¿Por qué a veces necesitamos imaginarnos sometidos a una catástrofe? ¿Qué representa en el trasfondo oscuro de nuestra conciencia el panorama de una epidemia letal, de una tragedia aberrante o de una enfermedad más allá de cualquier paliativo? Para el novelista galés Cynan Jones, al menos, se trata del signo de una falla de nuestras fuerzas. Como dice el protagonista de Tiempo sin lluvia: “Es simplemente un momento de cobardía, tarde o temprano la resistencia se quiebra y todos flaqueamos. Es lo que pasa cuando nos quedamos sin nada que nos estimule. Cuando pensamos en todas y cada una de las maneras en que podríamos modificar algo con tal de no encararlo de frente”.
Tiempo sin lluvia, sin embargo, no es una novela apocalíptica ensamblada a las apuradas para explotar las alarmas del coronavirus, ni tampoco un monólogo sobre el deber incauto de entregarse a la esperanza en medio de la escalada militar entre los Estados Unidos e Irán. Publicada en su idioma original en 2007 y traducida ahora al español por Esther Cross, Tiempo sin lluvia podría describirse, en cambio, como lo que pasa alrededor de un día en la vida de una vaca preñada que sin motivos —o con los que solo una vaca entiende— se aleja cada vez más de la granja en la que vive, a pocos kilómetros del mar al este de Gales, y se pierde. Es entonces cuando Gareth, su dueño, sale a buscarla temprano por la mañana mientras su esposa, su hija en edad preescolar y su hijo adolescente se reparten las tareas de lo que será una jornada de mucho calor durante el tramo final de una sequía.
Con 45 años y destacado como una de las mejores voces de su generación por la revista Granta, Jones no necesita más que estas coordenadas y poco menos de 150 páginas para demostrar por qué, quienes conocen su obra, lo comparan con autores majestuosos de la lengua inglesa contemporánea como el estadounidense Cormac McCarthy, el australiano John Maxwell Coetzee o el inglés Ian McEwan en su etapa inicial, cuando sus cuentos y novelas brillaban por el frío microscopio bajo el que examinaba el alma humana (sin entrar en las preferencias del propio Jones, donde conviven desde Angela Carter hasta Ernest Hemingway).
Como en La tejonera, su tercera novela y la primera traducida al español en 2014, el tema principal de este nuevo libro es el hecho de que sin importar qué tan fuerte intente mantenerse un hombre cuando extraña la piel cada vez más lejana de una mujer o cuando, empujado por las circunstancias, elige matar para no morir, a veces la oscuridad es capaz de dominarlo transformando incluso a los signos más ingenuos en las anclas de la melancolía. “Sabe que no tiene que ponerse así, no tiene que dejar que lo domine esta oscuridad, esta gran nube agobiante e insaciable de la displicencia, de la falta de deseo. Ese es el enemigo que hay que combatir hasta el final”, piensa Gareth mientras camina en busca de la vaca, tal vez asustada por la muerte reciente de un ternero.
Por otro lado, las escenografías rurales tampoco funcionan como un decorado oportuno a través del cual traficar postales folclóricas ni como excusa para darle a la vida agropecuaria tintes caricaturescos. Aunque Jones combina sus tareas como escritor con la venta de flores y vinos en un comercio en la ciudad de Aberaeron, en la Bahía de Cardigan, el efecto de su prosa se sintoniza con el reino natural de una manera muy distinta. De lo que se trata es de devolverle a la naturaleza de las cosas el tipo de aura que solo pueda proyectar verdades personales y universales. Como un Lucrecio moderno, entonces, su mirada rasante sobre la naturaleza se organiza sobre el hecho de que no hay otra cosa que la voluntad y la disciplina para que el mundo siga su marcha. Y en ese sentido, la violencia, por mucho que excite al sadismo de quienes la contemplan, solo es instinto de supervivencia en acción para desnudar que la vida es caprichosa y poco dada a la piedad. Esa es la razón por la que, muchas veces, lo que debería seguir respirando no puede hacerlo más, y lo que debería perecer insiste en mantenerse vivo.
En consecuencia, tanto en La tejonera como en Tiempo sin lluvia abundan las ovejas, las vacas y los pájaros que necesitan de la voluntad y el trabajo de los hombres y las mujeres con los que comparten su existencia para vivir, pero también las ratas, los tejones, los patos y los conejos que necesitan de su voluntad y su trabajo para morir. El verdadero problema es lo que pasa cuando estas “reglas naturales” se trasladan a la vida interior de los hombres. ¿Qué puede hacer la voluntad y el trabajo cuando, como muestra La tejonera, una necesidad artificial de venganza persigue a un expresidiario o, como se cuenta en Tiempo sin lluvia, el deseo sexual de un marido por la madre de sus hijos se apaga? Es cuando estos dos planos narrativos, el natural y el humano, se descubren tan cercanos como insoportables que emerge lo mejor de Jones. Y aunque es cierto que sus personajes no representan el tipo de personas que uno podría cruzarse en un bar elegante, una muestra de arte o una lectura de poesía (como escribió el crítico Dan Pecchino en The Los Ángeles Review), es esta rusticidad engañosa lo que contribuye a que su literatura se proyecte de un modo poderoso sobre sus contemporáneos.
Sin otra mención que la de algún transporte utilitario para arriar animales o un viejo tractor abandonado, únicos rastros evidentes de la vida moderna, lo que Cynan Jones retrata con inteligencia es que para los angustiados hombres y mujeres del siglo XXI, temerosos de sufrir cualquiera de las rugosidades de la experiencia, no existe posibilidad alguna de un retorno armonioso a la naturaleza. De hecho, ni en el espacio más alejado de los dominios de la tecnología, como es el profundo universo galés rural, hay una “esencia existencial” a la cual volver, ni un “mundo ideal” que nos ayude a sentirnos más humanos de lo que somos. Lo que en la naturaleza crece sin barreras, repiten las novelas de Jones, se convierte en una amenaza, y lo que toda amenaza natural demanda es un trabajo humano capaz de devolver al mundo a un estado transitorio de equilibrio. ¿Pero qué pasa con lo que crece en las mentes y los corazones humanos? ¿Es posible dejar el matrimonio, la paternidad, la maternidad, el sexo o la culpa en las “manos naturales” del destino?
Mientras tanto, la vaca preñada deambula bajo el sol y amenaza con hundirse en un pantano reseco. “A veces, cuando están preñadas se reviran. Se reviran, se les mete algo en la cabeza y es imposible ponerse en su lugar para entender qué les pasa. Porque en esos momentos no piensan. Si deciden irse, pueden atravesar grandes distancias. Van a los tumbos, se tropiezan y siguen adelante. No tiene sentido. Uno trata de ayudar y hace lo que puede, sale a buscarlas con la esperanza de que estén bien. Se queda al lado. Las revisa. En general, cuando nacen los terneros se ponen bien”. Paralizada por unas extrañas migrañas repentinas, al mismo tiempo, Kate, la esposa de Gareth, esconde un secreto: hace algunos años se acostó con un peón después de haber perdido varios embarazos. “Cuando terminaron, le dieron arcadas. El peón se quedó sentado, medio atontado, sobre un fardo. Ella agarró su ropa y sus botas de goma y cruzó rápido el patio, descalza y llorando, hasta la casa. Fue la primera vez que se cortó. Gareth la encontró sentada en la ducha. La herida del brazo empezaba a coagularse, y se negaba a hablarle”.
A diferencia de La tejonera, donde la trama avanza de manera lineal, en Tiempo sin lluvia el campo galés no solo marca una impronta casi metafísica, sino que le da a la voz del narrador la excusa oportuna para contar a través del espacio que los rodea lo que ni los hombres, las mujeres ni los chicos son capaces de decir. A partir de esta posibilidad, se colocan en órbita el inminente sacrificio del viejo y enfermo Curly, el perro de la familia (“lo terrible era que estaba lleno de esperanza”) y las ideas fugaces de su veterinario (“le hubiera gustado dedicarse a la medicina pero sabía que tarde o temprano se hubiese hartado de la curiosidad y las preguntas constantes de los pacientes”), pero también la accidentada muerte de un conejo agonizante en manos de dos chicos, el equilibrio natural de unos patos que amenazan la higiene de un pueblo, la pérdida accidental de un dedo mientras funciona un tractor, la lectura fragmentaria de las memorias de un padre que decidió dejar la vida urbana para mudarse al campo y el anhelo constante de la lluvia.
Aún así, no todo empieza y termina entre los vaivenes de la ambigüedad moral y la voluntad viril de hacer que el mundo siga en pie. Entre la distancia que separa a Gareht de Kate se filtra una discusión acerca de la compra de unos nuevos campos que podrían significar la perpetuación de la familia en el lugar. En este punto, Tiempo sin lluvia es también una novela sintética y contundente sobre el legado y el patrimonio: un laberinto en el cual un hombre tiene que elegir qué hacer con lo que su padre hizo de él y con lo que él mismo podría hacer de sus hijos. ¿Pero tiene sentido proyectar el futuro de una red de vínculos que de repente parecen al borde de la disolución? “A alguno podría pasarle algo que los mantuviera unidos, algo que pudieran sobrevivir”, piensa Gareth casi arrepentido. Y en ese instante de cobardía, en ese momento en que se queda sin nada que lo estimule, la naturaleza parece oír sus pensamientos y responder sin piedad. Si, como el propio Cynan Jones dice, una novela breve es un momento en lugar de un viaje, sin duda este libro será uno de los mejores momentos del año.
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