de quedar constreñidos por el consenso social”.
Actualmente existe, argumentó, ‘un nuevo grupo de ‘reguladores del discurso’ (no en el sentido legal, al menos no habitualmente) que carecen de humor y resultan odiosos, y yo diría que son neuróticos en el sentido psicológico del término. Propongo que nos quejemos del verdadero problema, a saber, la fibra moral, los temperamentos emocionales y las visiones del mundo reales de los individuos que se han arrogado para sí las nuevas funciones de censura del discurso”.
Cowen desafió al lector: “Parece que los individuos elegidos [como firmantes] en particular fueron seleccionados con un ojo puesto en que fueran agradables al gusto público e intelectual. ¿Creemos realmente que habrían invitado a [llene el espacio con el nombre de la persona ‘mala’ de su elección] a firmar?”. Concluyó: “Para crear un himno a la libertad de expresión que resultara aceptable para Harper’s y mereciera un artículo que no lo condenara en The New York Times, los organizadores tuvieron que ‘restringir la libertad de expresión’ de un modo no del todo distinto al que objetan”.
Desde otra perspectiva, el ensayista Fredrik de Boer escribió algo similar en su blog: “Por favor, pensemos por un minuto y consideremos: ¿qué significa que un respaldo completamente genérico de la libertad de expresión y el debate abierto sea, en sí mismo, diagnosticado de inmediato como antiprogresista, como anti-izquierda? En esa carta abierta no se discute, literalmente, ninguna instancia específica, ningún hecho del mundo real sobre el que pueda haber una controversia específica y material. Entonces, ¿cómo puede alguien objetar que se apoyen la libertad de expresión y el debate abierto sin oponerse a esas cosas en sí mismas?”.
Tras concluir que “no se puede” y caracterizar a Twitter como un espacio para aquellos “que han tomado conciencia” juzguen “a los gritos” a los demás, propuso: “Si quieres argumentar que la libertad de expresión es mala, adelante. Si quieres adoptar una política de dominación que (te imaginas) resultará en que tú seas el censor, adelante. Pero hazlo sin más. Hazte cargo”.
Aunque no en respuesta a de Boer, Zoe Williams, columnista de The Guardian, señaló el extremo imposible al que conduce esa lógica: si la libertad de expresión poseyera una condición moral en sí misma, en un vacío, fuera de todos los contextos, se llegaría a la contradicción de tolerar la intolerancia. Nadie celebra —al menos no públicamente— el 20 de abril con una torta de manzanas y nueces, Wiener Apfelkuchen o Torta del Führer, para celebrar el cumpleaños de Adolf Hitler. O sí: los nazis, que no adhieren a los valores liberales.
“No existe tal cosa como la tolerancia total”, escribió Williams, “ni existe tampoco tal cosa como la libertad de expresión pura: la expresión de algunos puntos de vista necesariamente infringe la dignidad y la libertad de otros. Esto se debe en parte a una falla del discurso en sí mismo, que tiene la facultad de plantear proposiciones imposibles pero no de resolverlas. Básicamente, es una falla de los humanos. Deberíamos pensar mucho antes de alinearnos detrás de una abstracción, en cualquier dirección: los absolutos tienen la tendencia a disolverse en contacto con la realidad”.
Y la realidad, recordó como conclusión, “con sus negociaciones y sus incomodidades y sus demandas contradictorias”, es el espacio donde viven las personas.
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