Podemos encontrar anticuado el dilema entre la disciplina del arte y el desenfreno de los sentidos que sostiene la trama de La muerte en Venecia, novela breve que Thomas Mann publicó en 1912. ¡Sin duda lo es, a esta altura! Pero los grandes escritores realistas tienen la ventaja de continuar suscitando interés cuando las discusiones que animan los destinos de sus personajes se han vuelto asuntos remotos, cuando no perimidos.
Es por eso que, en las circunstancias actuales, es difícil permanecer indiferente ante la descripción de la epidemia que Mann deslizó entre las páginas de ese relato. “Por un lado” –leemos allí–, “se decía que el número de defunciones ascendía a veinte, a cuarenta, a cien, incluso a más; pero por otro lado, si no se negaba en redondo la existencia de la peste, se la limitaba a casos aislados. Y, diseminadas aquí y allá, aparecían advertencias amonestadoras, protestas contra el peligro, ruegos de las autoridades. No había manera de adquirir una certidumbre”.
Es en ese contexto enrarecido que Gustav von Aschenbach, un escritor que comienza a envejecer, lee las primeras noticias de la plaga que asolará Venecia y acabará con su propia vida.
Aschenbach es viudo y sólo tiene una hija, ya casada. Con el tiempo, este burgués instalado en Múnich se ha transformado en el tipo de escritor oficial que las antologías escolares homenajean. (Incluso se le concedió el título nobiliario.) Pero ha viajado a Venecia para experimentar la última aventura, a la vez sublime y ridícula, de su existencia. En el hall del hotel donde se aloja, descubrirá a Tadzio, un joven polaco –en realidad, un niño– de quien se enamora. A causa de su belleza, elegirá permanecer y morir en una ciudad sitiada por la epidemia.
Como es previsible, en la novela abundan meditaciones sobre el “amor griego” y las teorías de Platón, cuyos diálogos socráticos –en especial, el Fedro– se parafrasean en dos momentos cruciales del relato. Aschenbach rinde culto al mártir más queer del panteón cristiano –San Sebastián– y contempla la pintoresca realidad italiana con los lentes de la antigua mitología helénica: baraja alusiones que van desde el ménage à trois homosexual de Jacinto, Apolo y Céfiro hasta la dualidad explorada por Nietzsche entre lo apolíneo y lo dionisíaco.
Pero la epidemia de cólera, originada en el delta del Ganges, viene a interrumpir los devaneos estéticos de Aschenbach. La peste avanza mientras muchos se empecinan en mirar a otra parte; una vez más, se conjugan la ignorancia y la codicia, pero también “la política de silencio y negación” de los gobernantes. De tal modo que el funcionario honrado que supervisa el área sanitaria se ve rápidamente reemplazado por "otra persona menos escrupulosa y más flexible”.
El resto es un catálogo de inquietudes –algunas imaginarias, otras muy reales– con las que la actual pandemia nos obligó a familiarizarnos: “El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados, de tal modo que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes”.
El hechizo de la montaña mágica
En el verano de 1921, Thomas Mann visitó a su esposa en un sanatorio de Davos, donde ella completaba un breve tratamiento. Su experiencia le inspiró la idea de escribir un contrapunto burlesco a la historia de Aschenbach. “Lo que me propuse" –confesó más tarde– "fue una historia grotesca, en la que la fascinación a través de la muerte, propia de la novela veneciana, degenerara hasta lo cómico”. La extensa novela se publicó recién en 1924 y, de inmediato, se transformó en un clásico.
Si La muerte en Venecia nos enfrenta a una epidemia que se desata en plena temporada turística y no distingue entre mendigos, músicos ambulantes, escritores envanecidos o viajeros adinerados, La montaña mágica nos confronta con una sociedad cosmopolita de tuberculosos: en otras palabras, un grupo de aristócratas y burgueses de buen pasar que se hospitalizan en el Berghof, clínica de lujo en lo alto de los Alpes suizos. (Mann ya había pulsado la cuerda satírica en “Tristán”, relato de 1903 que narra una historia de amor wagneriana en el ambiente poco propicio del sanatorio Einfried: una Montaña mágica en miniatura.)
El novelista relata un acontecimiento que ocurrió hace muy poco como si se tratase de sucesos remotos: la Primera Guerra Mundial funciona como división entre dos eras geológicas del relato. El libro es, en lo esencial, una historia de preguerra: la odisea de Hans Castorp, flamante arquitecto naval que acude al Berghof con la excusa de visitar a su primo Joachim. A causa de una manchita en uno de sus pulmones, también Hans quedará internado allí: las pocas semanas que planeaba dedicarle a Joachim acaban convirtiéndose en siete largos años. Durante ese compás de espera, vivirá un romance con una misteriosa mujer rusa, Clawdia Chauchat, e irá intimando con los estrafalarios habitantes del sanatorio.
Thomas Mann despliega un elenco multitudinario de personajes muy vívidos. En ese conjunto, se destacan Settembrini y Naphta, pacientes con ínfulas de preceptores que se disputan la conciencia en formación de Hans Castorp. El italiano Settembrini es un humanista expansivo y locuaz, partidario demócrata de la Ilustración y el progreso. Mucho más abigarrada es la ideología de su rival: Naphta es un judío convertido al catolicismo jesuita y a una variedad anárquica del marxismo, un fanático reaccionario de talante irracionalista... “Apóstol de una especie de prefascismo”, lo llamó con razón György Lukács.
(Suele afirmarse que, a través del personaje de Naphta, el escritor parodió a Lukács, pero el propio Mann desautorizó esa lectura en una carta al germanista Pierre-Paul Sagave.)
Entre Naphta y Settembrini se entabla un duelo entre visiones opuestas del mundo, que Mann tiene la inteligencia de dejar en suspenso. Entretanto, el libro documenta asombros del pasado reciente, como el indecoroso interior del cuerpo humano, fotografiado por los rayos X, o el fantasma vivo de la música, capturado por el fonógrafo. También anticipa horrores del inmediato porvenir: el ruidoso fracaso del ideario liberal, el triple ascenso del antisemitismo, el fascismo y el nazismo. Otro hallazgo de la novela es su dominio de la distancia irónica: el modo sutil en que se disocian las aventuras del héroe del narrador socarrón que las relata.
En un pasaje memorable, Settembrini sostiene que la música nos despierta a un disfrute más refinado del tiempo. La novela, de hecho, está salpicada de reflexiones sobre la experiencia temporal. Por eso no extraña que Paul Ricoeur le haya dedicado un análisis notable en el segundo tomo de su largo estudio Tiempo y narración (1983-1985). Según el filósofo francés, esta “fábula de reclusión espacial y temporal” dramatiza entre otras cosas “la confrontación de Hans Castorp con el tiempo abolido”.
El protagonista, de hecho, experimenta como una condena la sobreabundancia de tiempo y el cautiverio en “el mundo de arriba” del sanatorio, pero no tarda en descubrir que esas condiciones también posibilitan la expansión de su conciencia. Después de todo, ¿por qué no considerar la enfermedad como una aventura espiritual? Mediante esa clave, Mann reelabora y pervierte los protocolos de ese género tan alemán, la “novela de formación” (Bildungsroman).
En la suntuosa prisión del Berghof, las semanas pasan como días y los años, como semanas. El narrador parece sugerir que estamos habituados a lamentar la escasez de tiempo, pero poco entrenados para lidiar con su sobreabundancia. En cualquier caso, La montaña mágica contiene una enciclopedia de trucos para amigarse con la monotonía de las horas que circunstancias anómalas nos obligan a pasar en reclusión.
Sus personajes se abandonan a la pasión por la fotografía o la afición al chocolate, y se entrenan en dibujar con los ojos vendados o en superarse a sí mismos en juegos de cartas para solitarios. Cuando no discuten la utopía linguística del esperanto, se reúnen para celebrar sesiones de espiritismo o fuerzan hasta las últimas consecuencias discusiones políticas que parten de posiciones irreconciliables. Otras diversiones son más sutiles: entre ellas, el asombro renovado de escuchar música a través de un aparato que, mágicamente, la reproduce en ausencia de los intérpretes.
Se trata de antiguos recursos fechados; muchos de ellos, costumbres condenadas al olvido, que la historiografía desdeña documentar. Pero perduran en las páginas de esa novela inagotable y son curiosamente afines a los que desplegamos un siglo más tarde durante esta interminable cuarentena.
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