Cafés, mails, Montoneros y una camiseta de Newell’s: la historia detrás de la última biografía de Joan Manuel Serrat, “el héroe que siempre estuvo”

La autora de “Serrat en la Argentina. 50 años de amor y aventuras” (Editorial Planeta, 2019) cuenta cómo surgió la idea del libro, las veces que el proyecto quedó en la nada, la tarea titánica de escribir en medio de la rutina y el arduo de proceso de acercarse al gran ídolo español

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El calor apagaba casi, casi todo.

Las noticias que llegaban con el nuevo gobierno le agregaban un aire espeso al cielo de diciembre, de por si diáfano pero húmedo, pesado, pegajoso. Faltaba poco para la Nochebuena, al menos para quienes creen en eso. El teléfono sonó una mañana, a principios de diciembre de 2015, y una editora de Random House me preguntó del otro lado:

—¿Tenés idea de cuál fue la relación entre Joan Manuel Serrat y los Montoneros?

Me quedé tildada por unos segundos, después apuré una respuesta, mientras me despabilaba del sopor del verano. Un fusil y una canción. La historia secreta de Huerque Mapu, la banda que grabó el disco oficial de Montoneros fue un libro que escribimos con Ariel Zak, a cuatro manos, un año antes. El nombre de Serrat, claro, saltó en aquellas páginas, en medio de las huidas, el exilio, el arte, las canciones y las bombas en los sótanos. Los rumores y los mitos abarcaban desde cómo el escudo de un personaje popular y famoso salteaba la aduana para traficar obras de arte robadas por los Montoneros –con botines y extorsiones a empresarios escondidas bajo esos óleos por parte de los militantes— hasta el dinero que el propio artista donaba para los presos políticos que estaban privados de su libertad en las cárceles de la dictadura por entonces. Y una frutilla, dulce, preciosa: una canción prohibida, “La Montonera”, que se negó a registrar en un disco pero que perduraba en álbumes clandestinos y que quedó registrada incluso en una película. Sin embargo, todas esas historias arrebatadas –apuré— no alcanzaban para llenar las páginas de un solo libro. Quizás solo fueran un fragmento o un capítulo, y en todos esos casos que chequear hasta el último detalle. ¿O acaso Serrat no se parece a Gardel en estos parajes, casi, casi intocable?

La idea me quedó dando vueltas por algunas semanas: rastreé informaciones, consulté algunas fuentes, volví a ver documentos, revisé archivos, procuré los libros que escribieron en Argentina, y nada. Mientras tanto, acunaba a mi propia Lucía (que tenía un año y medio) y llevaba al jardín a Tomás, de 4, y me dejaba algunas mañanas para trabajar en los archivos. El último libro sobre Serrat, acá, estaba escrito por un gran amigo suyo, Juan Carlos “Cacho” Novoa, hace rato: en 1983. O sea que, después de treinta años, nadie había escrito un trabajo que retratara la relación de Joan Manuel Serrat con la Argentina.

Era, por otro lado, pensé –qué duda cabe—, el héroe que siempre estuvo: ese año, 2015, estaba de regreso en Buenos Aires, en un ir y venir de este y del otro lado del Atlántico, de manera constante, como el vaivén de las olas. Los ex militantes, las amas de casa, los melómanos, los estudiantes, los profesionales y hasta las tías lo veneraban. Es que, como alguna vez escribió Fernando D’Addario, cada uno adopta el Serrat que mejor le quepa. El que romántico y popular cantaba “Tu nombre me sabe a hierba” en los carnavales del club Comunicaciones o San Lorenzo de Almagro a mediados de los 70, o el otro, intelectual, bien pensante, de “La Saeta”, el poema de Antonio Machado que grabó hace 50 años y que te clava, hoy, sin anestesia, el puñal –certero— de la nostalgia.

Está también el Serrat que llegó por primera vez en 1969 cuando resonaba la huelga de Sitrac-Sitram y se levantaba la humareda del Cordobazo, que se tomó un vino con Novoa en el hotel Alvear –entonces derruido—, el que esperó en los camarines de Canal 13 cuando Pipo Mancera arrasaba con sus “Sábados Circulares”. El que acunaba a los secuestrados de los centros clandestinos cuando tarareaban “Pueblo blanco” o las embarazadas, en cautiverio, que bordaban en sus pañuelos “De parto”. El que regresó, emocionado, como una fiesta –después de ocho años de ausencia— cuando, tras la Guerra de Malvinas, se fulminó la dictadura y retornó la democracia, que rasgó su guitarra para los hijos de los desaparecidos o, en medio de una gira, se subió al escenario para reunir el dinero suficiente para comprar la primera casa de las Madres de Plaza de Mayo.

El Serrat que dejaba ir las madrugadas en Mau Mau, o el que cenaba, como un bacanal, en Fechorías. El que despuntaba unos pesos en el Hipódromo por la cabeza de alguna potranca o el que se deslumbraba por esta tierra de extremos y se exiliaba de la dictadura de Franco. El que dejó que, por lo menos, dos o tres generaciones de mujeres suspiraran por sus lunares y su seseo. El Serrat que aguantó un par de bombas en el Ópera, el que se paseaba con el Torino de Miguel Gila por las calles de Buenos Aires, el que pasaba las temporadas de verano en Mar del Plata, con conciertos en el Hermitage y a la salida se topaba con Vinicius de Moraes. Era, como escribió Miguel Hernández en uno de sus poemas, ¿el rayo que no cesa?

En lugar de la relación entre Serrat y los Montoneros se me ocurrió entonces retratar la relación del cantante con las, los, les argentinos. O, directamente, la Argentina: en femenino. ¿Quién mejor, en estos tiempos de mareas verdes, que retratar a un cantante popular con más de cincuenta años de estrellato, que una mujer, periodista y feminista? ¿Por qué no contar también esos cambios cuando las chicas, sub 16, se le acercaban y lo esperaban por horas en el lobby del Alvear o dormían durante noches enteras en la puerta del Ópera por arrancarle un beso o una foto? ¿Por qué no narrar también cómo cambió la industria, el mercado, el consumo de la música, desde los simples y vinilos hasta el compact disc o Spotify?

Fui a la editorial. Yo creo que les gustó, quizás fogoneados por alguna editora que me querría dentro de aquel edificio de San Telmo. No lo sabré nunca: somos ajenos a aquellas reuniones donde se cuecen cosas. Solo me pidieron una condición: que el cantante autorizara esa biografía en blanco y negro, con tinte de época. “¿Qué?”, pensé, para adentro (y no solo porque las biografías autorizadas suelen estar muy lavadas). O sea, sola, sin un solo contacto, sin conocerme, sin ser una periodista de música conocida por todos en un ambiente cerrado y misógino, para lograr aquel trabajo me solicitaban que el mismo Noi pusiera su firma en un libro que pensaba publicar casi tres o cuatro años más tarde.

Una locura.

Sin embargo, con paciencia, honestidad, meticulosa, arranqué. Lo primero que hice fue contactarme con su representante en Buenos Aires, que además era su gran amigo desde hace casi treinta años. Teníamos conocidos en común y aceptó tomar un café por un par de horas, me contó algunos detalles, me instó –sin disimulo— a desistir de mi trabajo. Le llevé, insistente, una breve reseña de mi proyecto, un índice posible, algunas ideas que me revoloteaban. Nunca supe si Serrat lo recibió, pero se fue en su moto en medio de un operativo gigante por la seguridad del presidente de los Estados Unidos, que estaba de visita en Buenos Aires, y, por lo bajo, agradecí siempre que accedió a aquella reunión. Unos pocos meses después Serrat viajó a Montevideo a celebrar los 80 años de Alfredo Zitarrosa y quise cruzar el río para verlo, tomar un café. Tampoco tuve suerte.

Un mes después mi compañero viajó a Madrid por unas funciones de un espectáculo de tango, y rescató todas las biografías españolas. Por las librerías y tras los rastros de coleccionistas en las redes, usados, procuré las porteñas. Empecé a recopilar datos, a buscar a los fanáticos, las admiradoras, los amigos, los críticos de música, los managers, los amores, los enemigos, y, por qué no, los despechados (porque Serrat se llevó a su novia en una gira). Busqué en los archivos, revolví bibliotecas, visité hemerotecas, hice un santuario con sus artículos, las entrevistas, las crónicas, los reportajes. Después de seis meses de trabajo, sin Serrat a la vista, la editorial desistió del proyecto y yo me olvidé de todo aquello.

Solo que seis meses después, el mismo llamado: un diciembre, que rajaba la Tierra, la editorial buscaba de nuevo aquel trabajo. Mis hijos era un poco más grandes: dos y cinco. Una periodista joven, muy talentosa, había considerado que Serrat merecía una biografía local y les presentó la misma idea que yo el año pasado. “¿No lo podemos escribir juntas?”, consulté, haciendo malabares con mi vida cotidiana. “No, los libros a cuatro manos terminan mal”, me contestaron. Lejos, no era mi caso. Le dijeron que muchas gracias, que otra periodista tenía en mente el mismo libro y trabajaba desde 2015 en sacarlo adelante. Firmé un contrato, un poco a regañadientes, y empecé a trabajar en aquella historia. Busqué, a veces sutil, otras con más vehemencia, que Serrat estuviera al tanto, me contacté con periodistas de Cataluña, del País Vasco, de Madrid, que lo habían biografiado, acepté consejos y llamados. Seguí, sin suerte, con la intención de comunicarme por correo, por teléfono, por señales de humo. Nunca nadie respondió un mensaje.

Nada, nada, nada.

Seguí con las entrevistas, buscando materiales, en la escritura de aquellos primeros capítulos. Me contacté con el manager de Les Luthiers para hablar con sus integrantes. Solo que una mañana, asustada, recibí este correo desde España:

“Anoche me llamo Joan Manuel muy molesto y me dijo, tal y como yo pensaba ‘Que no sabe ni quiere saber nada de ningún libro sobre él, ni aunque fuera un ensayo, ni un borrador, en fin nada de nada’”.

Entré en pánico pero no estaba fuera de toda lógica: las celebridades deben recibir decenas de pedidos, consultas o ideas por segundo y, desconocida, yo no era nadie para llegar hasta el Nano. Una amiga, periodista, que trabaja en una editorial muy grande, se tomó un café conmigo aquella mañana y me insistió cuando le mostré el mensaje: “Déjate de joder, con todos los problemas que tenés en tu vida, no te hagas mala sangre y olvidate para siempre de ese libro”.

Testaruda, no le hice caso.

Ni bien intentaba acercarme, después de meses y meses, bueno, ahora, las puertas estaban completamente cerradas. En el trabajo no había mala intención y, sin embargo, la necesidad de volver a escribir tampoco daba cuenta de nada. Estaba dolida, enojada. No quería darme por vencida y, sin embargo, todo asustaba. En octubre tocó en el Luna Park y una gran amiga, también periodista, me dijo: “Jugá la última carta, dejale un capítulo en el hotel y que si le interesa lo lea y te responda un e-mail”. Eso hice, con alguno de los que tenía bien avanzado, y con un sobre pequeño, metí unas veinte o veinticinco páginas, para que las leyera con tranquilidad en el regreso, quizás, a Barcelona. Una conversación con Litto Nebbia me abrió otro camino y le escribí un correo, diciéndole todo esto: por qué le había dejado aquel capítulo, cuál era el sentido del libro, la admiración por su trabajo, los años que llevaba en el ir y venir de la Argentina, los carnavales que no conocimos, por qué aún hoy, después de tanta agua, no puede caminar sin avalanchas por la avenida Corrientes. Por fin, unos días después, respondió, casi interesado en el proyecto. En febrero regresaba a la Argentina para tocar en el Teatro Colón y, por fin, quizás, llegaba la hora de un encuentro.

Fueron unos meses largos: los alenté con algunos correos. Empezamos una conversación, virtual, transoceánica, que recorrió varias páginas. Las atesoro, sin dudas, desde entonces. En alguna ocasión, la risa se coló: “Si le gusta tanto Messi, Maestro –me animé un día, después de una carta donde agradeció las jugadas del rosarino en el Camp Nou—, quizás le pueda acercar una camiseta del club de mis amores, en rojo y negro. Y, claro, que Fontanarrosa nos perdone”. Se rió de la ocurrencia y me derritió pensarlo, detrás del monitor, ansioso por esa remera.

El verano pasó y, por fin, llegó febrero. Le mandé un mensaje para preguntarle si era posible ver un ensayo en el Colón, para sus nuevos conciertos sinfónicos: estaba interesada en verlo trabajar junto a las orquestas. “Pásame a buscar por el hotel a las 10, y cruzamos”, me dijo, muy suelto. Me senté un mediodía, en el punto exacto que está debajo de la cúpula que hace cinco décadas pintó Raúl Soldi, para escucharlo cantar completamente sola, absorta, desde la platea. Lloré, despacito, sin que nadie lo supiera.

La mañana siguiente, mi querida amiga María Helena Ripetta –otra fanática— me avisó que Serrat estaba por llegar a Casa Rosada. En la agenda oficial figuraba un encuentro con el entonces presidente Mauricio Macri. Intenté contactarme con el periodista de Clarín que estaba acreditado en Gobierno, que me atendió muy gentil y quedó en averiguar qué pasaba. Mientras esperaba su llamado, sonó el teléfono y atendí, distraída, pensando que era su voz del otro lado:

—Hola, Tamara, soy Serrat.

—¿Qué? —, respondí, del otro lado.

—Serrat.

—Ah, ah, ¡hola! ¿No estaba en la Casa Rosada?

—No, no.

—Ah, pensé que…

—¿Querés que tomemos un café esta tarde?

—¿Esta tarde? Uy, no sé, no tengo con quién dejar a mis hijos…—, le contesté, en el apuro.

—Bueno, si querés esta tarde te espero en el hotel.

—Claro, claro, yo veo de estar allá a las 19, ¿está bien?

—Sí, te espero.

La camiseta de Ñewell’s la dio vuelta, del derecho y del revés, cuando la recibió, como un niño pequeño con un juguete nuevo. No solo me tomé un café: lo escuché recitar unos versos, firmar autógrafos en el lobby, atender el celular para hablar con sus nietos. Intenté, siempre –una burda estrategia para que no me ganaran los nervios—, ponerme en su lugar: ¿Cómo puede una desconocida querer escribir una biografía sobre nuestra propia existencia? ¿Cómo contar historias que no vivimos, las giras en las que no viajamos, las noches que no disfrutamos, los conciertos a los que no asistimos? Si la biografía es un fragmento o un recorte de una vida, ¿qué queda de aquella historia de vida? Fue siempre muy respetuoso de mis propias impresiones pese a que, al fin y al cabo, se trataba de su propia historia.

Sobre fines de diciembre del año pasado, después de mucho esfuerzo y de robarle el tiempo a tres, cuatro o cinco trabajos mal pagos (porque hoy con uno solo no alcanza), y la tarea (intensa) de criar a mis hijos en estos cuatro años, terminé el último borrador del libro y la editorial decidió, sin anestesia, rescindir el contrato que habíamos firmado por falta de fondos y crisis financiera. “¿Qué querés que eche a empleados de la editorial para sacar tu libro?”, me dijo el director de la editorial ante el retruco que los que estábamos más precarizados y sin relación de dependencia, buceábamos en investigaciones, hacíamos entrevistas, pagábamos cafés de nuestros bolsillos por escribir, por contar una historia, por hacer algo –qué entelequia—todavía le dicen Periodismo. “No, claro, que no quiero que echen a nadie”, fue mi respuesta, lacónica.

Qué odio: no escribimos tras una ventana colmada de verdes ni en una isla desierta. Pues de Virginia Woolf para acá no conozco a una sola mujer que tenga su cuarto propio. Luciana Peker me contó cómo otras periodistas terminaban sus libros esperando a sus hijas en la puerta de comedia musical o mientras tecleaban un artículo en la clase de básquet de su hijo. “Hay que sacar las fotos desde los lugares donde escribimos”, insistió, sabiendo de qué se trata, mi amiga. Porque todos estos años, y no lo considero ninguna hazaña, eh, pero sí algo a tener en cuenta, las mujeres escribimos donde podemos. Sí, donde podemos mientras hacemos tareas, criamos niños, pagamos las cuentas, llevamos a rehabilitación o a terapeutas, lidiamos con los grupos de guasap, la directora de una escuela, revolvemos una olla, hacemos una entrevista o prendemos un fuego. Yo, todos estos años, hice estos libros (y un doctorado, incluso, ojo) en el lavadero de mi casa. Sí, a medio metro del lavarropas y del termotanque, con una vista hacia una fila larga de plátanos y un parque abandonado, derruido, unos pasos más acá de la cocina, pero el único lugar donde podía escribir y sentir el sol del invierno para armar un capítulo, escuchar una música, repetir un archivo.

El libro salió, finalmente, por mi antigua editorial, Planeta, con un querido editor y gracias (otra vez) también a Peker. La tapa, esa de los carnavales, las lucecitas de colores, los micrófonos estrafalarios y el traje de la chanson francesa fue un hallazgo precioso. El 6 de noviembre de 2019, después de casi cuatro años de trabajo, lo presentamos en La Cúpula del Centro Cultural Kirchner. Los músicos que acompañaron esa velada, Gaby Comte, Chelo Delgado y Fran Cosavella, que estaban muy ansiosos, me escucharon decir en los camarines mientras nos maquillábamos:

—No se pongan nerviosos, che, solo quedan pocos grandes de esa generación. Miren, se cuentan con los dedos de una sola mano: Dylan, Baez, Buarque, McCartney y Serrat. Los demás se murieron todos: Bowie, Cohen, Prince, Lennon.

Tras la enumeración me miraron como diciendo “no, está bien, si ya estábamos nerviosos, ¡ahora estamos aterrados!”

En la primera fila estaba sentado Joan Manuel Serrat, que unas semanas antes de llegar a Buenos Aires me había escrito un mensaje:

“Empiecen sin mí, pero voy seguro”.

* Fotos: Gabriel Kaplún (prensa CCK), Iván Nirich y Kaloian Santos Cabrera

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