Esa gente (Essa gente) podría leerse apenas como la historia de Manuel Duarte, un escritor al borde de la quiebra que aún no se recupera del éxito de su único bestseller; acostumbrado a un nivel de vida que ya no puede pagar, con un bloqueo creativo y una novela inconclusa, padre ausente, putañero, obsesionado por diferentes mujeres. Podría leerse, también, como una colección de imágenes y relatos de Río de Janeiro, la ciudad a la que, a pesar de todo, Duarte está condenado a amar; o bien como una crónica distópica y surrealista del Brasil enloquecido de Jair Bolsonaro, presente sin que se diga su nombre como objeto kitsch: una escultura dorada con la banda presidencial, en la ventana de un lujoso departamento frente al mar.
Todo depende de cómo junte el lector las piezas del rompecabezas, por eso no es casual la forma que Chico Buarque le dio a su nueva novela, la primera después del premio Camões. La forma nunca es trivial en su obra, que rompe los límites entre prosa y poesía, como una construcción que pueden ser varias, ladrillo por ladrillo en un diseño mágico que tiene al lenguaje como protagonista.
La narración nos llega a través de fragmentos de distinto género que, después de un breve va y viene en las primeras páginas, pasan a estar ordenados cronológicamente, entre diciembre de 2016 y septiembre de 2019, con un breve flashback de 1999. Es decir, todo comienza poco después de consumado el golpe parlamentario contra Dilma Rousseff y abarca el período en el que encarcelaron a Lula y la ultraderecha llegó al poder. Pero la novela no pierde tiempo contándonos lo que ya sabemos. Mejor, refleja sin decirlo las consecuencias de los procesos políticos y culturales recientes en la vida cotidiana, como polaroids del Brasil despedazado en el que transcurre la trama. El carácter fragmentario del relato refleja también a su país hecho pedazos.
Las fechas de cada fragmento de vida de Duarte funcionan a veces como puente con la actualidad. Hay referencias a hechos reales y ficticios que la ilustran: un músico negro acribillado a balazos por la policía, un decreto del presidente que flexibiliza las reglas para comprar armas de fuego, una protesta de habitantes de la favela del Vidigal violentamente reprimida por la policía, una pareja gay echada a patadas de un vagón de tren por pasajeros evangélicos, escenas de racismo y clasismo explícitos, un hombre golpeando salvajemente a un mendigo en la calle, vecinos aplaudiendo una ejecución policial, lujosas fiestas de la nueva casta política en el palacio del gobernador, un avión privado lleno de cocaína, helicópteros sobrevolando el morro, el hijo de Duarte sufriendo bullying en la escuela porque otros niños escucharon en casa que sus padres son “comunistas”, la ex esposa del protagonista exiliándose en Lisboa y preguntándose si esa gente que llegó al gobierno acabará quemando libros, mientras muchos de su clase celebran la política económica. Hasta el Bolsonaro filipino, Rodrigo Duterte, se mete por la ventana como una broma sutil con el nombre del protagonista.
Cada fragmento es una entrada en un diario: cartas, mensajes en el contestador, diálogos de los que solo escuchamos un lado de la línea, notificaciones extrajudiciales, sueños lúcidos (de los que es mejor no salir, porque “aquí afuera es el absurdo”), noticias del periódico masticadas por un perro, escenas observadas desde diferentes puntos de vista, en las que la vida y la novela de Duarte parecen confundirse, como la continuidad de los parques de Cortázar, y hasta versos de canciones.
Hay una escena crucial en que la dualidad es magia y nos revela el truco: cuando Duarte deja que Rebekka –una de las mujeres que lo obsesiona– lea los borradores de un capítulo de su novela inconclusa donde habla de ella, y, al llegar a un momento de tensión sexual que en la “vida real” aún está implícito, la narración se frena. Queda claro que paró ahí para esperar su lectura. Ella pregunta cómo sigue. Él le dice que no sabe, dejando entrever que depende de ella. La novela dialoga con la novela dentro de la novela.
Pero no es solo que haya distintos niveles de ficción, escritos con fragmentos de textos de diferentes géneros. Hay también múltiples narradores y voces, con sus formas lingüísticas y registros propios que las distinguen. Chico alterna con sofisticación variedades muy distintas del portugués oral y escrito que forman parte de la composición de sus personajes, en un juego exquisito de difícil traducción que será todo un desafío para los editores que publiquen el libro en otras lenguas. Inclusive el presidente tiene su propio lenguaje, que Duarte trata de imitar en su novela: frases objetivas, desprovistas de ornamentos, sin condicionales.
Para quienes no hablan portugués y, aun siendo fans del Chico cantautor, se pierden las maravillas que es capaz de hacer con el lenguaje en las letras de sus canciones, las traducciones de sus libros de ficción son siempre una oportunidad para acercarse mejor a su obra, a pesar de las limitaciones que antes mencionábamos. “Esa gente” (Companhia das Letras, 2019; 194 p.) es su sexta novela, después de Estorbo, Benjamín, Budapest, Leche derramada y El hermano alemán. Aún no fue publicada en español, pero no debe demorar.
El 25 de abril, en el aniversario de la Revolución de los Claveles (homenajeada en su hermosa canción “Tanto mar”), Buarque recibirá en Lisboa el premio Camões, la mayor distinción de la literatura en lengua portuguesa, otorgada conjuntamente por Portugal y Brasil. El jurado lo eligió por su contribución “para el enriquecimiento del patrimonio literario y cultural”, a través del conjunto de su obra, que también incluye ópera, teatro, guion cinematográfico y literatura infantil.
Como nota de color, el presidente Bolsonaro se negó a firmar el diploma, de modo que ese nombre en el papel no le arruinará la alegría. “Es como recibir un segundo Camões”, bromeó Chico al enterarse.
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