¿Puede una historia de amor entre iguales ser entretenida y atractiva? ¿Dónde está el conflicto? ¿Qué es lo que nos atrapa si ninguna de las personas involucradas es más poderosa que la otra? ¿Y si no hay violencia, ni abuso, ni falta de consentimiento? ¿Y si las protagonistas son dos mujeres que no sienten vergüenza de desear ni de ser deseadas? Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma, es una película que viene a demostrarnos que la igualdad también es sexy. Que el consentimiento es erótico, que es sorpresivo. Un terreno de exploración ajeno a los lugares comunes, a los supuestos, a los pasos a seguir, a los roles establecidos. Una hoja en blanco.
La película transcurre en la Francia del siglo XVIII. Se estrenó en mayo del año pasado en Cannes, y ganó el premio a mejor Guión y la Palma Queer. La protagonista es Marianne (Noémie Merlant), una pintora a quien le encargan un retrato de Héloïse (Adèle Haenel). La consigna de por sí es un desafío: Héloïse se niega a posar porque el retrato significa la confirmación de un matrimonio que su madre arregló para ella. Entonces Marianne tiene que pintarla sin que ella se dé cuenta. Observarla durante el día, pintarla de noche. Y en medio de esas caminatas y de esas charlas nace la historia de amor.
Así, la película se convierte en un retrato, tan literal como metafórico, de la relación que construyen entre ellas, de sus gestos, de sus historias, de sus miradas, las que van y las que vienen. Mientras las capas de acrílico se superponen unas sobre las otras en el lienzo de un modo que parece infinito, hay un final que está escrito desde el comienzo. La historia de amor termina cuando la pintura está lista y es narrada a modo de recuerdo. Pero en ese proceso de observarse en detalle, además de enamorarse, estas mujeres recorren un camino que las lleva a ser vistas y retratadas por lo que realmente son.
Retrato de una mujer en llamas narra la relación recíproca entre una artista y su modelo que deja en evidencia cómo la palabra musa, en realidad, existe para ocultar el modo en el que las mujeres colaboraron, históricamente, con los artistas. La intención de Sciamma es correrlas de ese lugar pasivo en el que simplemente se sientan en una sala y se quedan quietas y en silencio durante horas, para mostrar el rol activo y fundamental que ejercen durante el proceso creativo. El corazón de la película está en ese diálogo, en esa conversación horizontal en la que no hay dominantes ni dominados, y en la que la artista está siendo tan observada como la mujer enfrente suyo. Desde el inicio, Sciamma se pregunta por el modo en el que los sujetos somos representados por los artistas y nuestro poder a la hora de elegir cómo queremos ser contados. Un ida y vuelta de miradas que evidencian el modo en el cual la persona que narra también es narrada.
Cuando Héloïse finalmente se decide a posar, se sienta frente a Marianne y hace un recorrido de memoria por sus gestos, demostrando que ella también está observando de manera activa. Al finalizar, pregunta, casi irónica: “Si me miras, ¿a quién miro?”. Una incógnita que se convierte en el eje de la película y al cual se vuelve a cada rato.
Durante una rueda de prensa, la directora comentó que le interesaba hablar sobre este modo de colaboración recíproca porque es también su forma de pensar el trabajo junto a las actrices que dirige. De hecho, a Adèle Haenel la conoció filmando Water Lilies (2007) y tuvieron una historia de amor similar a la de Marianne y Héloïse. Cada vez que habla de su vínculo con Sciamma, Haenel hace énfasis en esta reciprocidad, particularmente en contraste a la relación con los directores anteriores, uno de los cuales abusó de ella durante años. Hoy, aunque el romance haya terminado, se siguen eligiendo para trabajar juntas, esta vez, en una historia a modo de muñeca rusa, de caleidoscopio. Y es quizás por eso que el modo en el que eligen narrar la historia de amor no es trágico. Incluso cuando es una historia se narra desde el recuerdo. Incluso cuando sabemos, desde un principio, que su romance tiene los días contados. El amor sigue vivo aun en la pérdida, el arte está ahí para capturarlo antes de que muera. Para validarlo y para preservarlo, pero también para consolarnos cuando se termina.
Retrato de una mujer en llamas es ese consuelo, ese abrazo. Mientras que la pintura es para ellas el recuerdo de su amor, la película es, para nosotros, la seguridad de que existen otros modos de ser narradas, de ser vistas y recordadas. Estas dos mujeres que se levantaron a los gritos en la ceremonia de los Premios César cuando premiaron a Roman Polanski están protestando de manera activa contra esa hegemonía institucional y heteronormativa que las excluye. Pero no sólo se levantan a los gritos, también construyen otro modo de narrar, y se asumen como sujetos políticos que se rebelan.
En un artículo publicado en el diario Libération, el filósofo trans Paul B. Preciado escribió: “Si la industria del cine pertenece a los jefes y a los violadores, el futuro pertenece a los disidentes violados y violadas que salen del teatro”, a la vez que describió a Adèle Haenel como una Juana de Arco del movimiento francés #MeToo.
Estas mujeres no se quedan sentadas aplaudiendo la impunidad de los hombres pudientes, ni esperando -ingenuamente- que una de las industrias más poderosas y normativas ejerza una función crítica. La ejercen ellas. Son ellas con sus historias quienes encarnan la revolución y es eso lo que la academia no puede soportar. Es responsabilidad de los espectadores construir otro sistema de legitimación que celebre estas narrativas y se levante con ellas de la sala señalando a los gritos que lo que sucede es una vergüenza. Que premiar a Polanski es lo mismo que decir “violar no es tan grave”. Que al pasar por alto películas como la de Sciamma están admitiendo que su mera existencia los pone en peligro.
Si bien en la película de Sciamma casi no aparecen hombres (y cuando lo hacen, se siente como una intromisión), su ausencia está ahí para revelar el universo de amor y de hermandad que surge entre ellas cuando ellos están ausentes. De hecho, parece decir, es precisamente porque no están que nace esa solidaridad, esa unión. Juntas, las mujeres crean un espacio de libertad por fuera de los mandatos de maternidad, religión, heterosexualidad y matrimonio que se les imponen.
Además de ser una obra artística fascinante por donde se la mire, Retrato de una mujer en llamas es también el retrato de un grupo de mujeres que no siente vergüenza de sus deseos pero que sabe que no son bienvenidos por el resto de la sociedad. El tabú está, pero Sciamma también se corre de la narrativa típica LGBT que muestra a sus protagonistas sufrientes y sorprendidas por sus sentimientos y elige poner el énfasis en otra cosa. Acá hay poco espacio para la tragedia porque el deseo lo ocupa todo. Marianne y Héloïse no pueden rebelarse pero tampoco se sienten culpables por lo que sienten, sino que inventan un espacio dentro del cual, por más acotado que sea, se permiten ser libres. Donde tienen derecho a elegir, a coger, a abortar, a desear, a sentir placer, a arder, a estar calientes, a encontrarse fogosa y fugazmente y a retratarlo para la eternidad.
Incluso a la hora de filmar las escenas de sexo, la directora encuentra sensualidad en miradas, axilas, pinceles y espejos. No hay besos robados ni caricias desprevenidas. Céline Sciamma decide esquivar las convenciones cinematográficas de lo erótico, y filma escenas que se corren de la fantasía del deseo masculino para dar lugar a una representación no menos caliente pero sí mucho más autónoma. Es muy notorio, por ejemplo, si se compara con las escenas de sexo de La vida de Adele (2013), una película que también trata una historia de amor lésbico pero que está dirigida por un varón. En ella, no sólo abundan las escenas de sexo explícito filmadas casi del mismo modo que una película porno, sino que además las protagonistas terminaron denunciando al director y diciendo que se sintieron degradadas durante el rodaje. En este sentido, Retrato de una mujer en llamas no es menos erótica ni sensual, (de hecho, hay un erotismo fuertísimo contenido en cada plano, así sea de las páginas de un libro, de una pincelada tímida o de una ola estrellándose contra una roca en la orilla del mar), pero es la sensualidad que construyen ellas, su conexión eléctrica, su mundo privado que desborda.
La de Sciamma es una exploración cuasi científica del deseo de estas dos mujeres que no buscan definir su sexualidad pero que se animan a atravesarla con un goce y una incertidumbre incontenibles. Que conocen el poder peligroso e irresistible de la mirada y que lo juegan a fondo. La de Céline Sciamma es una nueva política del amor y también una nueva política a la hora de hacer cine. No es un manifiesto feminista. No es un panfleto decorado con brillantina ni un cántico en altavoz. Es simplemente una introducción a otro tipo de narrativas. Y eso es un montón. Y es revolucionario. Y suena Vivaldi. Y Polanski tiembla.
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