“...las mujeres están pintadas en otra linda manera desde los senos hasta las partes, en color azul, muy bien hecho. Un pintor acá afuera tendría que esforzarse para pintar esto y ellas van completamente desnudas y son bellas mujeres a su manera. Pero aunque ellas pecan en caso de necesidad, yo no quiero informar mayormente de estas cosas en esta vez”“...estas mujeres son muy lindas y grandes amantes y afectuosas y muy ardientes de cuerpo, según mi parecer.”
Ulrich (Utz) Schmidl, Derrotero y viaje a España y las Indias.
I Mato-Grosso
Como las pieles de sus habitantes naturales, el cielo del Sur suele ostentar pinturas y tatuajes. No se las ve durante el día. Son diseños sutiles como sueños, que se desvanecen a gran velocidad bajo el invariable resplandor azul. Pero de noche, esos hilos se expanden por la bóveda oscura como si fueran los caminos encendidos de otras constelaciones, aunque, a diferencia de ellas, no son espléndidamente frías ni distantes. Los dibujos se pueden adivinar a moderada altura. A veces, incluso, planean por encima de las cabezas humanas en un vuelo al ras, como aureolas de santos.
Nada de santo tienen, sin embargo, esas luces demasiado cercanas. Las mujeres virtuosas y los hombres de Dios se persignan cuando las ven, igual que hacen ante las luces malas de las almas en pena, o ante los fuegos fatuos que el demonio esparce en las noches sin luna para que se extravíen tras ellos los ojos de los cristianos. Y hacen bien, porque los tatuajes que fulguran en la piel del cielo, son las huellas de la memoria de los cuerpos. Iluminaciones de lujuria, fogonazos de materia que el gozo transmuta en un vapor de chispas cuando los recuerdos de amantes dispersos coinciden en un mismo punto incandescente, y una sola línea de combustión quema los pensamientos a través de las distancias.
Esta noche, un trazo de fuego frío y azul (los amantes que se recuerdan han envejecido, ha transcurrido demasiado tiempo) une, como cuentas perdidas de un collar inconcluso, a una mujer y un hombre. El trazo comienza en el Sur de las Indias de Occidente, cruza la Mar Océana, y luego se esconde, púdico, en el cielo del Norte. Tras las brumas de Ratisbona que son el aliento del Danubio, terminan de ocultarse esas heridas del deseo.
En el extremo sur hay una mujer a quien llaman Ximú. Acaba de salir de su choza redonda, cuyo techo de paja no deja pasar el resplandor de una sola estrella. Quiere mirar la noche y se sienta en la posición adecuada sobre una piedra pulida. En el cielo nocturno, al comienzo de la primavera, pueden verse brillar las caras de los muertos. Si están de buen humor, hasta acceden a responder las preguntas que les hacen los vivos, siempre que no los incomoden mucho con interrogaciones sobre objetos perdidos o robados, o sobre sucesos futuros que sólo conocen los dioses.
Ximú se envuelve en la manta de algodón donde conviven, bordados, ñandúes y pequeños ciervos. Le había regalado una manta como ésa al extranjero, el único difunto cuyo rostro no encuentra reflejado en el aire. Acaso porque aún no ha muerto, o porque está demasiado lejos, en otro mundo y en otro firmamento, y la antigua pasión de Ximú –ahogada por las inmensas vegetaciones, cansada de atravesar ríos y selvas hasta donde se pierden los relatos de los viajeros--, no es tan perseverante ni tan intensa como para hacerlo venir.
En realidad, si él se presentara de nuevo, disipado y borroso sobre su cabeza como una nube equivocada, no sabría qué decirle. Tampoco sabe qué decir a sus dos maridos. Ellos sí flotan plácidamente, como hojas, cerca de la copa de una palmera. Pero levanta la mano, y les sonríe con delicada cortesía, ya que se han molestado en hacerse visibles. Espera con la mano en alto hasta que las caras terminan de borrarse y desaparecen. El primer esposo supo hacerla feliz. Era un gran cazador, que bailaba con los movimientos silenciosos y elegantes de los pumas, y practicaba también en el amor esos ritmos bellos y precisos. Quizá por eso sus hijos fueron más inteligentes y más fuertes que los hijos del segundo, un poeta errante al que se tragó la espesura cuando marchaba, absorto, tras la voz contradictoria de los dioses.
Por lo menos, suspira Ximú, todos esos hijos están vivos aún, aunque alguno de ellos tal vez no vuelva nunca. Varios se han ido tras los soldados cristianos que siguen arrancándole espacios a la selva, y empeñándose, hoy como ayer, en marchas imposibles para encontrar el oro de las Amazonas, o para conquistar una ciudad desconocida a la que llaman “de los Césares”.
Ximú recuerda la primera vez que los vio. La recuerda con alegría porque aquello sucedió en el tiempo de su florida juventud, cuando era bailarina sagrada de la corte. El Manés, Señor de los Xarayes, había dispuesto que todo el camino fuera barrido y sembrado de hierbas y de flores para impresionar a los extraños con la suprema dignidad que sólo otorga la belleza. Mucho antes de que aparecieran ante los ojos pudo escucharse el ruido de sus pasos. El mensajero había anunciado que llegaban hombres: guerreros de un reino lejano y desconocido. ¿Pero podían ser hombres aquellas criaturas pálidas y torpes, que avanzaban –a pesar del camino despejado— con un trabajo extraordinario, arrastrando las capas de duros materiales que los cubrían hasta el cuello? ¿Podían ser humanas esas caras que se erizaban con pelos de colores diversos? ¿Esas orejas minúsculas, sin perforación alguna, sin los redondeles de madera que ensanchaban los lóbulos, indicando la jerarquía social de sus portadores? ¿O esos labios que, como los de los niños, aún no habían sido atravesados por el resplandor azul del tembetá?
Se hubiera reído a carcajadas de esos seres rústicos y deformes, de no haber sido una dama de la corte, obligada a guardar la compostura necesaria. Más aún se hubiera asombrado si alguien le hubiese dicho en aquel momento que, antes de que la luna se hiciese ver dos veces en el cielo, ella, Ximú, la más graciosa de las danzarinas reales, iba a acostarse voluntariamente con el intruso que se le antojó el menos humano de todos. Un individuo corpulento, algo más alto que el término medio, que tenía los pelos de la cabeza y de la cara finos y lacios, de un increíble color de maíz maduro o de paja seca, como si algún veneno poderosísimo le hubiera desteñido y agostado el pelo negro y grueso de las personas normales. Pero lo más sorprendente de todo eran los ojos. Dos bolitas de un azul traslúcido, que quizá no gozasen del don de la vista, o acaso –temió de pronto— pudieran ver mucho más allá que los ojos comunes, y tal vez penetraran en el interior de los cuerpos y de los pensamientos ajenos.
Las órdenes del rey no le dieron tiempo para seguir meditando sobre los grotescos visitantes. Hubo que acondicionar las casas para alojarlos. Hubo que sazonar y cocinar los venados y los avestruces que se cazaron para su agasajo. Hubo que preparar el maní, la mandioca, la batata, la bocaja y el maíz. Hubo que servirlos y finalmente verlos comer. Y eso tan sólo, valía por un espectáculo. Aunque los extranjeros parecían menos monstruosos, pues habían salido ya de sus cáscaras, y se les veían el torso, los brazos y las piernas –descoloridos pero de formas aceptables— su manera de abalanzarse sobre los alimentos mostraba claramente una naturaleza inculta y salvaje, ignorante de la mínima noción de etiqueta. Tragaban y devoraban sin pausa las pulpas blandas, y los huesos del avestruz y del venado crujían bajo sus dientes. Comían como si no hubiesen comido durante años, tan serios como si en cada bocado les fuera la vida, indiferentes a los encantos de la buena conversación, a las bromas que usualmente se intercambian en los almuerzos.
Sin embargo, todo aquello se transformó cuando el rey dio la señal para que comenzase la música. Por cierto, aun aquellos seres rústicos eran capaces de una religiosa atención ante el lenguaje de los dioses. No bien las doncellas salieron a bailar, cesaron los movimientos feroces de las mandíbulas, y hasta los alones de avestruz, o los muslos de venado a medio devorar, se les cayeron de las manos. Las muchachas danzaban desnudas, para que, a cada movimiento, hablasen sin estorbo los tatuajes rituales inscriptos en la piel desde los pechos hasta las ingles. Sin duda, notó Ximú, el extranjero de pelos amarillos podía verla, porque las bolitas azules bailaron todo el tiempo junto con ella, maravilladas, ingenuas, como si acabasen de descubrir las formas y los colores de todas las cosas.
En las próximas jornadas, Ximú tuvo ocasión de comprobar que, fuera de las barbas y de los ojos curiosamente redondos, los extraños estaban compuestos por los mismos elementos que los Xarayes varones, aunque el exceso de pelos, no sólo en las caras sino en otras partes del cuerpo, hacía pensar que se hallaban más cerca de los monos que de los seres verdaderamente humanos. Y sin duda, eran, o se sentían, mucho más frágiles. Tal vez los bondadosos rayos del Padre Sol los dañaban en vez de calentarlos, pues llegaban al extremo de mortificar hasta sus propios pies, metiéndolos en sacos cerrados que les apretaban los dedos y les impedían palpar la vibración de la tierra.
Quizá por ser tan vulnerables, atacaban con las armas más dañinas: unos tubos oscuros de donde salía la muerte, envuelta en chispas, y un ruido que por sí solo amedrentaba. También llevaban consigo toda clase de herramientas para cortar (carnes, árboles, telas o malezas) muy apreciables por su gran utilidad. Sólo pidieron a cambio de ellas meros adornos: planchas de metal dorado y plateado que el Manés solía lucir en la frente y en los brazos, pero sin otro valor que el de alegrar la vista. Semejante trueque les bastó a los Xarayes para confirmar la extravagancia –si no la tontería— de sus huéspedes, dispuestos a sacrificar aquello que necesitaban para atravesar las selvas, sólo por el capricho de ostentar ornamentos que ni siquiera eran tan hermosos como las plumas o las flores, aunque durasen por más tiempo. También en eso los intrusos se parecían a los monos: saltaban, encandilados, detrás de todos los objetos brillantes.
Al día siguiente del banquete, Ximú bajó al río para tomar el baño de las mañanas. Los extranjeros parecían no compartir esa costumbre. Casi ninguno se había metido en el agua. A Ximú no le extrañó. Quizá temían tanto su contacto como el contacto del sol y de la tierra. Entre los pocos que allí estaban, vio al hombre de pelos amarillos. Si no tuviese tantos pelos –pensó-- la piel sería se mostraría entera, patéticamente blanca. A lo mejor sólo por eso, para cubrir la desnudez extrema y vergonzosa de su falta de color, y no porque fuesen parientes cercanos de los monos, a los extranjeros les nacían, esparcidos por todas partes, más cabellos que al resto de los mortales.
El hombre la saludó moviendo las manos y le dijo algo indescrifrable. Quizá, por el brillo de los ojos, un elogio alegre y obsceno. Ximú se fue acercando, hasta que ambos quedaron frente a frente.
—Utz —dijo él, señalándose— Utz.
—Ximú —le respondió ella—.
Se entendieron pronto, con gestos y con fragmentos de otras lenguas. Él hablaba –en forma entrecortada, pero con todo, comprensible— el idioma de los Carios del Sur.
Cuando salieron del agua, Utz volvió a colocarse las fundas que le cubrían el trasero y las piernas. Eran de tela ordinaria y sin duda incómoda, pero Ximú pronto olvidó la rareza de su aspecto, llevada por los ritmos de la conversación. El extranjero reía fácilmente y hacía muchas preguntas. Preguntaba por el oro y la plata, pero también por la construcción de las casas y de las barcas, por los nombres de los dioses, por la cría de los animales y el cultivo de los alimentos. Y sobre todo, por la enseñanza del baile y por el arte de hacer pinturas sobre los cuerpos.
Mientras estaban sentados, a la orilla del río, él le tocó suavemente, apenas con la yema de los dedos, los dibujos del vientre y de la cintura.
—No salen con el agua, ¿eh?
—No. El color está adentro de la piel.
Utz siguió recorriendo las líneas de los dibujos enterrados, hasta que la exploración se convirtió en una caricia. Esa noche, Ximú lo invitó a dormir a su choza, sobre las mantas de algodón bordado. Bajo la luz piadosa de la luna y los candiles de sebo, la piel de Utz, aun sin color y sin tatuajes, no parecía tan indefensa, y los cuerpos se comprendieron sin necesidad de traducciones. Después de que Ximú lo hubo frotado, según la costumbre, con hojas perfumadas, Utz comenzó a despedir un aroma familiar. Su pene –cómicamente rosado y encogido cuando se bañaban río abajo— se había expandido como el de cualquier otro. Y aunque el pelo de la cara era un poco áspero, los vellos que se enroscaban sobre su pecho tenían una dulzura de plumón. No bien dejaron de moverse, Ximú restregó la mejilla contra esa mata sedosa. Entonces él rió y empezó a dibujar sin prisa, con la punta de la lengua, la preciosa filigrana de los tatuajes. A ella le faltó el aliento, atontada por el placer. Ninguno de sus amantes había osado incurrir en esa práctica. No pensó en detenerlo. Después de todo, era un extranjero, y sobre él los dioses Xarayes no tenían jurisdicción. No iban a fulminarlo –como lo harían, sin duda, con alguien de la comunidad— por profanar esa escritura sagrada. Por su parte, quiso devolver esa atención exquisita haciendo lo mismo con el pene pálido que ahora había adquirido un tono más oscuro. Utz fue entonces quien cayó hacia atrás. Los ojos se le dieron vuelta hasta que las pupilas celestes se hundieron bajo los párpados, y el torso ancho parecía incapaz de contener el tumulto sublevado de la respiración. Sin duda, en el mundo del que Utz venía, algún dios o diosa se había ocupado de prohibir ese juego tierno e inofensivo. Ambos sobrevivieron, sin embargo, en el territorio neutral de su pasión, protegidos por la mutua ignorancia de ofensas y tabúes.
El destino fue generoso con ellos. No les quedaban muchas noches para disfrutar, pero tampoco para cansarse uno del otro. Utz y los suyos, arrastrados por su locura de monos, se fueron pronto a buscar la tierra de las Amazonas, a pesar de todas las recomendaciones del rey, que les había aconsejado regresar y desistir de la marcha en época de lluvias, y a pesar de que las Amazonas eran notoriamente inexistentes, como no podía ignorarlo ninguna persona sensata. Pero el Manés, que tenía bien ganada su fama de sabio, quería alejar lo más posible de su reino a esos hombres armados, que no por tontos le parecían menos peligrosos. Los tontos no desmintieron que lo eran. Ni regresaron, ni abandonaron la idea de la marcha. El rey, tanto por cumplir los protocolos de hospitalidad como por evitar venganzas, no tuvo más remedio que asignarles una escolta para guiarlos en una expedición que duraría más de dos meses por tierras inundadas.
Utz llegó caminando sobre sus propios pies, aunque muchos blancos enfermaron gravemente como si el agua en la que estuvieron sumergidos los hubiera ablandado hasta pudrirlos. Era un hombre fuerte y quiso seguir probándolo durante los cuatro días de gracia que a él y a Ximú les fueron concedidos. Ella le regaló una manta y un brazalete. Él le dejó una medalla donde estaba pintada una mujer envuelta en telas, con la cabeza rodeada de rayos dorados; también una sarta de cuentas transparentes de cuyo extremo colgaba una crucecita.
Aquel amor no dio fruto alguno, fuera del recuerdo que ahora lleva a Ximú, treinta años, dos maridos y siete hijos más tarde, a seguir buscando la cara de Utz entre los muertos, en el cielo de primavera.
Se pone de pie. El rocío le está royendo las articulaciones, y la manta de algodón no la abriga bastante. La escritura de los dioses sobre los pechos y el vientre ya no es la misma, diluida y distorsionada por los embarazos, la lactancia, y los años que han ensanchado la cintura y aflojado la carne. Tampoco el mundo cerrado y ordenado de los Xarayes ha vuelto a ser igual, después de que los monos blancos entraron en él.
Ximú regresa a su casa, y se envuelve en otra manta, más gruesa y seca. Antes de dormirse aprieta en el puño la medalla de Utz. Mira, sin poder verla, la cara de la mujer y sus rayos de oro, tapados por un verdinegro crecimiento de hongos.
II Ratisbona
Amanece lentamente sobre el Danubio. Un hombre envuelto en un gabán de pieles, sobre el Puente de Piedra, levanta las manos y las agita, como si quisiera correr las cortinas de la niebla espesa, y abrir un hueco por donde mirar el cielo. Hace una hora que camina por las calles donde sólo hay vagabundos, rateros, prostitutas y amantes clandestinos que vuelven a sus casas después de haberse deslizado por algún muro prohibido.
A esa hora, los ancianos ricos y de buena familia, como él, cuidan un sueño liviano y quebradizo bajo las cobijas. Pero Herr Ulrich Schmidl prefiere gastar sus insomnios bajo el cielo nocturno de la ciudad imperial. No tiene miedo al relente que le cala los huesos bajo las ricas telas, y menos aún a bandidos o aventureros. ¿Cómo podría tenerlo, después de haber pasado veinte años durmiendo al raso, caminando entre pantanos, asaeteado por los insectos, y siempre con las armas prontas para defenderse de los indios o de las fieras? De todas maneras, Ulrich Schmidl, a quien sus amigos llaman Utz, no piensa ahora en guerras ni en adversarios.
Se sienta sobre el borde del Puente de Piedra y suspira. Nuevamente se ha quedado solo. No hace ni dos meses que acaba de fallecer su segunda esposa, la noble señora Benigna Reichlin von Meldegg, quien, además de haberle aportado durante tres años una digna y culta compañía, ha tenido la gentileza de legarle buena parte de su fortuna. Lo suficiente para que el viejo Utz Schmidl se halle a cubierto de toda necesidad.
Utz medita en la extraña ley de las compensaciones, en las misteriosas paradojas del Destino. De nada le valió lanzarse a las Indias, como tantos otros segundones de familias patricias, en busca de gloria y de fortuna. No sólo no pasó jamás del grado de sargento arcabucero, sino que la mayoría de los bienes que traía del Río de la Plata se perdieron en un naufragio, en la última etapa de su viaje de retorno, desde España a los Países Bajos, aunque él tuvo la buena suerte de no subir a la nave, sólo porque lo dejó olvidado en tierra firme un capitán borracho.
La verdadera fortuna la obtuvo en el punto de partida. Primero por la herencia de su hermano Thomas, el mayorazgo, que se moría sin descendencia, y por eso lo hizo venir desde las Indias. Luego por sus excelentes matrimonios, el primero con Juliane Hueberin, su novia de la adolescencia, a quien había prometido volver pronto, rebosante de caudales y cubierto de laureles. El afecto de Juliane parecía haberlo esperado durante veinte años, aunque en el intervalo se hubiese entretenido con un marido y cuatro hijos. Una vez viuda, estuvo fácilmente dispuesta a creer que también Utz había guardado siempre su retrato en la profundidad de los baúles, y en lo más íntimo de su memoria, donde no penetraban las olas de los naufragios.
En cuanto a la gloria, si alguna tenía, se había encargado de dársela él mismo, cuando escribió un librito sobre sus aventuras, descubrimientos y penurias, que finalmente logró encontrar un buen editor en Frankfurt. Al menos, su leyenda de viajero había servido para atraerle la consideración especial de sus compatriotas, y también los corazones de las damas, siempre proclives a compadecer al varón que durante años ha vivido errante, sin techo sobre su cabeza, sin un hogar donde descansar de sus trabajos. Pero ni esas hazañas indianas, ni su carácter de ciudadano prominente, ni su labor como Consejero, habían podido evitar que el Duque Alberto lo expulsara de Straubing, su ciudad natal, junto con otros luteranos recalcitrantes.
A veces Utz añora el caos de las Indias, donde nadie se entrometía demasiado en las creencias ni en los pecados ajenos, salvo los aguafiestas, como el maldito Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que se había propuesto atormentar a los soldados quitándoles no sólo su botín escaso, sino la dulce abundancia femenina que al menos compensaba otra clase de indigencias. Utz tiene buena memoria de los inverosímiles animales y vegetales que le ha tocado ver, y de las tierras que ha recorrido. Pero conserva aún mejor memoria de las mujeres que había en cada una de ellas. No hay lugar en su mapa que no esté asociado a cuerpos y deseos, a desilusiones o encantamientos. Recuerda la estadía en el Río de la Plata, en la miserable aldea del Buen Viento, como una recurrente pesadilla. No sólo porque don Pedro de Mendoza y los capitanes españoles no dejaron un acto insensato sin cometer, no sólo por las lanzas de pedernal y las mortíferas bolas de roca de los nativos, que quebraban las patas de los caballos como si fueran ramitas secas, y hundían los cráneos de los cristianos como si se tratara de frutas que se han pasado de maduras. No sólo por el hambre que los llevó a darse perversos banquetes de zapatos y cinturones, de ratas y sabandijas y hasta de carne bautizada; ni por el ataque final que incendió la infeliz aldea, y también cuatro barcos. En aquella tierra de penurias, antesala de los infiernos, los cuerpos se iban resecando como planchas de bacalao, y los placeres más simples les parecían lujos desmesurados. Las pocas españolas que allí había, más fuertes que muchos varones, ni siquiera recordaban que alguna vez habían sido mujeres y trabajaban valerosamente, como bestias de carga. En cuanto a las indias Querandíes, que se comportaban como feroces enemigas, igual que sus padres, hermanos o maridos, eran, además, horriblemente feas.
Tan feas como las Timbúes, altas y toscas, con las caras tajeadas por incisiones que parecían rasguños, a las que iba a encontrar muy poco después, río arriba, cuando abandonaran la fatídica población del Buen Viento, que mejor hubiera debido llamarse “De la Mala Estrella”. No obstante, se quedaron unos años con aquella gente, que al menos no era avara con las viandas y los dejaba hartarse de carne y de pescado fresco. De cuando en cuando, incluso, Utz cerraba los ojos, olvidaba las marcas con que las Timbúes creían embellecer sus caras, y trataba de cambiar su propia idea de la belleza femenina para poder gozar de otros encantos.
De ahí en más, y siempre río arriba, las cosas habían empezado a mejorar un poco. Utz recuerda a las seductoras Agaces, aunque no llegó a dormir con ninguna porque sus hombres –los mejores guerreros de todo el río— los expulsaron a flechazos. Recuerda los primeros encuentros con los Carios o Guaraníes, y la sorpresa que le produjo la costumbre de vender o trocar sus mujeres, que iban completamente desnudas, por un cuchillo, un collar de vidrio o una camisa. Sin embargo, la excesiva facilidad mata el deseo. Utz no quiso desprenderse entonces de ninguna de sus pobres posesiones. Hizo bien. Después de la guerra con los Carios a cada soldado le tocarían dos muchachas a cambio de nada, como parte del precio de la paz. Utz encontró a las suyas muy de su gusto. Eran más bien bajas pero jóvenes, agradablemente rellenas, y de buen carácter. También Utz tenía el mejor carácter del mundo, siempre que no le faltaran buena cama y buena comida, que a veces le parecían las únicas felicidades razonables. Vivió con sus muchachas cuatro años, en la recién fundada ciudad de Asunción y lamentó tener que irse nuevamente río arriba. No sólo por ellas, sino por los tres niños que habían nacido de ese concubinato. Uno de ellos se parecía mucho a su abuelo paterno, y aunque dudaba de que la familia alemana se alegrara de semejante parecido, Utz sintió que no pudieran conocerlo.
No era la única vez que Utz Schmidl iba a dejar en el camino a hijos y mujeres. Nadie le hizo reproches, así como él no iba a tener derecho alguno a reclamos, si es que volvía. En aquel mundo de traslaciones y de combates, lo único permanente eran las mujeres y sus niños. Ellas hacían casi todo el trabajo y se ocupaban de la subsistencia. Los varones eran sólo piezas volátiles, reemplazables con facilidad. Los vientos de la caza y la guerra los llevaban de un lado a otro, como semillas. Morían relativamente pronto, una vez que daban su fruto, y no se esperaba de ellos que dieran mucho más.
Utz estuvo en la guerra contra los Agaces, luego en la guerra contra Naperus y Payaguás, luego en una expedición que iba a llegar hasta Buen Viento, pero naufragó en el camino, aunque Utz, milagrosamente a salvo, logró más tarde incorporarse a las guarniciones de Buen Viento y Buena Esperanza que Alonso de Cabrera ya había hecho embarcar para Nuestra Señora de la Asunción, donde todos quedaron por dos años. A esa altura Utz ya había perdido una de sus mujeres, que encontró mejor esposo durante sus ausencias. La otra no tenía compromisos cuando él regresó por tercera vez a la Asunción, aunque sí otro niño que Utz no tuvo inconveniente en prohijar, tal como el nuevo marido de su otra esposa se había hecho cargo de los que eran suyos.
Poco después había llegado de España el loco Alvar Núñez Cabeza de Vaca (solamente una insania alimentada por varias generaciones podía engendrar un apellido así), investido del poder del Rey para asumir un mando que no merecería y que hasta entonces detentaba Domingo de Irala, que sí sabía cómo mandar soldados. Durante la expedición que emprendieron bajo sus órdenes, Utz pudo conocer a las hermosas Surucusis y a las bailarinas Xarayes. Fue lo único bueno de ese viaje, donde enfermó de hidropesía, después de una incursión por territorios anegados en los que estuvo a punto de disolverse.
Por fortuna, Cabeza de Vaca no duraría mucho. Sus errores y el descontento general iban a apresurar su destitución, y su rápido reemplazo por el hábil Irala. Aunque ése fue sólo el comienzo de otra guerra entre los cristianos mismos, a la que se agregó una guerra más contra los Carios y los Agaces, dispuestos a unirse en contra de los blancos cuando vieron que podían sacar partido del río revuelto. A pesar de los pésimos pronósticos, todo terminó bien. Irala consiguió otros aliados indios: los Guatatas y Yapirús, que se dieron el gusto de cosechar mil cabezas de Carios, a las que desollaron rápidamente con dientes de pescado y resecaron para colocar como adorno delante de sus casas. Aunque para tal fin Utz hubiera preferido una cabeza de león o de ciervo, decidió guardarse uno de aquellos modestos pellejos humanos, así fuera solamente con el objeto de que le creyesen, si alguna vez regresaba a Baviera.
Lo peor de todo era que regresaría, en todo caso, sin el oro y la plata que había ido a buscar casi veinte años atrás. No era el único en considerarse un fracasado, de modo que a Irala no le faltaron candidatos cuando anunció una séptima expedición en procura de los preciados metales. Si Utz no hubiese sido un hombre metódico y escrupuloso, capaz de tomar apuntes con el agua a la cintura y sobre resbaladizas cáscaras de plátano, seguramente no hubiera podido retener los nombres de las diecisiete naciones indígenas que tuvo ocasión de visitar en aquel periplo. Dos de ellas, de todos modos, no se le hubiesen borrado tan fácilmente. Ni las suaves y domésticas Corotoquis ni las bellas y hospitalarias Mbyás, muy dispuestas a atender en todo los aspectos a los huéspedes de sus esposos, merecían ser dadas al olvido.
El oro no apareció, sin embargo, y la sombra de Cabeza de Vaca seguía planeando sobre Nuestra Señora de la Asunción, convocada por el capitán Diego de Abreu, que se había lanzado a una exitosa guerra de guerrillas. Irala demostró nuevamente su sagaz sentido práctico. Convencido de que todo lo vencen el amor y una buena dote, pactó una alianza de por vida con dos de los jefes que cayeron prisioneros —Alonso Riquelme de Guzmán, y Francisco Ortiz de Vergara— haciéndolos casar con sus hijas.
Para ese entonces, Utz tenía dos niños más con la esposa que le había quedado, y que tal vez por genuina lealtad o por pereza (sus antes delicadas redondeces se habían vuelto muy opulentas para una mujer de tamaño chico) lo esperaba, consecuente, a la vuelta de sus viajes. El resultado del último, aunque sin oro, no había sido tan malo. Utz logró hacerse de unos cincuenta cautivos, aptos para el trabajo, que pensaba utilizar en sus propias fincas, o vender a un precio razonable.
Sin embargo, no llegó a ver el fruto de ese botín. Su Destino lo sorprendió otra vez, con el mensaje de Thomas. Descubrió, brutalmente, que deseaba volver, y que sólo había estado esperando una causa semejante: inexcusable, digna. No pensó entonces que el retorno iba a ser irreversible. Ni siquiera lo pensaba tres años después de llegar a Straubing, cuando quiso hacer tratativas para embarcar hacia el Río de la Plata, y emplear allí con más provecho la herencia de su hermano que no había resultado tan cuantiosa. Pero la reaparición de Juliane –mucho más vieja, y también más terca y notablemente más acaudalada que a los quince años, cuando lo dejó partir— hizo girar su voluntad como un barquito bajo los vientos del Océano.
Aunque no todos los niños de sus mujeres guaraníes se pareciesen a sus abuelos paternos, no por esa razón los quería menos. Repartió entre ellos treinta de los cautivos y parte de sus ahorros. Al hijo mayor, que pintaba para ser un magnífico arcabucero, lo encomendó especialmente a Juan de Quiñones, su compadre, para que lo hiciera soldado si él llegase a faltarle. ¿Qué mortal podía estar cierto de que Dios iba a permitir su regreso, no ya de la guerra, sino de cualquier viaje? El hilo de la vida de Utz, aunque parecía inmune a los dedos filosos de las Parcas, estuvo a punto de cortarse varias veces, tanto en el trayecto a través de las selvas del Brasil para llegar a puerto, como en la aventura posterior, que casi lo hunde en los fondos marinos, pero que le permitió ver ballenas, peces voladores, y hasta peces con sombrero.
Una vez en Amberes, Utz hizo el recuento melancólico de su haber. Salvo su armadura y el portamonedas que llevaba encima, con dinero, algunas joyas, y papeles personales, había perdido todo lo que atestiguaba su vida en las Indias: la piel de yacaré y la piel de boa, la cabecita humana disecada, los loros y las tortugas, un abanico de plumas resplandecientes, la manta bordada sobre la que había dormido con la hermosa bailarina en la corte del Manés. Sin embargo —pensó de pronto— aun tenía algo que nadie podía quitarle, y que tal vez era el único motivo por el cual el Señor misericordioso había permitido que siguiera respirando sobre esta tierra. Así fue cómo, sin ser hombre de letras ni latines, decidió ponerse a contar su historia.
Herr Ulrich Schmidl enfila despacio hacia su casa de la Wallerstrasse. Mira el cielo del amanecer, cada vez más claro, que quizá no haya interrogado en vano. Poco a poco, se abren algunas ventanas y las calles comienzan a ser transitadas por pequeños comerciantes, o gentes de oficio: panaderos, verduleros, sastres que quieren aprovechar la primera luz del alba. En una panadería compra, al paso, unas hogazas recién hechas de pan de trigo. Cuando llega a su portal, él mismo hace girar la llave en la cerradura, para evitarse comentarios de los criados sobre sus extravagantes salidas nocturnas.
Baja a la bodega, se sirve una jarra de cerveza, y corta dos lonjas de jamón que pone sobre el pan. Luego sube al cuarto donde suele encerrarse para escribir o mirar libros y mapas. Muerde la hogaza. La corteza cruje, fragante. La miga blanda, tibia, casi dulce, contrasta deliciosamente con el jamón bien salado. Apura el jarro hasta la mitad. La espuma de la cerveza –a la que debe un abdomen ahora redondo de buen burgués-- le hace cosquillas en los bigotes. ¡Ah! En este mundo no hay cosas mucho mejores. Si supiera qué ha sido de sus hijos en las Indias, el orden se cerraría circular, perfecto, a pesar de las rupturas y las catástrofes. Tal vez lo sea, después de todo, por esa ley contradictoria de las compensaciones que tan claramente ha visto funcionar en su Destino. Así como él se ha ocupado de los hijos de sus mujeres alemanas, otros habrán protegido a los suyos en Nuestra Señora de la Asunción.
—Así es la vida, so ist das Leben— se dice, con esa sabiduría de lugar común a la que suelen apelar los sobrevivientes— Todo está bien si termina bien.
Sólo le queda un deseo por cumplir, y su caminata por el Puente de Piedra quizás haya servido para afinarle la memoria. A todos los hombres —piensa— aún a los más torpes y vulgares, les es concedido un momento radiante de gozo y de belleza. Y él no ha olvidado el suyo.
Toma una hoja nueva de pergamino, y la extiende con cuidado sobre la mesa. Moja la pluma en la mejor tinta azul, e intenta, por enésima vez, reproducir el tatuaje sensitivo y ardiente que sus labios dibujaron ayer, hace apenas treinta años, sobre el cuerpo de Ximú, la bailarina de la corte de los Xarayes.
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