Para escribir, dice Virginia Woolf, las mujeres necesitamos un cuarto propio. Y plata, cash, dinero, ingresos. La libertad intelectual depende de las cosas materiales. Antes de preguntarnos por qué no hay tantas mujeres escritoras en la historia de la literatura tenemos que hacernos otra pregunta: ¿por qué las mujeres fuimos siempre las más pobres? La nueva versión de Mujercitas de la directora estadounidense Greta Gerwig juega con esta idea. Las hermanas March son lindas y divertidas, usan vestidos largos, corren por la playa y se revolean almohadas, pero tienen, sobre todo, una preocupación fundamental: quieren salir de la pobreza.
La de Gerwig es la octava versión del clásico literario que vemos en la pantalla grande, pero se siente como algo totalmente nuevo: el énfasis ahora está puesto en esa conjunción casi imposible entre mujeres, arte y economía. Y ese mundo retratado no es tan distinto al actual. En 2018, Gerwig fue la quinta mujer en la historia de los premios Oscars nominada a la categoría mejor dirección con su película Lady Bird. Esta vez, a pesar de que Mujercitas cuenta con seis nominaciones y una lluvia de críticas positivas, los nominados para el premio por dirección son todos hombres.
La película empieza con un plano de Jo (Saoirse Ronan) de espaldas, a punto de abrir la puerta de una oficina de una redacción en la ciudad de Nueva York. Estamos en la segunda mitad del libro, las chicas ya son adultas. A diferencia de las versiones anteriores, Gerwig va y viene en la línea de tiempo de la historia, poniendo más atención a esta parte. Las escenas de la infancia se presentan como flashbacks y tienen, desde el inicio, un tinte nostálgico. El arco central se convierte en el de un grupo de mujeres adultas que se enfrentan con la vida real en contraposición a los sueños y a las ideas que tenían para sí mismas cuando eran chicas. El mensaje de Greta Gerwig es: el deseo y la aventura no se terminan cuando crecemos. Nuestro devenir, el que sea, sigue siendo interesante.
La historia de Meg (Emma Watson) no termina cuando se casa. Después del “felices para siempre”, su lucha continúa mientras cría a los gemelos y compra cosas que no puede pagar. Beth (Eliza Scanlen) aprende a lidiar con la idea de su propia muerte. Amy (Florence Pugh), desde París, se choca con los grandes pintores modernos y se dice a sí misma que si no va a ser la mejor, entonces mejor no ser nada. La que históricamente fue vista de manera despectiva como una nena malcriada, en esta versión se revela como una mujer inteligente y ambiciosa que sabe lo que quiere y no tiene problemas a la hora de decirlo en voz alta: casarse con un hombre rico y ser la mejor pintora del mundo. Amy es una chica que desea más allá de lo que se supone que una chica debe desear. La directora pone la lupa ahí y nos incomoda: ¿era esto lo que nos molestaba?
Las actividades de las chicas, que van desde pintar y escribir hasta cuidar a los chicos o pasarse la vida postrada en una cama, no son romantizadas. Son dificultosas, grandes y serias. Gerwig ofrece un nuevo enfoque que humaniza aún más a las mujercitas de siempre y nos obliga a mirarlas a través de una lente mucho más empática. Otro ejemplo clave es la tía March (Meryl Streep). Es fría y dura con las chicas, pero está dispuesta a que la odien con tal de salvarlas de la pobreza y se la pasa insistiendo en que “deben casarse bien” porque entiende que el mundo en el que viven no ofrece otras opciones para las mujeres, mucho menos si son pobres. Amy es su mejor aprendiz, y queda claro en su monólogo frente a Laurie (Timothée Chalamet): el matrimonio es una propuesta mercenaria. Las mujeres del siglo diecinueve no sólo no tenían casi opciones laborales, sino que, una vez casadas, todo lo que les pertenecía pasaba a ser de su marido. Desde su dinero hasta sus hijos. Incluídas ellas mismas.
Jo se rebela. No quiere casarse. Su deseo es vivir de lo que escribe. Lo más interesante de este personaje en la nueva versión es que la fusiona con la verdadera Louisa May Alcott, de quien Jo era una especie de alter ego. Al igual que la protagonista de la novela, Louisa vivía en Concord, Massachusetts, tenía tres hermanas (muy similares a Beth, Amy y Meg) y soñaba con ser escritora. Pero Louisa, además, era mucho más pobre que las hermanas March, aprendió a ser ambidiestra para seguir escribiendo cuando su mano se cansaba, se ampollaba y sangraba, estuvo involucrada en el movimiento de las sufragistas y fue una de las primeras mujeres en registrarse para votar en su pueblo en 1879. Logró publicar Mujercitas y negoció para quedarse con derechos de su libro, vendió millones, sacó a su familia de la pobreza y se convirtió en una de las mujeres más ricas de su país. Y tres diferencias más, clave en relación a Jo: Louisa nunca se casó. Nunca tuvo hijos. Nunca dejó de escribir.
Mientras trabajaba en la segunda mitad de su libro, Alcott escribió en su diario: “Las niñas escriben para preguntar con quién se casan las mujercitas, como si ese fuera el único objetivo en la vida de una mujer”. Y años más tarde, en una carta a un amigo, confesó: “Jo debería haber seguido siendo una solterona literaria, pero tantas jóvenes me escribieron pidiéndome que se casara con Laurie, o con alguien, que no me atreví a rechazarlas y por perversidad hice una pareja divertida para ella”. A finales del siglo diecinueve, como dice el señor Dashwood al principio del film, las mujeres de las novelas tenían que terminar casadas o muertas, y por eso Louisa aceptó casar a su protagonista: para aumentar las ventas. Pero lo hizo enojada, por perversidad, por despecho. En la vida real, ella pudo ser mucho más moderna y revolucionaria que su personaje de ficción. La única manera que encontró de convertirse en una mujer exitosa fue convirtiendo a Jo en una chica independiente, pero no tanto como ella.
“De chica mi ídola era Jo March, de grande es Louisa May Alcott”, dice Greta Gerwig, y convierte su película en un homenaje a la escritora. Vemos la escena del beso final desde una grúa, con máquinas de lluvia y carruajes, y también a Jo escribiéndola, discutiendo el final con su editor y negociando los derechos de su libro. Como ya dijo Amy, el casamiento siempre es una propuesta mercenaria, pero hoy podemos contar esta historia de otra manera, una mucho más cercana a la que Louisa hubiese querido. Y si bien esta versión se corre de la original en muchos sentidos, en ningún momento se aleja realmente de ella: todos los diálogos son tomados del libro, de los diarios y cartas de su autora y de otras novelas posteriores. Todos los ajustes que aparecen están ahí para hacerle justicia a Alcott.
Ciento cincuenta años más tarde, el mundo sigue siendo duro con las chicas ambiciosas, pero las mujeres tenemos más opciones a la hora de fantasear con nuestro destino. Queremos historias que no nos encuentren casadas o muertas cuando terminen. Y Gerwig viene a darnos eso. El final feliz de Jo aparece cuando ve a su libro imprimirse, encuadernarse y estamparse a través de una ventana. En vez de el clásico “chica consigue chico”, la sensación es que el final romántico del beso bajo la lluvia es reemplazado por el momento en el que Jo sostiene a su libro por primera vez entre las manos. En esta versión, “chica consigue libro”.
Es una clave que se repite en los trabajos de Gerwig: las historias que elige contar (tanto a la hora de escribir como de dirigir) son las de mujeres en estados de devenir, mujeres atormentadas por preguntas existenciales pero con muchísimo sentido del deseo. Incluso cuando no saben bien a dónde apuntarlo. El final de Mujercitas sugiere esa pregunta. El negro que imprime sobre la placa final nos invita, ahora que podemos y tenemos más opciones, a preguntarnos qué es lo que realmente deseamos, qué queremos hacer de nuestras vidas más allá de nuestros intereses románticos. ¿Podemos ser más ambiciosas? ¿Podemos apuntar más alto?
Cuando en Lady Bird, la ópera prima de Gerwig como directora, la protagonista le lleva a la hermana Sarah Joan sus escritos, ésta le comenta que se nota que escribe con amor sobre su pueblo, a lo que Lady Bird reacciona sorprendida, diciendo que en realidad solamente presta atención. La hermana responde: “¿no crees que son lo mismo? ¿amor y atención?”. Esta escena pareciera jugar con una de las últimas de Mujercitas, en la que Jo les cuenta a sus hermanas que está escribiendo sobre ellas, su infancia y su vida juntas, pero dice que no cree que sea algo importante. Y ahí otra frase magistral de Amy: escribir sobre las cosas es lo que las vuelve importantes.
En ese sentido, Alcott fue pionera (y Gerwig pareciera seguir sus pasos). A través del amor (o de la atención) hizo de su vida y de su vínculo con sus hermanas algo valioso, y mediante ellas nos dio importancia a las demás, sin diferenciar entre las que nos identificábamos con los deseos de escribir de Jo, de casarse de Meg o de ser ricas de Amy. Ciento cincuenta años más tarde, tenemos a Greta Gerwig, una mujer que, como Louisa, fuerza su camino en un mundo de hombres, respira hondo antes de entrar a una reunión e intenta vender historias sobre sus mujercitas preguntándose cuánto las tendrá que cambiar para que sean económicamente rentables. Y nos da voz a las mujeres que no encajamos en lo que la sociedad espera de nosotras.
Aunque está en pareja con Noah Baumbach (director de Historia de un matrimonio), no se deja encasillar como “la mujer de” nadie. Gerwig y Baumbach trabajan a la par. Ya lo hicieron en Frances Ha, en Mistress America y están por hacerlo de nuevo en una nueva película de Barbie que, según los rumores, protagonizará Margot Robbie. Más allá de ilusionarnos con lo que está por venir, podemos afirmar que esta vez Greta Gerwig logró filmar un final distinto, lo hizo embarazada de su primer hijo (al que parió un día después de entregar su primer corte a la productora) y sostuvo la vara un poco más alta para las que venimos detrás. Pero tiene claro algo: “Si yo puedo es porque Louisa lo hizo primero”.
SEGUIR LEYENDO: