Las docuseries que son exhibidas en distintas plataformas streaming son un signo de la evolución que ha alcanzado el documental, y también el mundo, ya que esa manera de filmar tiene como objetivo retratar nuestro mundo, sus habitantes, sus relaciones sociales, sus historias. También revelan un público amplio ansioso por consumir esas producciones.
Sin embargo, nada surge ni nace de sí mismo, sino que tiene antecedentes. Quizás el documental sea el género que más renovación ha tenido en las últimas décadas, cuando pasó de ser un mero registro fílmico de la realidad –al estilo de las imágenes que componen un noticiero, es decir, que crean un sentido pero sin una elaboración estética relevante– o el uso de imágenes para la propaganda a usar la realidad como materia cinemática y con los usos más diversos. De ese modo, el registro documental alcanzó mediante el montaje primero, y una variedad de recursos después, narratividades insospechadas.
Así, se puede afirmar que el documental nació revolucionario. Dziga Vertov y su grupo Cine Ojo hacían en la Unión Soviética (que ya no era Rusia luego de la revolución de 1917) producciones hipercomplejas con la imagen, con el montaje, que le daban a la cámara un sentido modernísimo. El hombre de la cámara recogía las imágenes de un día cualquiera y se transformaba así en la versión del Ulises de James Joyce mediante el arte cinematográfico. Tres cantos para Lenin muestra como unas canciones populares crean el mito -y el cariño que produce- el recuerdo del líder bolchevique, fallecido en 1924. Los rusos y los estadounidenses (unos con El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein, los otros con El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith) comenzaron a hacer un uso potente del montaje. Sus seguidores documentalistas los continuaron.
En aquellos tiempos el documental se utilizaba, en gran medida, como instrumento de propaganda para mostrar actos de los gobiernos y la superioridad de los regímenes de los que participaban. Sin embargo, la alemana Leni Riefensthal alcanzó cumbres estéticas con sus realizaciones pronazis, que financiadas por Estado y supervisadas por Adolf Hitler, contaban no sólo con presupuestos magníficos, sino con un pueblo subyugado ante una iconografía de superioridad racial, física y política que le reservaba el Führer a su pueblo. El triunfo de la voluntad es uno de los estandartes del cine de propaganda. Se realizó durante el Congreso del Partido Nacionalsocialista de 1934 llevado a cabo en Nüremberg y contó con 16 operadores de cámara y 16 ayudantes, 9 fotógrafos aéreos, 29 operadores de empresas de noticieros, 17 electricistas, 26 conductores, 37 vigilantes de guardia de seguridad, 13 sonidistas, oficinistas, asesores técnicos, y un millón de extras, que eran nada más y nada menos, los asistentes al evento que duraría 80 horas, y daría como resultado 128.000 metros de película filmada.
Cada plano estaba planificado de tal modo que la espontaneidad de esas masas estuviera al servicio de una idea preconcebida que ensalzara a Hitler desde las primeras escenas: llegando en aeroplano, es decir desde el cielo, a la ciudad donde multitudes lo recibían con el brazo derecho en alto y el saludo nazi de “¡Heil, Hitler!”. La película es una experiencia sobrecogedora que muestra a decenas de miles de personas bajo una disciplina prusiana enmarcadas en un “mar de banderas”, como lo denominaba el arquitecto Albert Speer, o el gran águila que encabezaba el escenario central del Congreso. Si había una exaltación de la juventud y el cuerpo que se deslizaba en las imágenes, la directora Riefensthal llevaría esa idea a la apoteosis en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, retratados en su documental Olympia. El talento puesto al servicio del fascismo luego se reconvertiría, por la influencia que logró en el segmento, en el cine publicitario, que es una celebración de la estética.
Probablemente el cine haya tenido que esperar a Morir en Madrid para una de las primeras revoluciones a la hora de realizar un documental. El film francés de 1962 se adentra en la Guerra Civil española y en las consecuencias del franquismo luego de la experiencia republicana, una de las primeras experiencias políticas transformadoras luego de la de Rusia y los fallidos intentos por dar vuelta el estado de las cosas en diversos países del mundo. La particularidad es que el director Frederic Rossif y la productora Nicole Stepháne obtuvieron permiso del gobierno franquista para realizar la toma de imágenes en las poblaciones más profundas de la península ibérica esgrimiendo el discurso de que iban a hacer un film a favor de Francisco Franco llamado “España eterna”.
En cambio, obtuvieron tomas de la pobreza reinante en la región agraria española, dominada por la Iglesia católica y el autoritarismo de los acólitos del Generalísimo, que seguía gobernando luego de que venciera la conflagración con los republicanos con ayuda de Hitler en 1939. Por el contrario, la película lograba documentar la opresión sin apelar al panfleto, haciendo uso de la cámara para captar escenas de un lirismo melancólico por el recuerdo de un sueño que no fue. Las autoridades españolas hicieron todo lo posible por impedir el estreno de Morir en Madrid amenazando, incluso, con tensar las relaciones diplomáticas con Francia. André Malraux, que había participado de las Brigadas Internacionalistas en apoyo a la República (también retratadas en el film) era ministro de Cultura de Charles de Gaulle, y garantizó su estreno. Se debe recordar que tampoco fue estrenada en la Unión Soviética, que había cumplido un rol central en la derrota con Franco.
De allí a hoy, todo tipo de innovaciones. Muchas de ellas enmarcadas en lo que se conoce como docuseries, es decir, documentales segmentados en episodios que funcionan como una ficción pero realizada con materiales de la más pura realidad. Y que están atravesadas por una forma de narrar dirigida a las masas, esas mismas que consumen con adicción las plataformas streaming que las proveen.
Por ejemplo, los documentales sirven para revisar el pasado con herramientas audiovisuales muy contemporáneas. Eso es lo que sucede con The radical story of Patty Hearst, una producción original de la CNN que se emite en On DirecTV y que da cuenta de uno de los hechos más asombrosos de la política estadounidense: el secuestro en 1974 de Patty Hearst, heredera del emporio noticioso –decano de la prensa amarilla– creado por William Randolph Hearst, que había inspirado a Orson Welles para su película El ciudadano.
Un buen día, Patty fue secuestrada por un pequeño grupo izquierdista llamado Ejército Simbionés de Liberación, que realizaba atentados contra autos de la policía en particular, y pidieron un rescate concedido por seis millones de dólares en comida para los sectores más pauperizados. Patty se comunicaba con sus millonarios padres mediante cintas donde grababa su voz. Luego del pago del rescate, no se supo más por varios meses del grupo “guerrillero” hasta que una nueva cinta apareció. Se trataba de Patty, que se hacía llamar Tania en honor a la guerrillera argentina que había luchado junto a Ernesto Che Guevara en Bolivia, que declaraba que su grupo haría la guerra a la sociedad burguesa capitalista y que vencerían.
Luego, el grupo fue filmado durante el atraco a un banco y las imágenes de las cámaras de seguridad captaron a la heredera millonaria portando una ametralladora durante la acción. Patty Hearst era ahora la miliciana Tania, y el enigma se profundizaba cada vez más. El grupo fue desmantelado mediante arrestos y la quema por la policía de una casa operativa en la que murió la mayoría de sus integrantes y Patty fue detenida acusada de homicidio. ¿Era un caso extremo del Síndrome de Estocolmo? ¿Se había compenetrado con las ideas izquierdistas del ESL? ¿Había delatado a sus ex compañeros para obtener su libertad? En seis capítulos, la docuserie indaga en esa historia y esos interrogantes, y logra la entrevista a ex guerrilleros estadounidenses, su entorno familiar, sus abogados y muestra un panorama poco conocido sobre un momento convulsivo que también llegaba al gran país del norte.
¿Quién mató a Malcolm X?, que emite Netflix, analiza en profundidad las circunstancias no sólo del asesinato del lider negro estadounidense, ocurrido en 1965 y que daba cuenta de la radicalización de un país dividido por la cuestión de clase y la cuestión racial. Mientras el reverendo Martin Luther King Jr. planteaba un camino de no violencia para acabar con el racismo imperante en los Estados Unidos (y que también fue asesinado en 1968), Malcom X era la cara visible de la Nación del Islam, primero, y de las posiciones radicales que señalaban el uso de la violencia y la autodefensa como métodos válidos en una sociedad convulsiva, y que sería la principal fuente de inspiración política para el grupo armado Panteras negras.
Malcolm X provenía de los sectores más pobres y él mismo había sido enrolado en la criminalidad y la droga, que lo llevaron a la cárcel, donde se convirtió al Islam y politizó su conciencia al punto de convertirse en el principal orador de la Nación Musulmana, una organización que estaba dirigida con mano férrea por Elijah Muhammad, quien ordenó el silencio de Malcom X al ritmo que sus posiciones se volvían más violentas y antisistémicas. Así, en 1965, X abandonó la organización, que había reclutado a miles debido a su figura, su carisma y capacidad oratoria y, sobre todo, por la politización de sus propuestas.
Malcolm X no se detuvo a la hora de denunciar una tendencia al pacifismo y los negocios de Muhammad, lo que le habría costado una sentencia de muerte. Ese año, mientras daba un discurso en un salón de baile de Manhattan, tres hombres negros dispararon contra él. Pronto, los investigadores policiales atribuyeron el atentado a las internas dentro de la Nación del Islam. Décadas después, los archivos de su asesinato volvieron a abrirse para una nueva investigación, de la que la docuserie es testigo privilegiado.
Al contrario de Heisenberg, el bioquímico que ingresa en el negocio de la fabricación de pastillas estimulantes en la serie Breaking Bad, El farmacéutico –la docuserie que emite Netflix– retrata a Dan Schneider, un hombre que se dedica al oficio del nombre de la producción cuyo hijo es asesinado en medio de una transacción de compra de narcóticos en la ciudad de New Orleans, atravesada por el mito de su pasado y la pobreza de su presente.
El farmacético se pone como misión acabar con la distribución de un opiáceo que se vende en las droguerías con una receta sencilla y que es, en realidad, un narcótico potente, del que hacen abuso muchos adolescentes: el Oxycontyn. La docuserie va mostrando la investigación y revela, también, a un padre sumido en el dolor de la pérdida de un hijo, a la vez que a un investigador que se vale de su carácter obsesivo para reunir toda la información necesaria que supla la desidia policial a la hora de investigar el narcotráfico en su ciudad, a la vez que el personaje central se embarca en una pelea contra el poder de las farmacéuticas. La producción revela un personaje de película al frente de una investigación que no eligió realizar, sino que le fue otorgada por el destino.
Te amo, ahora muere, que emite HBO en dos capítulos, muestra una relación enferma, atravesada por la psicopatía y, en última instancia, el mal en la era de los amores digitales. Michelle Carter tenía una relación con Conrad Roy que se realizaba, principalmente, a través de la comunicación digital mediante las aplicaciones de sus celulares. Roy había manifestado desde el inicio de su adolescencia una inclinación al suicidio, que bien podría haber quedado como un síntoma, hasta que Michelle llegó a su vida.
La investigación por la muerte del joven reveló que había centenares de mensajes de su novia en la que lo inducía a quitarse la vida y que incluso escuchó en su teléfono cómo Roy moría inhalando el monóxido de carbono de su auto en el garaje. La docuserie reconstruye esa relación a la vez que muestra el juicio que condenó a Carter y da un panorama sobre los riesgos del amor y la psicopatología en la época del whatsapp.
Finalmente, No se metan con los gatos (o, en inglés, Don’t f**k with cats) es una de las docuseries más originales de los últimos tiempos ya que, en tren de ser contemporáneos, muestra cómo se podría ser detectives con las computadoras para dar caza a un criminal digital. Nerds que suelen ingresar al inframundo de la deep web se encuentran con el video de una persona que no deja ver su rostro que se filma matando a un gato. El video causa indignación y más todavía su continuación escabrosa. Es necesario ponerle fin a la acción de esta persona.
Así, de modo colaborativo y como si Rodolfo Walsh se sirviera de una compu y una conexión a la web, recogen detalles de las filmaciones que van cerrando las pistas sobre el hombre que no amaba a los gatos –cuando se sabe que todo geek tiene un gato para acariciar mientras pasa horas frente a la pantalla de su ordenador–. Un tanto tenebroso, un tanto divertido y muy revelador sobre mundos contemporáneos no tan visitados, la docuserie muestra qué tan moderno puede ser el documental para mostrar mundos modernísimos.
Desde sus orígenes hasta hoy, con renovaciones formales, estéticas y de contenido, el documental también hoy intenta dirigirse a las masas mediante plataformas masivas que hacen que las producciones lleguen a las pantallas del hogar. El documental, entonces, sigue vivo. Larga vida al documental.
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