Navidad en la miseria. Brasil profundo. Una fuente con rabanada —rodaja de pan mojada en leche, que luego de frita se espolvorea con canela— y varios platos alrededor. Una familia compuesta por casi diez personas come en silencio. Los grandes apenas prueban bocado, le dejan la comida a los más chicos. “Más parecía el velorio del Niño Jesús que su nacimiento”, dice Zezé, protagonista y narrador de Mi planta de naranja lima, ese clásico de la literatura latinoamericana que te atraviesa el corazón. Afuera, los ricos tiran fuegos artificiales “para que Dios pudiera ver la alegría de los otros”. Adentro, continúa Zezé, “cenamos a pedazos la misma tristeza”.
La escena es demoledora pero movilizante. Esa misma noche, Zezé, un niño pícaro de cinco años con una imaginación descomunal, decide salir a lustrar zapatos y ganarse algunos pesos. Su padre está desempleado y toda la economía familiar tambalea, como en las casas aledañas, en el resto del barrio, de la ciudad, del país, del mundo, cuando una familia trabajadora pierde su única fuente de ingresos: el trabajo. ¿Qué tiene para decirle a nuestro presente esta novela publicada por primera vez en Brasil, en 1968, a 52 años de distancia? ¿Qué sentidos despliegan hoy “la pobreza”, “la infancia” y “la imaginación”? ¿Por qué aún se sigue leyendo con fervor y ternura?
Como sucede con esos libros que se impregnan en varias generaciones, su autor quedó invisibilizado tras el éxito arrollador de esta novela traducida a más 32 idiomas y publicada en 19 países, que fue adaptada varias veces al cine y a la televisión y que se convirtió en texto de lectura en la escuela primaria de prácticamente toda América Latina durante décadas. Su nombre es José Mauro de Vasconcelos. En el libro está su infancia —tamizada por el artificio literario— en Bangu, el barrio de Río de Janeiro donde nació, y Natal, la ciudad donde se crió con sus tíos. De aquel 26 de febrero de 1920, cuando Vasconcelos llegó al mundo, hoy se cumplen cien años.
De madre india y padre portugués, se fue a vivir con sus tíos en Natal, al noreste del país, como era común en las familias numerosas de bajos recursos que enviaban a algunos de sus niños a la casa de sus parientes para preservar su educación y, básicamente, su vida. Luego de un paso breve por la carrera de Medicina, se introdujo en cuanto trabajo encontró: cargador de bananas en una granja del litoral fluminense, marinero, profesor de boxeo, camarero en un bar nocturno de San Pablo. Tenía buen porte, por lo que también fue modelo de escultores en la Escuela Nacional de Bellas Artes de Río; en 1941 Bruno Giorgi creó el famoso Monumento a la Juventud viendo su cuerpo.
Mediante una beca que obtuvo para estudiar en España logró conocer Europa y palpar un poco toda esa cultura tan distinta a la de las costas latinoamericanas. A su vuelta, trabajó con los Hermanos Villas-Bôas, tres activistas sociales y militantes de los Derechos Humanos de los indígenas, explorando la cuenca del río Araguaia, lo cual le permitió conocer de cerca la vida de los pueblos aborígenes, así como también el trabajo de los garimpeiros: buscadores de minerales preciosos. De ese contacto con estos trabajadores llegó su primera novela, Banana Brava, publicado en 1942, —traducido aquí como Hombres sin piedad—, cuando tenía solo 22 años.
Vasconcelos “tenía a su favor varias circunstancias: una excelente memoria, su rica fantasía, la multiplicada habilidad para sacar de cada tema lo más interesante… y su deseo de contar…, que es, en definitiva, el elemento primordial de los escritores”, escribe Haydeé M. Jofre Barroso en el prólogo de Mi planta de naranja lima, en la nueva edición de El Ateneo con tapa de cartón y sobrepujado en plata. Esta editorial argentina, que hoy tiene los derechos de cinco títulos de Vasconcelos, fue la primera en publicar Mi planta de naranja lima para habla hispana, libro que desde 1974 —aseguran— tiene dos y hasta tres reimpresiones por año, siendo el long seller de la editorial.
Así, Vasconcellos elaboraba la idea en su cabeza —la trama, el paisaje, los personajes, los detalles físicos y psicológicos— y luego se dirigía al lugar específico donde todo ocurriría “para consustanciarse con él”, explica Jofre Barroso, gran estudiosa de su obra. Esto marca un truco clave: sus libros contienen una impronta autobiográfica que no sólo tiene que ver con su vida sino con conocer las costumbres de las personas que terminaría por retratar. Entonces, “cuando tengo la impresión de que toda la novela está saliéndome por los poros del cuerpo“, llega la escritura, según expresó el propio Vasconcelos.
Luego de su primera novela se fueron apilando las demás sin demasiado éxito más allá de algunas buenas críticas y un par de lectores entusiastas —Barro Blanco, Lejos de la tierra, Marea baja, Papagayo rojo y Raya de fuego— hasta que en 1962 publicó Rosinha, mi canoa. Allí sentó, a fuerza de voluntad, un precedente estilístico y temático. Pero todo cambió en 1968 cuando dio a luz, de la misma forma que parió al resto de sus criaturas, a Mi planta de naranja lima. Se trataba del relato en primera persona de un niño en “la edad de la razón” que aprendió a leer sin ayuda de nadie, motivo por el cual —además de que era muy, muy, muy travieso— lo mandan a la escuela.
No se precisa la época pero hay una alusión directa a la infancia del propio Vasconcelos, empezando por el nombre de los personajes. En la dedicatoria de la novela, escribe: “El homenaje de mi nostalgia a mi hermano Luis, el Rey Luis, y mi hermana Gloria; Luis renunció a vivir a los veinte años, y Gloria a los veinticuatro también pensó que realmente vivir no valía la pena (...)” Ambos, Luis y Gloria, sus hermanos en la vida real, son sus hermanos en la ficción. Es más, Zezé se apellida Vasconcelos y tiene, al igual que él, una madre de origen indio. Esa infancia, su infancia, la que se desarrolló durante toda la década de 1920, tiene un contexto particular.
Hasta 1889 Brasil era un Imperio. Luego de la Guerra de Independencia frente a Portugal se instauró el Imperio del Brasil. En 1889, tras un Golpe Militar, se proclamó la República y esa era duró hasta 1930. Vasconcelos, nacido en 1920, vivió aquella época donde la incipiente democracia estaba dominada por las élites financieras. En ese entonces ocurría la llamada “política del café con leche”, donde el Estado de San Pablo —región que producía café— y el Estado de Minas Gerais —ganado vacuno para la producción de leche— centralizaban la economía y el poder político. Para la tierra de Vasconcelos, el Estado de Río de Janeiro, así como el resto de Brasil: migajas.
Cuando los personajes y el paisaje de su infancia ya estuvieron reconstruidos dentro de su cabeza, Vasconcelos se sentó a escribir Mi planta de naranja lima. Tardó sólo 45 días. El argumento que da título a la historia y que le da un pincelazo fantástico a la trama es que Zezé, cuando se muda con su familia a otra cosa porque ya no pueden pagar el alquiler, encuentra en el fondo del jardín una planta, un naranjo, al cual apoda Minguito y funciona como amigo imaginario. Conversan durante horas y se construye, durante toda la novela, como su confidente, al que le cuenta las travesuras que realiza durante el día sin que este lo rete como hacen los adultos.
El éxito del libro traspasó las fronteras de Brasil y se instaló en América Latina. En la escuela primaria muchas generaciones lo leyeron —incluso hoy sigue vigente— con la fascinación de las primeras lecturas, para muchos la puerta de entrada a la literatura. Pero, ¿qué tenía esta novela que era tan aceptada y celebrada por docentes, alumnos y padres? En primer lugar, se trata de una historia conmovedora: un tobogán directo a la realidad social de todo un continente sentenciado a la desigualdad crónica. Por otro lado, la mirada inocente y creativa del niño —el combustible de la literatura es la imaginación—, en este caso Zezé.
Hay otros puntos a tener en cuenta. Por ejemplo, la ausencia del entramado político que explique la desigualdad que vive Zezé y su familia permite una lectura mucho más amigable y menos comprometida a la hora de abordar la problemática de la pobreza. Eso tiene que ver con la masividad de esta historia que el tiempo achaca y habilita una (mala) lectura de los personajes de Mi planta de naranja lima como “pobres buenos y dignos”. Pero esto tiene más que ver con la verosimilitud: el narrador tiene cinco años. Si bien la ternura radiante de Zezé puede encandilar la violencia sistémica que padece, no la niega. Y es allí donde se puede revalorizar esta gran obra, siempre actual.
Ese libro continuó con Vamos a calentar el sol y Doidão, sus secuelas. Pero hubo más, como Lejos de la tierra y Las confesiones de fray Calabaza —que también refieren a la vida del autor—; Marea baja, Calle descalza y La cena —dramas más existenciales—; Corazón de vidrio, El palacio japonés y El niño invisible —más humanísticos—. En sus novelas siempre hay una crítica social atendible; son historias pensadas para todo público, sin actos de violencia hiperreales ni escenas que generen un asco o desagrado, pero con una fuerte interpelación al lector. Muchos de sus libros fueron adaptados al teatro, al cine y a la televisión acrecentando el poder de sus historias por sobre el autor.
En el prólogo de Jofre Barroso se ensayan algunas hipótesis que explican el éxito narrativo de Vasconcelos. Por un lado, la investigadora se refiere a cómo “enhebra los resortes lingüísticos”, es decir, “su fidelidad al habla y los modismos propios de la zona en que instala sus historias”; por otro al “olor a naturaleza que se agita en sus páginas”; también al “lirismo” y al “paisaje lujuriante”. Pero el punto nodal está en la voz narrativa —a diferencia de los escritores de ideas, Vasconcellos es un escritor de anécdotas, dice Jofre Barroso— tan directa, tan certera y tan simple que construye "el camino que conduce al lector”.
Además de escritor, Vasconcelos ejerció el periodismo, fue conductor de radio, guionista, actor, modelo y artista plástico. Murió el 24 de julio de 1984 en una clínica de San Pablo luego de veinte días en coma a causa de una bronconeumonía. Tenía 64 años. Quizás suene tonto, pero los escritores no mueren, sobreviven en sus obras. Y bien vale decir que Vasconcelos continúa latiendo en la voz de Zezé cuando expresa su amor “por la palabra” o cuando, de todas las cartas de la baraja, desprecia a la sota por su “aspecto de sirviente del rey” o cuando dice, con sutil belleza, “éramos los pajaritos alegres que confirmaban el verano”. Ahí, en ese filo, en esa trascendencia, está la literatura.
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