Durante estas últimas semanas hemos visto multiplicarse en Europa, hoy epicentro de la pandemia, una serie de voces que sugieren o reclaman de los gobiernos y de los habitantes del planeta, una reflexión sobre las lecciones que deben extraerse de la crisis del Covid 19. En medio de crisis planetaria que moviliza a gobiernos, científicos y profesionales de la salud, la unión nacional parece imponerse como horizonte de resolución de lo que muchos presentan como la más grave crisis sanitaria que vive el planeta desde la mal llamada gripe española (1918).
Algunos reclamos apuntan al modelo productivista del capitalismo neo-liberal que está acabando con el equilibrio ecológico del planeta, otros a la globalización que extendió ese modelo, permitiendo la rápida propagación -que algunos países califican de exportación- del virus entre la población mundial, y otros exigen el retorno de las fronteras. Alertas que no son por cierto nuevas, pero que la crisis actual les otorga una alta cuota de verosimilitud que los gobiernos ya no pueden ignorar. La crisis produce asimismo una suerte de grieta, que fragiliza ese sentido de naturalidad sin fallas, refractaria a la reflexión, que tiene la sociedad. ¿Que nos enseña esta grieta de las sociedades que deben enfrentar hoy la crisis?
La crisis parece ser, ante todo, la de un sistema sanitario incapaz de hacer frente a una situación excepcional, la de un virus cuyo peligro proviene tanto de su contagiosidad como de la ausencia de anticuerpos (producidos por el organismo o introducidos a través de una vacuna) que amenaza con colapsar el sistema hospitalario. Según muchos, un accidente imprevisto de efecto masivo. No es sorprendente que entre los expertos a quienes las autoridades solicitan su consejo, se encuentren, junto a los epidemiólogos, los especialistas en catástrofes naturales. Esta crisis arrastra otra, la de la economía capitalista globalizada, desacelerada desde los primeros episodios endémicos en China y que hoy afecta a todo el mundo. Una pandemia asociada a una crisis financiera y económica que reúnen las condiciones de la tormenta perfecta.
La situación es inédita pero sus causas no lo son. La humanidad ha conocido otros casos de efectos masivos de un encuentro entre virus y organismos no inmunizados. Sin ir más lejos, el llamado “descubrimiento de América” produjo la hecatombe de la población nativa, diezmada literalmente por lo que los mexicanos rebautizaron el “encuentro entre dos mundos” y que otros menos eufemísticamente resumieron por “el encontronazo”. El efecto devastador que produjo es bien conocido por los demógrafos históricos. Pero no generó ni una toma de conciencia planetaria ni aún menos medidas sanitarias. Para que la catástrofe sea percibida como objeto de intervención pública y genere esta asombrosa convergencia de políticas sanitarias estatales, es necesario una serie de ingredientes inexistentes en el siglo XVI.
Esquemáticamente podemos decir que el modelo de sociedad que la pandemia revela surge en el siglo XIX en el llamado mundo occidental, durante lo que algunos califican de primera globalización o globalización “arcaica”, para diferenciarla de aquella que inicia la Ronda del Uruguay en 1986, cuando 123 países firman en Punta del Esta un acuerdo destinado a liberalizar el comercio mundial y que nos conduce a las interconexiones planetarias que la circulación de los diferentes coronavirus testimonian. Es en el siglo XIX que germina uno de los ingredientes centrales del escenario actual : la emergencia de la medicina moderna cuyo saber, aunque ancestral, reposa ahora en el método experimental y cuyos efectos sobre la erradicación de enfermedades endémicas son espectaculares.
Estos cambios, que asociamos a los nombres de Claude Bernard, de Pasteur y de Koch, sellan el encuentro entre el Estado y la medicina a través de la emergencia de la salud “pública”. La enfermedad y los achaques de la vida dejan de ser un problema privado y se convierten en el campo de la intervención pública -aunque no necesariamente estatal. Situación que faculta a las autoridades a fundar las políticas sanitarias sobre conocimientos científicos cuya objetividad las convierte en políticamente neutras.
El hincapié que hacen hoy muchos gobiernos en afirmar que las medidas tomadas -poco placenteras, por cierto- se basan en el asesoramiento científico, es una manifestación de ello. Pero las diferencias que podemos encontrar hoy entre países -tanto en la secuencia como en la rapidez de la toma de las mismas- muestran que las medidas contra el Covid-19 pueden dar lugar a diferentes respuestas políticas. Ello lleva a una doble conclusión : o bien la medicina no es una ciencia exacta -porque los resultados no coinciden- o bien la ciencia no es políticamente neutra.
Más allá de la opinión que podamos tener de los variados mensajes que difunden las redes, ellos son la manifestación -en ciertos casos alucinada- de una expresión ciudadana que el confinamiento no puede contener y que da cuenta de que la idea de una ciencia objetiva políticamente neutra sobre la cual se funda la legitimidad social de la acción pública en aras del bien común, esta en crisis.
A este primer ingrediente debemos sumarle un segundo, que se refiere a la manera que tenemos de pensar la sociedad y que nos remite también a finales del siglo XIX, cuando se impone la idea de la sociedad como un “organismo” producto de la interdependencia que genera la solidaridad como un hecho social objetivo. La salud pública y los sistemas de seguros sociales del llamado Estado de Bienestar se construyeron sobre este paradigma en que lo social como un hecho irreductible a las decisiones individuales es gestionado por el Estado, garante del bien común.
Esta representación ya no parece hoy servir a los gobiernos. Los llamados a la responsabilidad ciudadana de los habitantes muestran que la posibilidad de dilatar la propagación de la epidemia depende ahora de los comportamientos sociales individuales. Estas consignas reposan sobre otra representación de lo social, producto de decisiones individuales y en el que la solidaridad no es una ley que resulta de la naturaleza orgánica de la misma, sino de la participación de cada individuo al bien común, como bien coproducido, dando cuenta del desfase entre las medidas pragmáticas y el paradigma decimonónico a partir del cual se piensa lo social.
La pandemia que arrastra la crisis económica y financiera permite así poner en evidencia lo que podríamos calificar como una “crisis de interpretación” generada por herramientas no adaptadas a la lectura de una situación y que proviene de los paradigmas sobre los cuales construimos las políticas públicas, incluso las del llamado Estado de Bienestar.
Las políticas neoliberales diseñadas a partir de los años 1980 llevaron a transferir buena parte del bien común gestionado por el Estado social hacia el mercado, generando altos niveles de desigualdad. Los movimientos sociales planetarios de los últimos años se erigieron contra ese modelo neoliberal, pero reclamando otra gestión del bien público que acentúa la crisis de representación política en las democracias no sólo occidentales, a la que aún no se ha logrado dar una respuesta satisfactoria.
La pandemia del Covid-19 vino a sumarse a todo ello. Los diferentes llamados a la responsabilidad individual en nombre de un bien común -en este caso la salud- no pueden ya reposar sobre la capacidad represiva de un Estado en aras de proteger la salud de los habitantes, ni sobre la idea de una ciencia políticamente neutra que aleja a los ciudadanos del bien común. Lo que está en juego en esta crisis es la construcción de otra representación de la sociedad como un bien coproducido dentro de un espacio político deliberativo.
Elinor Ostrom, primera mujer laureada con el Premio Nobel de Economía, abrió un importante espacio de reflexión sobre la posibilidad de extraer el “bien común” de la exclusiva responsabilidad del Estado o del dominio del mercado, abordándolo a partir de las experiencias de autogestión de las que dan cuenta las diversas formas de economía social y solidaria que se desarrollaron también a partir del siglo XIX, pero que no lograron entonces imponer otra lectura del bien común.
La grieta que provoca la crisis actual atestigua de la dimensión histórica y por consiguiente arbitraria de nuestra manera de pensar la sociedad. A pesar de la tristeza por el costo humano de la pandemia y la preocupación por los efectos sociales aún imprevisibles de la crisis, ella nos enseña que cambiar de rumbo supone interrogar los paradigmas que inciden en nuestra capacidad de pensar otras respuestas posibles, ofreciéndonos una oportunidad planetaria para hacerlo.
*Pilar González Bernaldo: Historiadora Université de Paris. UMR “Mondes Américains” EHESS-CNRS