La situación de encierro, elegida u obligada, ha sido un tema revisitado una y otra vez por el cine desde la era muda, mucho antes de la cuarentena para cuidarnos del coronavirus (COVID-19). ¿Por qué nos afecta estar lejos de las personas? Nadie es ajeno a esa sensación extraña de no poder abrir la puerta de casa. O el hecho de estar imposibilitado de oler otros perfumes y ver otros rostros que no sean los de tu familia o aquel que se refleja en el espejo. El cine se anticipa a nuestros miedos para funcionar como ese refugio donde nos sentimos seguros. Incluso a veces para tener la libertad de asustarnos cuando en la cotidianeidad nos da vergüenza aceptar que podemos sentir temor. La ficción nos protege de nosotros mismos, porque nos ayuda a conocernos más.
A lo largo de la historia, el aislamiento social se representó en distintos escenarios, planteando diversos motivos y reacciones ante la experiencia. Hay películas de terror, pero también hay muchísimas obras con procesos calmos y finales felices. Donde el encierro es una oportunidad para crecer y descubrir cosas que de otro modo no conoceríamos. ¿Qué se puede hacer en el interior de una casa cuando el afuera está prohibido? ¿Cómo combatir el embotamiento sin caer en la frustración? ¿De qué forma se comporta la gente cuando no puede escapar de una convivencia obligada? A continuación, un recorrido por siete películas que tocan el tema de siete maneras diferentes.
El terror y sus metáforas
No se puede pensar una lista de films acerca del aislamiento social, sobre el encierro involuntario, sin pensar en la trilogía zombi original de George Romero y El resplandor de Stanley Kubrick. El concepto conocido como “Cabin Fever”, la locura por encierro, se dibuja hasta sus últimas consecuencias en estas películas. Y si bien este violento frenesí sigue generando kilómetros de celuloide todas responden, en mayor o menor medida, al mismo patrón.
Estrenada en 1980 y basada en la novela de Stephen King, El resplandor narra la historia de una familia que se muda por trabajo a un lejano hotel totalmente vacío por varios meses. Con ese inicio que está grabado en la memoria de cada uno, incluso de quienes no vieron el film, Jack (Jack Nicholson), Wendy (Shelley Duvall) y el pequeño Danny (Danny Lloyd) llegaban a su nuevo hogar atravesando la ruta montañosa. Una cámara aérea los acompaña en el camino mientras la música de Wendy Carlos y Rachel Elkind se encarga de generar tensión en el espectador. “Para muchos la soledad y el aislamiento pueden ser un problema”, le advierte a Jack el gerente del hotel Overlock, construido a principios del 1900. La dirección de arte de Leslie Tomkins hizo de algunas escenas escalofriantes postales pop hipnóticas que se citan una y otra vez en obras ajenas, y que podemos reconocer a simple vista como si hubiéramos sido huéspedes de la misteriosa habitación 237.
Las olas de sangre que se desbordan de las puertas automáticas del ascensor; el niño que atraviesa con su triciclo los dibujos geométricos de las alfombras; las niñas gemelas con cabello suelto que recuerdan a la icónica foto que sacó Diane Arbus a las hermanas Cathleen y Colleen Wade en 1967, en Roselle (New Jersey). El resplandor es una historia de fantasmas, de una mansión embrujada potenciada en mil cuartos y paredes de un laberinto de ligustros. Sin embargo, la mano ejecutora del terror termina siendo ese padre alcohólico (Jack) que no necesita de espíritus malignos para asustar a su familia. Lo más inquietante de la película de Kubrick es que invierte la ecuación del horror: el monstruo está adentro de la casa, encerrado con nosotros.
Paisajes espaciales
Los cohetes y las misiones al espacio hablan del aislamiento en primera persona. Más allá de 2001: Una odisea en el espacio y Apollo 13, en 1972 se estrenó una de las películas más bellas y extrañas sobre el tema: Silent Running (“Naves misteriosas” en España). Dirigida por Douglas Trumbull y guionada por Deric Washburn, Steven Bochco y Michael Cimino, el relato de ciencia ficción nos mete adentro de una nave que carga un bosque. Cúpulas imponentes que funcionan como un invernadero lleno de conejos saltando, sapos revolcándose en la laguna y toda clase de flores exóticas. En un futuro lejano, no existe la pobreza pero tampoco los recursos naturales en la Tierra. Un grupo de cuatro astronautas comandan la nave “Valley Force” hace ocho años, cuidando que no muera el último bosque que quedó en pie. “No hay más belleza. No hay más imaginación. ¿Qué clase de vida es esa?”, se pregunta el protagonista, Freeman Lowell (Bruce Dern) al pensar en la Tierra sin flora ni fauna.
Cuando desde el control les dan la orden de abandonar la misión, de deshacerse de las cúpulas que protegieron durante ocho años, Freeman decide hacer lo que sea para salvarlas. Enfrentándose a sus compañeros y hasta su propio jefe. Es ahí donde, para evitar ser absorbido por la amargura de la soledad, Freeman reprograma a los pequeños robots encargados del mantenimiento de la nave para que aprendan a jugar a las cartas con él. ¿Cómo transmitirles las reglas del poker? Poco a poco, el astronauta amante de la naturaleza entrena a las simpáticas criaturas, que tienen gestos aunque no hablen, dándole clases de botánica. Les enseña con mucha dedicación a hacer un pozo, a distribuir el abono, a reglar y cuidar de cada hoja. Lo hermoso de Silent Running es que el protagonista nunca se siente solo cuando está cerca de las plantas, aunque necesita de los robots para que continúen su legado.
Cerrado por mal clima
El pronóstico del tiempo muchas veces nos cambian los planes, arrastrándonos a protegernos de algún fenómeno climático. Alejándonos de las películas de catástrofes naturales, Después de la tormenta, dirigida por el japonés Hirokazu Koreeda en 2016, traza una emotiva historia donde un tifón reúne a una familia rota en la misma casa por una sola noche. El protagonista, Ryôta (Hiroshi Abe), es un padre que solo ve a su hijo una vez por mes. Un escritor frustrado que trabaja en una agencia de detectives sobornando a las personas que debe vigilar. Kyôko (Yôko Maki), su ex esposa, y su nuevo novio, creen que Ryôta no es un buen ejemplo para Shingo, su pequeño hijo. “¿Cómo ha llegado mi vida a ser así?”, escribe Ryôta en un post it que pega a la pared. Su madre anciana, que acaba de enviudar, le pide a Ryôta, a su ex nuera y a su amado nieto que esperen los cuatro juntos en su diminuto departamento la llegada del tifón número 24.
En esa larga noche, mientras afuera se rompen los paraguas por la furia del viento, cada uno reflexiona sobre lo que quiere de su vida. Ryôta le hace preguntas a su madre sobre su padre, con quien se dejó de hablar a partir de una pelea que tuvieron. Pero también ocupa el rol de padre: cuando su hijo, Shingo, le pregunta si es quien quiere ser, Ryôta le responde que aún no. Que lo que importa es vivir la vida tratando de ser quien uno desea. Tuvo que ocurrir un tifón para que esa familia desarmada cierre heridas, incluso aunque ya no vuelvan a estar otra noche juntos bajo el mismo techo. En Después de la tormenta el encierro es una oportunidad para estar cerca del otro. A veces se puede crecer más en una sola noche que no se puede salir al exterior que en una vida entera atravesando el continente en avión.
Formas de acompañarse
En 1998 el director taiwanés Tsai Ming-liang dirigió una película sobre epidemias que no se parece a ninguna: El agujero. Un drama epidemiológico con números musicales. A siete días de la llegada del nuevo milenio, un virus sin nombre azota las calles de Taiwán. Los infectados actúan como insectos, se arrastran por el suelo y tienen tendencia a esconderse en la oscuridad. Por orden del gobierno la población debe permanecer en cuarentena en colegios y locales, teniendo que abandonar sus hogares. En un edificio descascarado, los inquilinos se cocinan fideos instantáneos resistiendo al hecho de dejar sus casas. Una mañana, un plomero visita a uno de los inquilinos para arreglar una gotera, pero termina haciendo un enorme agujero en el piso que conecta al vecino de arriba con la vecina de abajo.
Los días pasan, y mientras un grupo de hombres fumigan los rincones desolados que rodean al edificio, la mujer que vive con ese agujero en el techo lucha contra el miedo y la soledad imaginando que canta y baila con despampanantes vestidos de lentejuelas frente al espejo del ascensor. Subiendo y bajando escaleras a todo ritmo con un staff de bailarinas. Las goteras no se solucionan, al contrario: cada vez llueve más adentro de su departamento. La mujer debe sentarse en el inodoro usando paraguas o ponerse un libro en la cabeza para no quedar pasada por agua. Sin embargo, lo que nace como un problema se transforma en la fórmula para combatir tanto silencio: a través de ese agujero que el plomero jamás reparó, los vecinos encuentran esa companía que tanto necesitaban. Un poco de amor y amabilidad entre tanto noticiero que dispara noticias alarmantes.
Otra propuesta original es la que realizó el mítico director y animador Jimmy Murakami cuando en 1986 estrenó la película animada Cuando sopla el viento. Hilda y James son una pareja de ancianos, que viven en una cabaña alejada en Sussex, Inglaterra, a los que sorprende el estallido de una guerra nuclear. Los rusos han dado el primer paso y apretaron el temido botón rojo. Adaptando la novela gráfica de Raymond Briggs, con música de Roger Waters y canción original de David Bowie, este largometraje de animación para adultos encara de forma particular el miedo al invierno nuclear que tuvo en vilo al mundo en esa década. Alternando dibujos, collages y animación de objetos, la película nos muestra a este matrimonio patriota, conservador y algo reaccionario tratando de asimilar en complejo presente que les toca.
Con miedo, soberbia y ternura, estos jubilados manejan la información que les da la radio como pueden, pensando que si sobrevivieron la Segunda Guerra Mundial nada puede con ellos. Triste, poética, política y sensible, alternando hits pop de los músicos de moda con el dibujo clásico de los cuentos ilustrados, Cuando sopla el viento (el viento nuclear) nos habla de los peligros de estar desinformados y desestimar las advertencias, pero también de la dulzura y la calidez de la rutina diaria de una pareja que ha elegido estar encerrada junta mucho antes de que estalle la catástrofe.
Monstruos se acercan a la puerta
Como en El amanecer de los muertos, la película de George Romero dirigida en 1978, La niebla (Frank Darabont, 2007) nos encierra en un supermercado porque el peligro habita afuera. Basada en una nouvelle de Stephen King, la película de terror se trata de una misteriosa niebla que rodea al pueblo. No es un factor climático: lo que esconde esa enorme nube blanca es un conjunto de monstruos que amenaza con entrar al local. Los empleados y clientes construyen un muro con bolsas de comida para perro con el objetivo de impedir que ingresen. Tentáculos, pterodáctilos mutantes e insectos gigantes rompen los vidrios creando pánico entre las góndolas. La niebla es un film que muestra cómo una situación límite puede sacar lo mejor y peor de cada uno. Las miserias humanas pero también la empatía de la persona menos pensada.
Experimento de familia
El aislamiento es una situación difícil de comprender, sobre todo cuando es elegida. La película argentina-colombiana Adiós entusiasmo (Vladimir Durán, 2017) relata una historia poética y enigmática sobre un niño de diez años que, junto a sus tres hermanas mayores, conviven con una madre que jamás sale de su cuarto, y hasta tiene un candado que impide que alguien entre a su refugio. La comunicación es solo a través de la voz, y por una ventanita del cuarto de al lado le pasan una manta si tiene frío y la comida cuando tiene hambre. ¿Por qué esa madre vive encerrada? ¿Romperá algún día ese umbral? Poniendo en crisis el concepto de normalidad, Adiós entusiasmo muestra cómo los cuatro hijos preparan el festejo del cumpleaños de su madre, en el que participa solo con la escucha.
¿Cómo acompañar a un ser querido que no quiere o puede tener contacto con el mundo exterior? ¿Es posible esa convivencia? Co-guionada con Sacha Amaral, Vladimir Durán plantea con hermosas secuencias lúdicas que no solo es posible, también puede ser una experiencia vital. “¿Vos sabés qué es la materia oscura? Es algo que está pero no se ve. Está por todo el universo”, le cuenta el niño a su hermano mayor. Esa materia oscura rodea a esa casa con reglas únicas, es el amor que une a esos hijos con una madre que no puede abrazarlos. Y aún así, la cotidianidad no es un flagelo sino una invitación constante a inventar un juego nuevo.
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