En 1816, Mary Shelley empezó a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo. La historia de la criatura hecha de partes de cadáveres era también una advertencia sobre lo que puede pasar cuando un científico pierde el norte. Diez años después, Mary Shelley había cambiado el foco. En 1826, publicó una novela distópica y la llamó El último hombre.
El que toma la palabra en este caso no es un monstruo único en la tierra sino el único ser humano que sobrevive a una peste monstruosa. A pesar de los cordones sanitarios, la epidemia recorre el planeta. Frankenstein nos deja pensando en las cosas que los científicos tendrían que evitar y El último hombre nos deja pensando en lo que, por desgracia, no pueden hacer. Ya no se trata de los excesos de los seres humanos sino de sus limitaciones.
Con la epidemia, en la novela de Shelley las categorías cambian de signo y las paradojas están a la orden del día. En vez de lugar de amparo, el hospital parece un infierno. O dicho de otro modo: se ha convertido en un infierno porque es un lugar de atención, en todos los sentidos. La epidemia se transmite por medio del aire y para vivir, como se sabe, hay que respirar. “Si la infección dependía del aire, el aire mismo estaba expuesto a la infección”, con el agravante de que el aire no podía fraccionarse ni omitirse, según recuerda el último hombre mientras cuenta la historia desde un futuro solitario.
La reclusión es la mejor de las fugas, lo que equivale a escapar sin moverse. Las personas de clase alta resultan más afortunadas, por usar una palabra de cínico uso común, que el resto de la población: tienen casas alejadas de la ciudad, pero la plaga también las alcanza, sólo que con un ligero desfase horario. En un segundo movimiento, los personajes saldrán en busca de un nuevo Paraíso, que en este caso es un lugar concreto del mapa donde esperan encontrar, en vez de la vida eterna, el beneficio pragmático de no enfermarse.
Lo terrible, como adelanta el título, es que la mayoría queda en el camino como si la distopía fuese al mismo tiempo un policial con asesino cantado desde el principio, donde el misterio radica sobre todo en la cuestión del orden de salida. O una road movie con poco margen de improvisación. O acaso una tragedia donde el destino es una fuerza que, además de inevitable y superior, es patológica.
La catástrofe, por su parte, tiene sus secuaces, que para peor de males aportan las propias víctimas. Está “secundada por el pánico”, que trabaja como una especie de secretario de la peste. La enfermedad encuentra sus “poderosos asistentes” en el miedo y los malos presagios. Por su parte, la contracara del pánico también aporta su grano de arena, y la desidia acelera el desastre. Durante páginas enteras porfían los personajes que la peste jamás va a hincar el diente en su ciudad. Cuando reciben las primeras noticias, la consideran un mal lejano, de los otros. “Éramos como el hombre que se entera de que su casa está ardiendo y aun así avanza por la calle sin perder la esperanza de que se trate de un error”. Y a la vez, mientras los personajes avanzan por ensayo y se equivocan, buscan maneras de organizar un mundo mejor.
He aquí una frase optimista del principio de esta historia febril, si me disculpan la imagen sintomática: “La mente humana ha sido siempre la creadora de todo lo bueno y grande para el hombre, y la naturaleza ha actuado sólo como un primer ministro”. Pero a medida que van pasando las páginas esa oración ingenua empiezan a sonar como una ironía, además de un típico caso de “famosas últimas palabras”.
Mary Shelley se toma su tiempo para contarnos la vida de cada personaje y la historia compleja de sus relaciones. Cuando empezamos a creer que la novela se trata solamente de eso, o más bien de todo eso, la naturaleza “amiga” aprovecha una imprudencia para mostrar “su rostro amenazante”. En la aceleración de la pandemia algunas preguntas salen a la luz con una claridad que lastima: “¿Qué tiene de inexplicable algo que no es sino un hecho natural?”. Se la puede explicar pero nada la justifica.
Quien busque máquinas visionarias a lo Verne en esta historia puede llevarse una decepción. Los progresos imaginarios de la técnica tienen poca importancia en esta novela futurista de exterminio, de no ser por unos maravillosos globos forrados de plumas que viajan por el aire cual aviones de pasajeros. Como dijo Stanislav Lem, la relación de la ciencia ficción con la ciencia es más alusiva y tangencial de lo que parece, y lo importante es la pregunta por la humanidad, la conexión entre la vida de cada uno y el destino del género humano.
Hablando de conexiones, y sobre todo de conexiones desplazadas: el trasfondo personal de esta novela coincide con el tramo más difícil y solitario de la biografía de Mary Shelley. Su compañero de vida y obra había muerto en un naufragio. Tenía veintisiete años y ya había perdido tres hijos. De a poco se morían sus amigos y se encontraba sola, “como la última sobreviviente de una raza”, escribiendo por encargo para mantenerse. El contexto histórico tampoco era feliz. Las guerras y las decepciones ideológicas ponían a prueba los ideales del romanticismo. Algunas biografías y ensayos critican la influencia de la tristeza de la autora en la novela, como si las páginas se hubieran contagiado de pena. Aunque tuviesen razón y la melancolía se haya transfundido a la ficción, se pierden el cuadro completo.
Copio unas palabras de Mary Shelley mientras escribía El último hombre: “Siento que vuelve la fuerza, y eso ya es una alegría. Al fin se disipa el invierno que había tomado mi alma. Vuelvo a sentir el entusiasmo luminoso de la escritura a medida que puedo volcar lo que siento en el papel. Las ideas se elevan y me complace expresarlas”. Un lector puede leer tristeza en esta historia, otro puede electrizarse con esta fuerza impensada que la anima, y otro puede dejarse llevar por las chispas que se sacan las dos corrientes alternas. La misma Mary Shelley admite en el prólogo de la novela que es extraño “hallar solaz en una narración llena de desgracias y pesarosos cambios. Es uno de los misterios de la naturaleza”.
Cuando la novela fue publicada, la crítica se mostró impiadosa. Al principio la leyeron con avidez pero por razones poco literarias. Como comenta Emily W. Sunstein, en esa época “las novelas con personajes inspirados en personas de la vida real estaban de moda” y así se echó a andar la detectivesca biográfica. Buscaron datos secretos o escandalosos de la vida de Mary Shelley y sus amigos, y leyeron la novela como un simple diario íntimo en clave. Acto seguido, la tildaron de cruda, como si fuese una comida, y de demasiado dura, como si los escritores contrajesen alguna obligación terapéutica cuando se sientan a escribir. Centrada, profesional, desprendida como se dice ahora, la reacción de Mary Shelley fue prometerle a su editor un libro más popular para la próxima entrega.
Lo cierto es que la plaga de la novela devasta al género humano, pero queda un último hombre para contar la historia, como el guisante del cuento de la princesa. Y encima, la autora demuestra su talento para las traslocaciones.
En el prólogo, Mary Shelley cuenta que encontró el testimonio del último hombre en la Cueva de la Sibilia, en Nápoles, durante un viaje. El recurso en sí no es original. Para ganarse la credulidad de los lectores, los autores solían anunciar que sus historias estaban basadas en documentos encontrados por azar. Pero Mary Shelley sabía sacarle ventaja a los usos comunes de sus colegas. La linealidad no era una de sus aspiraciones. Para empezar, el libro mismo es una prueba del fracaso de la epidemia, porque reproduce el testimonio de un sobreviviente. En segundo lugar, si se lo piensa un poco, se ve que el prólogo es en realidad el verdadero final porque al último hombre le seguimos nosotros, multiplicados, regenerados, leyéndolo tranquilamente, libro en mano. De paso, Mary Shelley deja clara su función de curadora del pasado. “A causa de su estado disperso me he visto en la obligación de añadir relaciones, de darle una forma coherente al trabajo”, explica en este prólogo donde se define como “adaptadora y traductora” de los manuscritos del último hombre. Y se convierte en la primera mujer que edita y organiza el relato caótico y disperso del fin del mundo.
Publicada en 1826, la novela fue más comentada que leída. La prohibieron en Austria, la publicaron en Francia, y en 1833, circuló con una edición pirata en Estados Unidos. Se estrenaron algunas obras teatrales basadas alevosamente en la novela y en algunas revistas circulaban historias con personajes inspirados en ella. Al tiempo, se hundió en el olvido, hasta que volvieron a publicarla en 1965.
En lo personal, estos días me encuentro cada dos por tres con esa sensación que Mary Shelley describe en la novela: “¿Quién, tras un grave desastre, no ha vuelto la vista atrás con asombro ante la inconcebible torpeza de comprensión que le impidió percibir las numerosas hebras con que el destino teje su red, hasta que se ve atrapado en ella? “
Y por último: se dice que las novelas distópicas pintan el “fin de la humanidad”. Pero estas historias demuestran que la humanidad, en el sentido esencial, resiste. Miren sino lo que dice un personaje de El último hombre: “La plaga no hallará en nosotros presa fácil. No seremos cobardes ni fatalistas. La limpieza y la sobriedad, incluso el buen humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas”. O lo que comenta otro, después de describir cosas terribles: “También se conocen actos heroicos, actos cuya sola mención llena de orgullo los corazones y de lágrimas los ojos. Así es la naturaleza humana: en ella la belleza y la deformidad suelen ir de la mano”.
*Esther Cross es autora de La mujer que escribió Frankenstein, una extraordinaria novela biográfica basada en la vida de Mary Shelley
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