La última noche de Tupac en la calle fue la del 7 de septiembre de 1996. Iba en un BMW negro, música fuerte, rumbo al Club 662. Manejaba Suge Knight, director de Death Row Records. De pronto, un Cadillac blanco se cruza y un grupo de hombres comienzan a dispararle. Doce balas contó la policía cuando llegó al lugar. Tupac recibió tres balazos que lo mandaron al hospital. No era la primera vez, pero sí la última. Estuvo sedado y conectado a un respirador hasta que entró en un coma inducido. Tras varias operaciones —le extirparon un pulmón—, las hemorragias internas y la insuficiencia cardiorespiratoria no ayudaban. Seis días después, su madre, Afeni, activista antirracista y exmilitante del partido Panteras Negras, tomó la decisión de dejarlo ir. A las 16:03 murió el —probablemente— rapero más importante de la historia. Tenía 25 años.
En los videoclips, en los murales o en las fotos de época, a Tupac Shakur —nacido como Lesane Parish Crooks en Harlem, Nueva York, 1971— se lo reconoce fácil: un pañuelo o una gorra en la cabeza, bigotes y barbilla, un pequeño piercing brillante en la nariz, labios gruesos, sonrisa tierna y una mirada penetrante. Su rapeo es sólido, el flow suave y rítmico, su voz denota más edad de la que tiene y sus letras trafican mucho cultura gangster pero también un nivel de compromiso social prácticamente inédito. Su carrera artística fue también un activismo lleno de solidaridad y conciencia de clase. “La realidad es triste, y yo soy un realista”, solía decir. Esta faceta poco explorada está muy bien desarrollada en el libro Por qué escuchamos a Tupac Shakur de Bárbara Pistoia que es, además de un gran trabajo periodístico, una reivindicación.
El libro se publicó a fines del año pasado por la editorial Gourmet Musical dentro de su colección “Por qué escuchamos a” donde se pueden encontrar textos de Aníbal Troilo según Eduardo Berti, Led Zeppelin según Luis Sagasti o Stevie Wonder según Edgardo Scott. Por estas latitudes no hay tantos libros de hip hop, quizás por eso este, el de Bárbara Pistoia, es una anomalía que, ya desde el principio, intenta escaparse de etiquetas simples. No es un libro “musical”, tampoco un mapeo histórico desde el inicio del género, mucho menos una literatura fan. Con algo de los tres elementos, narra la historia de un hombre, una vida, una voz, una propuesta, un legado y, sobre todo, un contexto. “Pocos errores salen más caros que pensar a la historia como un capítulo cerrado de una novela”, escribe la autora en la introducción.
Bárbara Pistoia nació en Buenos Aires en 1979, es artista visual —expuso obras, da talleres, en 2017 publicó el libro ilustrado Dinosaurios—, escribe en Polvo y Estación Libro, creó el newsletter de arte Delivery y dirige Hiiipower Club, un interesantísimo sitio sobre hip hop y black arts. Ahora, desde su departamento, en medio del silencio de un domingo aún más domingo por la cuarentena, responde algunas preguntas para Infobae Cultura. “No hubo un trabajo de investigación exclusivo”, comienza diciendo sobre lo que sobresale en el libro: la voz de Tupac está todo el tiempo presente a tal punto que por momentos parece una gran y ecléctica entrevista. “Más bien es el resultado de lecturas hechas a lo largo de muchos años, de tenerlo muy escuchado a él y de saber de entrada qué es lo que quería contar”, agrega.
Tupac Shakur es hijo de una activista clave del partido Panteras Negras, Afeni Shakur. Como su padre, un camionero que ayudaba al partido ocasionalmente, nunca se hizo cargo, lo crió su padrastro, Mutulu Shakur, que pasó cuatro años en la lista de los diez fugitivos más buscados del FBI por, entre otras cosas, ayudar a Assata Shakur —”madrina espiritual” de Tupac— a escapar de una cárcel de Nueva Jersey por haber asesinado a un policía en 1973, lo cual se comprobó que era mentira. En ese contexto de militancia, clandestinidad y persecución, creció este futuro rapero. Nació en el barrio neoyorquino de Harlem del Este, cuando tenía 15 años se mudaron a Baltimore y cuando rondaba la mayoría de edad se instalaron en California, en la costa opuesta. Su familia, además de política, era artista, por lo que fue actor de teatro y estudiante de poesía.
Esa sensibilidad estética se mezcló con su herencia activista y dio lugar a un hip hop que hasta el momento no se veía. Empezó en 1991 con 2Pacalypse Now, su disco debut. En total publicó seis álbumes de estudio. Tupac es representante de un subgénero dentro del hip hop, el gangsta, que tenía por objetivo contar lo que sucedía en las calles. Los noventa no fueron una década fácil. Ilegalidad y marginalidad. Ante la fragmentación social, en los suburbios se formaban bandas por barrio para defenderse, no sólo de la policía, también de las otras bandas de los otros barrios. El consumo de drogas se propagaba y eso le servía al Estado para reprimir y disciplinar a la sociedad. “El Gobierno habla de guerra contras las drogas. No existe tal cosa (...) Estamos permitiendo el genocidio”, decía Tupac, con una lucidez que descollaba.
En Por qué escuchamos a Tupac Shakur está muy bien explicado el contexto sociopolítico. De la esclavitud de los negros a esta guerra entre pandillas y al abuso policial hay un hilo conductor: el racismo. El marco gubernamental por el cual Bárbara Pistoia habla de “estatización de la esclavitud” cuenta con, por ejemplo, la Ley de las Tres Faltas que habilitó Bill Clinton en 1994, también conocida como 3 Strikes, que indicaba que al tercer acto delictivo la detención sería de por vida, o la ley Stand Your Ground de Florida donde “podés matar a alguien si te sentís bajo amenaza”. El sistema penal estadounidense criminalizaba a los afrodescendientes mandándolos a la cárcel mediante causas más que sospechosas. Lo sufrió la generación previa —el caso Panther 21 es paradigmático— y lo seguían sufriendo Tupac y los suyos. “El problema no son las razas, son los gobiernos capitalistas y sobre todo Estados Unidos”, decía.
“Mi adolescencia empezó justo con el inicio de la década del noventa —dice Pistoia en diálogo con Infobae Cultura— y escucho hip hop desde aquellos años, casi al mismo tiempo que aparece Tupac. En ese momento la escucha era de una manera muy ingenua, incluso las traducciones las leía de manera automática, sin demasiada atención. Pero ya promediando el secundario o más para el final, me empezaron a caer algunas fichas, y todos esos nombres y referencias que surgían de las rimas cobraban otro sentido. Así que queriendo entender bien esas canciones se me abrió un mundo de lecturas muy específicas sobre la historia africana y afroamericana, sobre sus revolucionarios, el feminismo negro y tantos otros temas y aspectos que irremediablemente me llevaron a lecturas latinoamericanas. Todo un mundo que me ayudó a configurar una mirada política, cultural y social”.
“Siempre digo medio en chiste —agrega— que el hip hop me formó, porque te invita a llegar a donde el colegio, la universidad y los medios no llegan, pero también a donde muchas familias, incluso politizadas, no llegan, ni hablar en un país racista como el nuestro. El ideario argentino es racista, nuestro arte y nuestra literatura emergen de concepciones racistas, y es lógico, nuestro Estado lo es, algunos gobiernos toman la decisión de enfatizar ese racismo y otros no, pero como es un problema estructural, institucional y constitucional no alcanzan las buenas intenciones. Por algo hablamos de movimiento o de cultura hip hop, porque lleva dentro el germen de una transformación social”. Así, ordenando todas esas lecturas, ideas y reflexiones es que surgió, luego de un año de trabajo, este libro.
En esa guerra entre pandillas, el hip hop, que empezaba a ser gangsta, no estaba fuera. De pronto, dos amigos que se admiraban y complementaban, Tupac y The Notorious B.I.G., más conocido como Biggie, quedaron enfrentados en lo que se llamó la Guerra de las Costas. De un lado, del este, de Nueva York, que era el centro, estaba Biggie, Puff Diddy y Bad Boys Records. Del otro lado, del oeste —porque Pac vivía en California pero nació y se crió, qué paradoja, en la costa este, en Nueva York—, estaban Tupac, Suge Knight y Death Row Records. Si bien todo parece formar parte de una serie de malentendidos que escalaron hasta acabar con la vida, no solo de Pac, también de Biggie al muy poco tiempo, ¿realmente hubo un puja ideológica y estética entre dos cosmovisiones de la calle y el hip hop o es algo más bien mediático?
“Creo que ambas porque se necesitan y se efectivizan entre sí —responde Bárbara Pistoia—, más otras cuestiones individuales o microclimáticas que terminan de componer un escenario fatal en el que hay dos ganadores: el gobierno, que se saca de encima a un artista como Tupac, con peso de líder popular y un apellido de tradición revolucionaria que les quitaba (y quita) el sueño, y el otro ganador es Diddy, que gana una protección mediática irrisoria para un hombre negro en Estados Unidos y queda, además, como el Rey del hip hop, al mismo tiempo que lava cada vez más su sonido, haciéndolo más amigo al oído blanco. Hoy es uno de los tipos con más poder y más ricos. Hay que tener en cuenta que la Guerra de las Costas no es algo que nace con la pelea entre Tupac y Biggie. Por cómo nace el hip hop, la pertenencia y la representación territorial era algo realmente serio, se vivía con un extremo sentido de competitividad”.
Esa disputa, “una utilización política y mediática”, no es algo nuevo. “Cada vez que Estados Unidos no pudo detener el crecimiento de un líder o de movimientos afroamericanos —continúa—, armó los escenarios necesarios para que la fatalidad se dé desde adentro. Más aún, todo sistema racista funciona empujando en lo cotidiano a que las personas racializadas se sientan en peligro y amenazadas entre ellas. Por eso es tan importante el resurgimiento de movimientos como Black Lives Matter, solo pronunciarlo ya es un manifiesto y en la acción es mucho más que una declaración, es una advertencia política, un reflejo social y una fuerza cultural contra el racismo institucional, pero también contra el racismo estructural. Es otra forma del Black is Beautiful, cada generación y época encuentra el gancho que necesita para despertar una conciencia que no nace negra, nace sistemáticamente maltratada”.
Tampoco es casual la acusación y condena que recibió Tupac Shakur por violación. Fue en diciembre de 1993 en un hotel donde el rapero y sus amigos habrían violado a una mujer. Él negó todo pero no lo hizo desde la sorpresa: sabía por dónde venía la mano. “Finalmente se confirmó que no hubo violación, ni sodomía, ni armas, pero sí ‘abuso sexual en primer grado’. Todo se había reducido a que Tupac le habría tocado una nalga sin su permiso a Ayanna Jackson”, se lee en el libro. En la criminalización histórica de los negros, Bárbara Pistoia habla de una línea de significantes: esclavo, violador, criminal, pandillero. “El mito del violador negro de la mujer blanca es la réplica del mito de la mujer promiscua”, escribe en el capítulo titulado “Feminismo & revolución: negocio familiar”.
En esa misma época en la que fue acusado de violación, también fue baleado en la zona donde Biggie, entonces su amigo, debía cuidarlo. Era un código de la calle: si voy a tu barrio, vos me cuidás; si venís al mio, yo te cuido. Sobrevivió. Hay imágenes de televisión donde se lo ve en silla de ruedas haciéndole fuck you a los medios. “En el período 1993/1994 es el momento en el que Tupac empieza a morir, en el que fue cercado por todos los desbordes posibles de la fama. Sin discernimiento, se subió a cada provocación, y cuando la batalla parecía ganada ya era tarde, demasiadas heridas abiertas en un ambiente demasiado traicionero”, escribe Pistoia. En la acusación por violación y en el tiroteo, Tupac imagina a Biggie detrás. Para colmo, enseguida Biggie lanza una canción titulada “Who shot ya?” (¿Quién te disparó?)
Es inevitable pensar que Por qué escuchamos a Tupac Shakur, de ser online, estaría lleno de hipervínculos: nombres propios, títulos de canciones, libros y series, casos policiales, historia afroamericana del siglo XX en Estados Unidos, todo forma un ecosistema mental que sobrevuela las páginas. Además de la vida trágica de Tupac, los trazos sobre su ideario político y la historia del hip hop, el gran aporte de este libro está en proveer un contexto social, cultural y político. “Si bien el racismo es racismo en todos lados, cada contexto es muy diferente. Y Estados Unidos es, ni más ni menos, el que impone, ejecuta y marca pautas en nuestro continente”, le escribe Pistoia a Infobae Cultura, desde el comedor de su casa, frente a la computadora, con su gato recostado encima, un pila de libros en su escritorio y la taza de café humeante mientras suena, de fondo, por supuesto, algo de hip hop.
“¿Cuántas veces la ex Ministra de Seguridad —continúa— festejó su guerra contra el narcotráfico diciendo lo mismo que ya dijeron Nixon y Reagan hace 50 años atrás? Miles. Como si no hubiera sido un fracaso rotundo en su momento y como si no se hubiera revelado que Nixon y su gente la planearon con una clara intención de persecución racial. Pero también como sociedad replicamos acciones que refuerzan nuestros privilegios de clase y de raza. Un buen ejemplo es la utilización en torno al reclamo por el aborto legal, seguro y gratuito, utilización también por sectores del feminismo. Y mientras que el país se hundía en una crisis económica histórica y había un vaciamiento de la salud pública, gran parte del discurso feminista solamente dejaba de reclamar la legalización del aborto para cuestionar el feminismo de las que exigíamos otras políticas públicas como prioridad y nos movilizábamos por eso”.
“Las mujeres negras en los años 60 y 70, protagonistas de los movimientos por los derechos civiles y los revolucionarios, convivían con el cuestionamiento de las mujeres blancas por no acompañar el grito por el aborto legal. Como dice Angela Davis, el feminismo blanco toma la lucha del aborto como si el aborto resolviera todos los problemas, como si diera empleo, pusiera el plato de comida en la mesa, etcétera. Entonces, frente a estos patrones de conducta que replican me interesaba abrir una alternativa desde la perspectiva interseccional, que es en definitiva la condición que hace que la conciencia negra sea revolucionaria. La historia en el mundo moderno representa un esfuerzo que no se está dispuesto a dar, la historia siempre es incómoda y no hay tiempo en la modernidad para la incomodidad”, agrega.
Además, puntualizando sobre la coyuntura que se vive ya no sólo en Argentina y resaltando la importancia de extender la mirada histórica, Pistoia observa “un autobombo generacional y de época abrumador que se refuerza con una idea obsesiva del futuro. Y es un gesto de poder hablar de futuro sin brújula histórica, y esa jerarquización temporal y generacional dan una pauta conservadora y elitista. El libro toma la historia como un relato vivo y habla de todos temas presentes, porque ese desarrollo de la conciencia negra a través del siglo XX toca todos nuestros temas de agenda. Y tanto Tupac (por su vida, obra y por su estructura familiar) como el hip hop permiten profundizar y multiplicar de manera generosa las herramientas interseccionales para pensar la actualidad por otros medios”.
En la curva final de esta segunda década del siglo XXI el hip hop vuelve a estar en el centro de la escena. Nunca se fue, aunque siempre prefirió los márgenes: su realismo se lo demanda. Con la profesionalización de las batallas de freestyle y el auge del trap en español —bien podría pensarse al trap como un derivado del hip hop— se ha revisitado el género. Hay una batalla en Mar del Plata, mayo de 2018, en la FMS (Freestyle Master Series), donde Wos improvisa: “No pueden conmigo, me siento Tupac”. No es una simple palabra arrojada sobre el beat porque la rima lo necesitaba. Es una reivindicación, frente a tanto menores de edad que siguen la movida con fervor —Wos en ese momento tenía veinte años—, de este rapero que es más que un mito; también, y según un consenso bastante generalizado, el más importante de la historia.
Es que a diferencia de otros géneros que surgen al calor del mercado, el hip hop grita desde los márgenes con una narrativa contracultural y nutriéndose de valores que se apoyan en la politización de la comunidad. Y aunque, como escribe Pistoia, “hay una notable diferencia entre ser politizado y ser activista”, la cuestión radica en no desentenderse parte del mundo. Hay una frase importante de Tupac que se destaca en el libro: “Mi negocio familiar es ser un revolucionario (...) No voy a cambiar al mundo, pero dejaré las semillas, tocaré la mentalidad que sí lo hará”. Cuando murió tenía apenas 25 años. Aún sigue entre nosotros o, mejor, en palabras de Bárbara Pistoia, “direccionó su vida de manera tal que su muerte no fuera más que una constante resurrección”.
¿Qué era, qué fue, qué es ese mito más que mito llamado Tupac Shakur? En una entrevista de 1994 dice: “Me siento como un héroe trágico en una obra de Shakespeare”. Todo pesaba sobre él: la acusación de violación, a radicalización de la Guerra de las Costas, el odio gubernamental para con su figura, los medios en contra criticándolo en el prime time. Sin embargo, el humor, la ironía, la fuerza. En Por qué escuchamos a Tupac Shakur, se lo define como “ese joven negro que llevaba en la sangre el deseo de una liberación popular”. Ahora, en esta conversación con Infobae Cultura, Bárbara Pistoia concluye: “Creo que su paso por el mundo se define muy bien en el peso que su figura tiene entre las generaciones que ni siquiera habían nacido cuando lo asesinaron, pero también en la creencia que fingió su propia muerte y se refugió en Cuba, lo que mantiene increíblemente en vilo a muchos sectores hasta el día de hoy”.
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