¿Conociendo a Gorbachov es una “carta de amor”, como repiten los críticos desde que se estrenó en el Telluride Film Festival de 2018? A menos que se acepte como “amoroso” el hecho de que uno de los enamorados está casi senil y no entiende (ni le interesa entender) que el otro lo ama, en tal caso Conociendo a Gorbachov podría ser una “carta de amor platónico”. Es decir, un circuito cerrado de emociones e ideas por intermedio de las cuales Werner Herzog, al principio, intenta amar a su propia imagen del último líder vivo de la URSS, aunque lo único que puede amar, al final, es a su propia imagen del mundo en el que esta relación (o cualquiera de las relaciones de Herzog con sus personajes) es posible.
Esta circularidad romántica no es accidental, y en el caso del cine documental, un género al que Herzog se dedica a la par de su obra de ficción desde que en 1969 estrenó Los médicos voladores del Este de África, sirve para darle forma a una de las verdades más luminosas de su arte: el hecho de que, al fin y al cabo, solo podemos descubrir quiénes somos cuando indagamos hasta las últimas consecuencias entre las máscaras que rodean nuestras vidas.
Una “carta de amor” sí es Del caminar sobre hielo, el libro que Herzog le dedicó en 1974 a Lotte Eisner, donde cuenta la travesía que hizo a pie desde Múnich hasta París para verla cuando se enteró de que estaba enferma. Pero si aún en contra de la evidencia se aceptara que Conociendo a Gorbachov es una “carta de amor”, entonces habría que volver a pensar con cuidado la cuestión de la gratuidad, o para ponerlo en términos prácticos: el hecho de que uno, a veces, invierte mucho en lo que sabe que no va a devolverle nada.
¿O el amor no es eso que se basta a sí mismo y se entrega al otro a ciegas? Entonces, ¿por qué no filmar una película a lo largo de tres largas reuniones con un personaje visiblemente desmejorado para que, a la hora de los balances, no se diga ni se muestre casi nada que no se haya dicho y mostrado antes y mejor?
Esta es la pregunta que da origen a otra hipótesis subrayada por algunos críticos: Conociendo a Gorbachov sólo existe porque The History Channel, la televisión alemana y A&E Networks, una distribuidora propiedad de The Walt Disney Company, le pidieron un documental sobre el fin de la URSS a André Singer (el otro director espectral de la película) y su única opción para lograr algo con una figura de casi noventa años en estas condiciones fue involucrar en el proyecto a Herzog.
El capitalismo no puede comprar amor
La interpretación de Conociendo a Gorbachov como una película sin otro sentido que el de un puro producto comercial se sostiene, en parte, sobre ciertos episodios que sí son significativos. Lo primero que dice Herzog en inglés, por ejemplo, es que él es alemán y que probablemente el primer alemán que Gorbachov conoció en su vida quería matarlo. Pero no hace falta ni el subtitulado para entender que Gorbachov, en ruso, responde de inmediato que no. Al contrario, los únicos alemanes que había conocido durante la Segunda Guerra Mundial (o la Gran Guerra Patriótica, como se la llamó en la URSS) eran unos vecinos cercanos a Privólnoie, en la región de Stávropol cerca del Cáucaso, granjeros como él, y esos alemanes hacían la clase de galletas que solo las buenas personas, dice Gorbachov, son capaces de hacer.
Más adelante, al mencionar el desastre nuclear de Chernóbil, el desacierto se repite. Ya sea por decisión o por la arterioesclerosis, Gorbachov no parece ni siquiera dispuesto a escuchar lo que Herzog dice o pregunta. El entrevistador, por ejemplo, sostiene que Chernóbil aceleró lo que la Perestroika y la Glásnost cambiarían en la URSS, pero el entrevistado apenas parece prestarle atención y dice que mucho de lo que se divulga sobre Chernóbil hasta el día de hoy es propaganda occidental. Como estos debe haber, al menos, cuatro o cinco episodios muy oportunos para redondear las suspicacias sobre el sinsentido de una película basada en un encuentro que no puede dejar de percibirse como vaporoso y en general desunido. Es cierto, Herzog a veces pregunta y Gorbachov ignora, y otras veces Herzog comenta sobre un tema y Gorbachov responde sobre otro distinto. Pero el único detalle importante para descartar que Conociendo a Gorbachov sea un mero oportunismo es que Herzog, en realidad, nunca filmó basura durante su carrera, ni siquiera cuando las condiciones estaban servidas para que lo hiciera con impunidad. Y esta no es la excepción.
El dinero, le dijo Herzog a Paul Cronin en Herzog por Herzog para aclarar el asunto, tiene dos características: es estúpido y es cobarde. Por eso todo cineasta debe saber que cada vez que filma una película “tendrá que arrancársela de las garras al mismísimo diablo”. Con esta premisa, al recorrer una larga lista de documentales parece cierto que Los médicos voladores del Este de África, que también se filmó a pedido, es solo un buen reporte sobre el humanitarismo en Tanzania y Kenia, aunque eso no le impide incluir algunas escenas absolutamente concentradas en la visión y la percepción. Filmada en el desierto del Sahara, Fata Morgana (1971), uno de los artefactos audiovisuales más herzogianos posibles, habría sido improbable sin esa experiencia. También El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (1974) le debe lo suyo al apoyo de la televisión alemana, igual que Sentenciados a muerte (2012) fue “arrancada de las garras” de la televisión pública británica o La cueva de los sueños olvidados (2010) lo fue del mismo departamento financiero del The History Channel, de donde salió Conociendo a Gorbachov, aunque casi todo lo demás suela invertirse en reality shows sobre extraterrestres y revendedores de antigüedades.
La lista de documentales podría seguir pero el punto sería el mismo: Herzog nunca le concedió nada a la estupidez y la cobardía que se arrastra entre los dólares de una productora poderosa. Por el contrario, si algo demuestran todas estas películas es que basta un poco de imaginación y coraje para renovar esas imágenes gastadas que insisten en mostrar el mundo como si ya se hubiera extinguido.
Memorias del último emperador
Como personaje, Mijaíl Gorbachov ingresa sin inconvenientes en una galería de la que ya forman parte Fini Straubinger, la ciega que visita zoológicos y viveros en El país del silencio y la oscuridad (1971); Dieter Dengler, el piloto capturado en Vietnam que revive su fuga en El pequeño Dieter necesita volar (1997); Juliane Koepcke, la bióloga que reconstruye la caída de su vuelo comercial sobre la selva peruana en Alas de la esperanza (1998); Graham Dorrington, el ingeniero aeronáutico que todavía está obsesionado con los dirigibles en El diamante blanco (2004); y Timothy Treadwell, el proto-youtuber fanático de los osos salvajes al que se devoran en Grizzly Man (2005).
En líneas generales, lo que estos hombres y mujeres comparten es una experiencia de vida que los atrapa para siempre en la ingravidez absoluta de sus propios sueños y fantasías. A veces por azar o por su propia voluntad, son esos sueños y fantasías los que hacen que sus existencias, en algún momento, se descompaginen para siempre del resto del elenco humano, aunque eso no sirva para hacerlos desistir. Por supuesto, este es el tipo de drama heroico que mejor se entiende con la imaginación de un cineasta cuya película más famosa, Fitzcarraldo (1982), consiste en haber desafiado delante y detrás de cámara las leyes más básicas de la naturaleza al transportar un barco a través de las montañas.
Entonces, ¿quién es ese hombre al que Herzog entrevista en Conociendo a Gorbachov? Nada menos que el último líder de un imperio socialista al que tuvo que renunciar de la noche a la mañana cuando todo su poder, todo su carisma e incluso todo su esfuerzo para terminar con la Guerra Fría dejó de existir entre las trampas de los conspiradores y las conveniencias de una nueva geopolítica. Gorbachov asegura estar arrepentido de no haber sabido darle un futuro al mundo soviético y Herzog no duda en mostrarlo con la ayuda del registro televisivo de la época: al intentar modernizar y democratizar al comunismo y la URSS, la URSS primero se descompuso y después el comunismo se desvaneció.
En 1991, cinco años después de su llegada al Kremlin, un golpe de Estado administrativo fue suficiente para desplazarlo y que el capitalismo liderado por los Estados Unidos triunfara sobre lo poco que le restaba conquistar del mundo. Es por esta razón que aunque Herzog, cuando llegan al asunto de la reunificación de Alemania, le dice a Gorbachov que “lo ama”, su voz también puede oírse diciendo que en Rusia, todavía, “muchos lo consideran un traidor”, acusación a la que no ayudó que en 1997 Gorbachov y su nieta hicieran una publicidad para Pizza Hut en la Plaza Roja o que, todavía como presidente, se sacase fotos abrazado a Mickey Mouse.
Incluso Rusia, el país en el que el hijo de un granjero podía llegar a ser abogado y después presidente aunque hubiera nacido “en un páramo olvidado en medio de la nada”, se independizó de la mano de un arribista insignificante como Boris Yeltsin antes de que Gorbachov supiera cómo reaccionar. Alrededor de este episodio particularmente trágico para “uno de los grandes líderes políticos del siglo XX”, como también lo llama Herzog, sí hay en Conociendo a Gorbachov un instante de lucidez que justifica casi todos los otros contratiempos de la senilidad. Es la escena en la que Gorbachov mira a Herzog con frialdad y, después de tomarse su tiempo, dice que “debería haber mandado a Yeltsin lejos cuando podía hacerlo”. Dicho por un hombre que nació en los años de Stalin y esperó con paciencia la muerte de sus tres antecesores inmediatos para llegar a la cima de la Secretaría General del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética y convertirse en el Jefe de Estado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, “mandar lejos” solo puede significar una cosa. Suficiente, por lo menos, para descartar la imagen de Gorbachov como un abuelito cariñoso y simpático.
La realidad, la verdad y la historia
La realidad no tiene casi ningún valor para Herzog. Y esto no solo lo salva de limitar el mundo a las coordenadas de un periodista, sino que le otorga la ventaja de no contentarse “con la verdad de los burócratas”, como escribió en 1999 en la Declaración de Minnesota. Verdad y hechos en el cine documental. En esa codificación irónica de su poética como documentalista, Herzog afirma que el hecho crea normas y la verdad ilumina, y por eso al confundir el hecho con la verdad lo que se hace es arar piedras. “No obstante, los hechos tienen a veces un extraño y bizarro poder que hace que su verdad inherente parezca increíble”. Es esto último lo que Herzog intenta cuando aparece en cámara para hacer preguntas o dialogar con sus personajes. Indagar en los hechos es la parte simple y mecánica del asunto, el verdadero arte está en asomarse al lado “feroz de la realidad"; para que emerja una verdad extática. Detrás de la gramática de la narración y la gramática de la imagen hay algo, cree Herzog, cuya experiencia el cine puede ofrecer en muy raras ocasiones y que toca una verdad más profunda.
Desde un lado técnico, Herzog sabe que al sentarse como si ocupara la posición de un entrevistador, el primer efecto cinematográfico es el de representar una convención a la que casi todos los espectadores están acostumbrados: el periodista amable que formula preguntas sosas. Sin embargo, a partir de ahí, lo que se activa es una típica parodia de las convenciones. Las exageraciones retóricas, los comentarios extraños, incluso la presentación inicial de regalos, como si su reunión para hacer esta película fuera una especie de acto oficial de Estado ―un maestro repostero londinense, muestra Herzog, preparó para Gorbachov, que mira entre diabético y extraviado, una fastuosa colección de huevos de chocolates y una torta con su nombre, pero nada tiene azúcar porque no quieren desobedecer las recomendaciones médicas―, todo esto sigue los pasos barrocos de lo que el crítico Eric Ames define como la “teatralidad autorreflexiva” de Herzog a la hora de retratar a alguien más para poder retratarse a sí mismo. El entrevistador y el entrevistado se mezclan y se confunden, y lo que a primera vista podría confundirse con una hagiografía, con una mirada de Gorbachov como santo, se convierte de a ratos en un martirio en el que es difícil saber quién es el martirizado.
La cámara no tiene piedad, por eso tampoco es casualidad que después de mostrarse a sí mismo diplomático y amable con un Gorbachov limitado por su edad y su salud, Herzog muestre a un Gorbachov joven siendo diplomático y amable con un Leónid Brézhnev demasiado senil como para saber con quién habla y por qué le está dando una condecoración en 1981. Lo que sigue, durante un buen tramo de la película, es el relato convencional de una carrera marcada por la aptitud personal y las buenas oportunidades históricas, en un período en que tanto la economía de la URSS como la imaginación política de sus dirigentes se adecuaban bien a esa existencia “fosilizada” con la que Herzog describe al Politburó de los años setenta. Pero a pesar de las opiniones intercaladas del polaco Lech Wałęsa o el húngaro Miklos Nemeth, Conociendo a Gorbachov no se concentra tanto en la Perestroika y la Glásnost, sino en el que parecería ser, al menos para Gorbachov, su proyecto personal más perdurable: el desarme nuclear mundial.
Cuatro décadas más tarde, sin embargo, el ánimo de aquellas reuniones entre Gorbachov y Ronald Reagan en las que se discutía cómo desactivar la peor amenaza no natural que el mundo hubiera enfrentado, se perdieron en el tiempo. Hace treinta años, Gorbachov recibió el Premio Nobel “por sus esfuerzos para llevar delante un proceso de paz que hoy caracteriza a partes importantes de la comunidad internacional”, pero hoy las partes más importantes de esa misma comunidad marchan por el rumbo opuesto. El comentario político más actual de Conociendo a Gorbachov es breve, conciso y se ancla en eso: Donald Trump y Vladimir Putin entienden las relaciones geopolíticas de una manera que para Gorbachov ni siquiera es política (“las personas que no entienden la importancia de la cooperación y el desarme deberían abandonar la política”, dice).
Como la cuestión del desarme nuclear es uno de sus legados más importantes, Herzog insiste en preguntar, sin mayores resultados, acerca de su fracaso. Este, finalmente, es el hilo con el que mejor desnuda la tragedia última de su héroe. El viejo emperador de un imperio extinguido es, también, el último soñador del desarme en un mundo donde la proliferación avanza. En el equívoco, la apariencia hipócrita del político corriente de deshace y lo que queda a la vista es la fragilidad de los proyectos humanos. La verdad extática a la que llega Conociendo a Gorbachov no es distinta a la que Curzio Malaparte escribió en Italia cuando el fascismo de Benito Mussolini llegó a su fin: una generación vencida es algo mucho más serio que una generación de vencedores.
De regreso a la URSS
Rusia no es un tema más en la filmografía documental de Herzog. En Manual de supervivencia, la entrevista editada como libro por Hervé Aubron y Emmanuel Burdeau, además de afirmar que una parte de su profesión consiste en leer el corazón humano ―“no se aprende, solo la experiencia lo puede enseñar”―, Herzog dice que la demonización de Rusia es un error.
Rusia es un aliado mejor y más natural para Occidente que India o China, y que desde 1996 el propio Herzog esté casado con una rusa podría servir como demostración suficiente.
De todos modos, la curiosidad por la cultura popular de ese país ya era el tema de Las campanas del alma (1993), en la que retrata la fe y la superstición de una nación capaz de creer en los imitadores de Jesucristo o peregrinar hasta un lago congelado para ver debajo del hielo a la mítica ciudad de Kitezh, y también de Happy People: Un año en la taiga (2010), que dirigida junto a Dmitry Vasyukov muestra la vida de un pueblo de cazadores en el Ártico para volver a otro de sus grandes asuntos cinematográficos: la manera en que la naturaleza todavía disputa los modos más civilizados de experimentar la vida.
Esta vez, al transitar de lo surreal a lo heroico y de lo heroico a lo farsesco, Conociendo a Gorbachov intenta llegar hasta lo profundo de la política rusa. Y para esto, sigue una trayectoria parecida a la que usó con su propia vida al participar del falso documental Incidente en el lago Ness (2004), dirigido por Zak Penn. En esa película, Herzog se embarca junto a un grupo dudoso de filmación en el lago Ness para registrar la existencia del famoso monstruo, aunque desde el principio queda claro que se trata nada más que de la invención de una sociedad que, con tal de poder creer, se entrega a falsos especialistas en misterios, biólogos marinos alucinados, comerciantes improvisados y también directores de cine.
En el medio de esa parodia, sin embargo, es Herzog quien termina sosteniendo su cámara ante una presencia absolutamente asombrosa y real, algo que no pueden explicar, ni siquiera, los peores farsantes a su alrededor.
Si se acepta entonces que Conociendo a Gorbachov es una “carta de amor”, conviene tener en cuenta que la verdadera reverencia amorosa no habla tanto sobre el reverenciado, sino sobre el reverenciador. Cuando ya había terminado el documental, en una entrevista en The Times, le preguntaron a Herzog qué le había parecido conocer a Gorbachov. “Era un campesino decente y muy profundo”, contestó.
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