Empecemos diciendo algo evidente: Federico Fellini es un caso excepcional. Dicha excepcionalidad no refiere sólo a su obra mil veces analizada y admirada, sino además a que es uno de los pocos artistas que han logrado que su apellido se transforme en un adjetivo: fellinesco. Palabra que usa gente que ni siquiera ha visto una sola de sus películas y que normalmente se utiliza para describir situaciones extravagantes y grotescas.
Lo curioso es que este tipo de popularización no obedece a la de un director necesariamente tan masivo. Sí, Fellini tuvo efectivamente grandes éxitos de público (La Dolce Vita, La Strada, Amarcord), pero la mayor parte de sus películas están lejos de obedecer a modelos de cine popular convencional. Más bien por el contrario, muchos de sus films poseen personajes extraños y dubitativos (el caso más claro: el protagonista neurótico de La Dolce Vita), y sus estructuras narrativas episódicas distan de cuadrar con ese cine que da en llamarse “de entretenimiento”.
No es la única paradoja que tiene Fellini. La otra podría ser que se trata de un cineasta celebrísimo que, al menos al principio, buscaba ser otra cosa. En su juventud Fellini ante todo, quería ser dibujante. Sus primeros grandes pasos profesionales se dieron en ese terreno durante la década del 30 y 40. Allí hacía viñetas para importantes revistas satíricas como Il 420 y Marc Aurelio.
Cuando ingresa al mundo del cine gracias a distintos contactos (entre ellos Roberto Rossellini, excepcional director italiano al que Fellini consideraría su gran maestro pese a que luego adoptaría un estilo antitético al de su mentor); Fellini ya era conocido no sólo en el mundo de la historieta sino en el de la radio, donde había oficiado de guionista para distintos programas.
El origen como historietista de Federico Fellini podría parecer anecdótico, pero es clave para entender tanto su cine como los quiebres que hizo en la cinematografía italiana. Para empezar a entender esto, vayamos a un ejemplo de una de sus películas más célebres: La Strada.
Fellini realizó este largometraje en 1954, cuando ya era un cineasta consagrado. De hecho, dos años antes había hecho Los Inútiles, una obra maestra mayor ahora lamentablemente algo olvidada que le dio en su momento tantos premios, que Fellini tuvo que construir un cuarto entero para ubicarlos allí. No obstante esto, La Strada fue hecha con muy poco dinero y con grandes problemas de producción. Sus protagonistas fueron por un lado la esposa de Fellini (la extraordinaria Guilletta Massina) y un Anthony Quinn que vería en La Strada un quiebre absoluto en su ascenso como estrella de cine y hasta en todo un estilo interpretativo.
Fellini insistía una y otra vez en que Massina interpretara a la protagonista Gelsomina por una razón sencilla: cuando él había dibujado al personaje, dicho dibujo se parecía a su esposa y era este dibujo el que había inspirado todo el film. El dato es importantísimo porque La Strada iba a ser por un lado una película con estética neorrealista, algo que Fellini conocía muy bien (su admirado Rossellini era para muchos el fundador del neorrealismo a partir de la película Roma: ciudad abierta, en la cual Fellini había participado como guionista), pero por el otro iba a basar uno de sus personajes en un dibujo caricaturesco.
Efectivamente, La Strada sorprendió en su momento por un contraste entre sus escenarios naturales y su temática social de clara deuda neorrealista, con los personajes de Gelsomina y Zampanó, dos seres dueños de una relación autodestructiva pero con una personalidad grotesca que les da un aire de fantasía extravagante.
De hecho, se trata de personajes que, como muchos otros del desfile de personajes fellinescos, sirven para una sola cosa. Así es como el acto circense (el circo, como se sabe, es una figura recurrente en Fellini) que Zampanó hace una y otra vez en el filme, parece ser el antecedente de los arquetipos fellinescos encerrados en una acción perpetua en Amarcord u 8 1/2, o los adorables viejitos de ese film hermoso llamado Ginger y Fred, que hacía el final de sus vidas vuelven a realizar el mismo acto que marcó su historia.
Ahora bien, si La Strada marcó un aspecto del personaje fellinesco, y es un claro antecedente de su gusto por lo circense; La Dolce Vita, obra maestra polémica en su tiempo, marcaría el abandono total por parte del director de las clases bajas o de vidas modestas que venía filmando con anterioridad. Un film extraño y esencial, donde las fiestas se vuelven pesadillas y la Roma moderna parece estar buscando una nueva forma de fe (acaso una fe en las estrellas de cine, o en la vida frívola) mientras el catolicismo que había refundado esa ciudad parece estar agonizando en su propia parodia.
Ahora bien, si bien La Dolce Vita es un quiebre evidente en su carrera, y la primera de las muchas colaboraciones entre el director y el enorme Marcello Mastroianni, quizás ninguna película sería tan significativa como 8 ½. Allí Fellini se nutriría del imaginario de los arquetipos junguianos y del mundo del cómic para hacer un film extravagante dónde los límites entre la fantasía y la realidad (y junto con esto, entre lo autobiográfico y lo ficcional), se eliminan por completo. 8 ½ es una película que se parece a un sueño al mismo tiempo que habla de algo tan concreto como del oficio de su propio director y los rodajes de las películas.
El protagonista, Guido (Mastroianni), parece ser y no ser al mismo tiempo Federico Fellini, quien durante el film reflexiona sobre su relación con sus amantes y su esposa (quien conocía de esas amantes pero admitía supuestamente esas relaciones), de sus inseguridades como artista, de su relación con la crítica y hasta sus extravagantes fantasías sexuales. Junto con todo esto, 8 ½ también se encarga de reflexionar… de 8 ½ ; de sus posibilidades y posibles limitaciones, y de los miedos mismos de Fellini, quien teme que toda esta película sea una payasada que, como dice uno de los personajes del film, “sólo se limite a reproducir un conjuntos de viñetas que causan curiosidad por su realismo ambiguo pero que sólo se limiten a ser un ejercicio de estilo superficial”. Por suerte, 8 ½ está a años luz de ser eso. Se trata de un film originalísimo y genial, a veces algo desparejo pero donde sus virtudes son ampliamente compensadas por algunas ocasionales escenas no logradas y la autoindulgencia del director perfectamente equilibrada con la autoparodia.
8 ½ es también de paso (junto con La Dolce Vita), la película más canónica de Fellini, la más analizada. Además de todo, fue el film que le dio a Fellini su gusto por los relatos episódicos (luego desarrollados en varios films posteriores como Roma, Satyricon, Amarcord, y varios otros) cuya estructura de viñeta remite lógica y nuevamente al mundo de la historieta.
Pero también 8 ½ inaugura claramente eso que llamamos “fellinesco”. Cuando se habla de fellinesco, en general uno, sin darse cuenta, refiere a una paradoja en la cual lo vital y lo mortuorio conviven.
Películas como La Dolce Vita, Casanova, Amarcord, o Y la Nave va están repletas de celebraciones. Sin embargo, las celebraciones en Fellini siempre tienen algo sospechoso. Sus personajes están tan exaltados, tan eufóricos que esa pasión en vez de generar alegría genera distancia, se la siente falsa, artificial, quizás porque uno sospecha que en esa alegría se está tratando de disfrazar la muerte. A veces también, porque en esa alegría hay algo de mecánico. Y ahí está, como ejemplo, la excelente Casanova, donde Fellini propone un personaje tan obsesionado por tener relaciones sexuales que las mismas se vuelven mecánicas, desconcertantemente antieróticas y aburridas, más parecidas a algo decadente que a algo vital. Por eso también muchas de sus películas hablan del fin de algo.
8 1/2 es un conjunto de ideas sueltas que dejarán de serlo para terminar formando una película. Amarcord son recuerdos difusos que terminarán desvaneciéndose por la fragilidad de una memoria engañosa. E Y la nave va es un film sobre el fin de la ópera como espectáculo popular. En todos estos casos festejar es, una forma de simular la elegía, la propia inevitable y cercana finitud.
Hay dos obras maestras mayores de Fellini casi desconocidas que son ejemplos claros de esto. La primera es Los Payasos, un falso documental que el realizador hizo para la televisión donde se reflexiona sobre el fin del oficio del payaso. El tema es que como los payasos no pueden dejar de reír y festejar (nuevamente, los personajes de Fellini sólo sirven para una cosa) incluso sus funerales son festivos. La segunda es un mediometraje sublime (una de las grandes películas de terror de todos los tiempos) llamado Toby Dammit. Allí Fellini adapta un cuento de Edgar Allan Poe a una tierra de ciencia ficción que tiene como protagonista a un actor alcohólico con tendencias suicidas. Película alucinada y perfecta, Toby Dammit es una sátira feroz de la televisión basura (tema obsesivo sobre el que Fellini lanzó ideas proféticas) que hace de cualquier sufrimiento privado un espectáculo y un festejo euforizante de lo monótono.
Ambos son ejemplos perfectos de su libertad creativa y su enorme imaginario visual y en el caso específico de Toby Dammit, una de sus obras más accesibles e ideales para introducirse a su mundo.
Es fácil también ver otra cosa en Toby Dammit: la deuda enorme que el cineasta Tim Burton tiene hacia él. Influencia que por supuesto no sólo se limita al director de El joven manos de tijeras, sino que se extiende a nombres de cineastas tan distintos entre sí como John Waters, Wes Anderson (quien en su corto Castello Cavalcanti homenajea explícitamente a Amarcord), Almodóvar, David Lynch, Paolo Sorrentino (quien le debe casi todo a Fellini), Terry Gilliam, y Ettore Scola (amigo de Fellini desde la adolescencia, y quien le dedicó al director un recomendable documental llamado Qué extraño llamarse Federico).
Así y todo, como sucede con los grandes maestros, su cine sigue conservando el mismo asombro y la osadía que tuvo siempre, sin importar cuántas veces se lo haya imitado.
En suma, vean Fellini, tanto sus películas más celebradas (a saberse y por empezar por el cánon fellinesco: La Strada, La Dolce Vita, 8 1/2, Amarcord), como aquellos films que, como Los Payasos y Toby Dammit, son obras maestras que merecerían mayor atención. Allí está la mencionada Los Inútiles, la trágica Il Bidone y la hermosa Entrevista, su ante último film, en el cual Fellini reflexiona más que nunca sobre su propia vejez y su desconcierto ante un mundo del espectáculo que ya no entiende.
Su cine, incluso en sus ejemplares más desparejos, tiene siempre una o más escenas inolvidables. Ahí está el potente y delirante inicio de Y la nave va, los desfiles fascistas vistos con extrañamiento en Amarcord, el concurso de belleza pueblerino con el que abre Los Inútiles y los últimos y opresivos minutos de Toby Dammit corriendo en su Ferrari bajo un cielo oscuro.
Introducirse a su filmografía es entrar a un mundo al mismo tiempo hermético e intenso, humorístico y terrible, que excede por mucho el alto mérito de haber creado un adjetivo.
* El Ministerio de Cultura de la Nación y el INCAA celebrarán el centenario de Fellini con la proyección de Ocho y medio este lunes 20 de enero, a las 19 h, en el Centro Cultural Kirchner (Sarmiento 151, CABA), con entrada gratuita hasta agotar la capacidad de la sala.
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