Ocurrió hace algunas semanas, una tarde en la que el sol pegaba sin pedir permiso sobre los vidrios de su oficina. Alfredo me vio pasar y mientras lo saludaba desde afuera con una sonrisa, me dijo haciendo medio megáfono con su mano derecha, en un gesto muy suyo: “venite después, tengo algo para vos”.
Alfredo es Alfredo Serra, el Pingüino para nosotros y para los que lo conocen. Décadas y décadas de redacción y escritura; coberturas infinitas y entrevistas para abismarse son su documento de identidad como periodista. Hoy trabajamos en la misma redacción y su llamado venía a cuento porque quería hacerme un regalo. Un regalo sorpresa, porque sí. (Acabo de escribir “venía a cuento” y advierto que nunca pudo ser más precisa esa frase...)
“Pensé enseguida que esto era para vos", me dijo. "Estaba en la biblioteca de mi suegra y lo vi y me imaginé que iba a gustarte”. Me hablaba de un libro viejo, un libro que "terminó de imprimirse en abril de 1942, en los talleres gráficos Descartes”, de la calle Bolívar, según se señala en la última página del volumen publicado por la editorial Biblioteca Nueva. Se trata de la traducción de una biografía de Fiodor Dostoievski escrita por Amada, una de las hijas del autor ruso; un libro cuyo valor radica en un apellido, un libro documento, digamos así. Alfredo es un lector, como yo. Y entre las destrezas adquiridas a lo largo del tiempo, los lectores contamos con la capacidad de adivinar los gustos de otros lectores.
Después de olerlo -sí, incluso aquellos que alternamos lectura en papel con lectura digital conservamos el hábito fetiche de oler los libros, sobre todo si son muy viejos; sobre todo si garantizan una historia detrás de la propia historia- empecé a hojearlo enseguida, como cada vez que un libro antiguo como éste llega a mí, y ahí fue que saltaron los subrayados en dos colores. Pucha, pensé, acá me ganaron en la manía, no sólo porque yo subrayo en lápiz -alguna vez en la emergencia usé birome pero me duele un poco hacerlo, reconozco- sino porque en este caso no solo era a color la cosa sino con dos colores, rojo y azul.
¿Cómo adivinar el sentido de esas marcas? ¿Cómo interpretar cuándo y por qué el lector o la lectora que pasó por esta historia utilizaba el azul y cuándo el rojo? ¿Había sido subrayado por dos personas-lectores diferentes? ¿O acaso un mismo lector había subrayado el libro en diferentes momentos?
(Vuelvo a la birome. El otro día la historiadora Camila Perochena mostró sus subrayados en birome en TW y ante la crítica de un colega aseguró que subrayar en lápiz era de tibios, de “persona poco comprometida con lo que subraya”. Me dejó pensando la frase. No sé si soy tibia sino que pese a mi modo invasivo de lectura creo que la tinta me resulta más agresiva sobre las páginas, salvo cuando se trata de los dibujos que mis hijos, cuando eran chicos, hacían en algunos ejemplares, tal vez para evidenciar su fastidio porque su madre pasaba horas leyendo. Las partículas elementales, de Houellebecq, por ejemplo, quedó precioso...)
En su maravilloso libro Biblioteca Bizarra -un volumen pequeño e imprescindible para quien disfruta de la escritura sobre el universo de la lectura-, el guatemalteco Eduardo Halfon, posiblemente uno de los mayores escritores en lengua española hoy, ensaya una categorización del mundo y las personas a partir de los modos de leer y acumular (o no) sus libros.
“Prefiero los libros de viejo. Me gustan precisamente por el aire de imperfección y misterio que los envuelve: las páginas manchadas o dobladas por los dedos de otro; las frases subrayadas o párrafos marcados en amarillo que le dijeron algo a alguien más; las curiosas anotaciones y reflexiones en los márgenes; la eventual dedicatoria en la primera página, a veces enigmática, a veces absurda, a veces del mismo autor.” (Eduardo Halfon, Biblioteca Bizarra)
Hay un desnudo del subrayado que se advierte cuando leemos aquello que marcó otro, son las marcas del otro; leer un libro que pasó por otras manos y que conserva las huellas de esa lectura puede ser profundamente perturbador pero también puede significar el comienzo de una lectura-aventura diferente y de historias paralelas: por un lado, el contenido original del libro y, por otro, la lectura de un lector que no es uno, un lector o lectora anterior, que pasó por el texto y dejó la impronta de su interés, de su sorpresa o de su trabajo, por qué no.
Cuando presto un libro, suelo consultar a quienes me lo piden si les molesta el subrayado, ese llamado de atención para mí que en la lectura de otro puede convertirse en marca orientadora pero también en bajada de línea arrogante o en un conjunto de consignas distractivas y hasta inquietantes. Leer un libro subrayado por otro puede ser espiar la exhibición obscena del secuestro de un texto. Puede ser la invitación a una gran aventura o una pesadilla de arrogancia.
El hombre que siempre lee a mi lado no se molesta por mis marcas, me dice, cuando le pregunto. No sé si creerle; tal vez su comentario es pura cortesía, ya acostumbrado a las marcas de mis lecturas y formado en el hábito de verme con el lápiz a mano, intuyo. Pienso un segundo y advierto que hace años es él quien va primero hacia los libros que nos interesan a ambos, y cuando yo llego, aunque cuento con su juicio y su recomendación verbal, no hay en ellos marcas de sus perplejidades o gustos. Y esto es porque, a diferencia de mi necesidad de resaltar mis propias sensaciones sobre el texto, en su caso aquellas frases que lo deslumbran siempre van a parar a otros cuadernos. Privados. La suya es una lectura discreta, la mía, en cambio, es una lectura posesiva. (¿Exhibicionista? ¿Egoísta?)
“Yo no llevo un diario. Mis diarios son las cosas que subrayo en los libros. Nunca le prestaría un libro a nadie después de haberlo leído. Subrayo demasiado, a veces páginas enteras, a veces con doble subrayado. (...) Supongo que las palabras, en el orden correcto y el momento oportuno, producen una luminiscencia. Cuando lees palabras como esas en un libro, palabras hermosas, te embarga una emoción intensa, aunque fugaz. Sabes que, muy pronto, el concepto que recién aprehendiste y el rapto que produjo se van a esfumar. Surge entonces una necesidad de poseer esa extraña y efímera luminiscencia, de aferrarse a esa emoción. Así que relees, subrayas, y quizás incluso memorizas y transcribes las palabras en algún sitio -un cuaderno, una servilleta, en tu mano-. (Valeria Luiselli, Desierto Sonoro)
En la extraordinaria novela de Luiselli -novela de viaje, de iniciación y del fin del amor; novela familiar y novela ensayo sobre los niños migrantes, esos dolorosos protagonistas del presente histórico- la narradora habla en un momento sobre los libros leídos y subrayados de a dos y menciona esos “éxtasis repentinos, sutiles y tal vez microquímicos”; marcas que en nuevas lecturas se desconocen como propias o llegan a confundirse, como se confunden los amantes en prisión de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, cuando en medio del esperado abrazo en la oscuridad ya no recuerdan cuál de los dos es el que tiene un lunar en su mejilla. En este caso, la narradora habla de los subrayados que ella y su marido hicieron de los diarios de juventud de Susan Sontag, del desconocimiento o extrañamiento por los subrayados de cada uno y de las palabras iluminadoras de Sontag, que pronuncian lo hasta entonces nunca pronunciado y se convierten así en “pequeñas marcas de luz conceptuales”.
Hace muchos años leí una columna del escritor Fabio Morábito sobre el hábito de subrayar. En ese texto, Morábito no sólo mencionaba la práctica sino que la vinculaba a una suerte de “seguro de ahorro” en el conocimiento, ya que esas marcas serían finalmente la inversión de tiempo que, en la vejez, podría ayudar a recuperar saber, placer y el gusto por la lectura sin excesivo gasto de energía.
“Cuando le da por observar los estantes de su biblioteca, siente orgullo, más que por los libros, por tantos subrayados que encierran. (...) Sea cual sea el libro que tome de sus estantes, sabe que le brindará, a través de sus subrayados, de diez a veinte minutos de una lectura intensa y selectiva. Ha llegado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuelvan parte de aquello que él les dispensó a lo largo de tantos años de lectura” (Fabio Morábito, El subrayador)
El tema es que así como las lecturas son elecciones de cierto momento de la vida -no leemos lo mismo a cualquier edad; un libro que en su momento pudo convertirse en el favorito para siempre, tiempo después sorprende por su ñoñez, su obviedad o su carácter fechado-, también lo son los subrayados: no nos sorprende lo mismo en la adolescencia que a los 30 o a los 50. ¿Cómo leemos nuestras propias marcas en los libros? ¿Seguimos siendo representados por esas huellas o “crónicas de lectura”, como las llama María Moreno, quien, por otra parte, escribió justamente un libro cuyo título es Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe? ¿Nos sorprenden nuestras propias expresiones de sorpresa cuando volvemos a leerlas?
En mi caso, no solo subrayo, también hago círculos alrededor de palabras o conceptos, tomo notas en los márgenes o resalto párrafos con signos de admiración y además hago anotaciones al comienzo del libro, como antes, cuando era muy joven, hacía en las fichas de cartón rayadas que reunían gran parte de los apuntes de estudio o de lectura. Hoy son las páginas en blanco de adelante de los libros ese espacio que dejaron las fichas que ya nadie usa. Ahí es donde anoto el número de las páginas y las palabras clave que me interesaron, para volver a ellas con facilidad. A esto sumo muchas veces post its de colores, un abanico alegre -vicio de editora- que me permite recuperar enseguida el objeto de interés.
Creo que no podría subrayar Vida de Dostoievski por su hija. Me parecería un atrevimiento; casi una herejía. No es un libro que llegó casualmente y del que desconozco su origen. Es el libro que estuvo por años en la biblioteca de una lectora; un libro para el que alguien, otro lector -Alfredo, un lector obsesivo y de tenaz memoria- buscó un nuevo hogar, un resguardo del olvido.
Subrayar es también escribir o reescribir; es crear una suerte de potente forma de la nota al pie, en este caso de un lector. Anotar y trabajar con los textos de los otros es armar un nuevo texto, alineado al original. Subrayar es fijar, es aprender, es sorprenderse y es no pasar por alto. El subrayado es también una forma del pragmatismo de la escritura. Algunos, de hecho, toman de sus subrayados frases que repetirán en nuevos textos o nuevas formas de la oralidad o, por qué no, en falsos tuits originales en Twitter, brillantes iluminaciones que circularán en RT hasta el hartazgo o hasta que algún lector avezado detecte el fraude.
Uno de los libros más hermosos que se publicaron este año en Argentina se llama Inundación. Lo escribió la cordobesa Eugenia Almeida a la manera de un diccionario de lecturas y escrituras y es un alfabeto de marcas personales conmovedor, que se lee con la emoción del encuentro con un alma gemela. En su libro, además de preguntarse por las prácticas que marcan su historia personal, Almeida cuenta también breves anécdotas de autoras y autores, momentos singulares de esas vidas y reflexiona sobre el oficio de escribir, sobre los hábitos de aquellos que ponen el deseo y el temor por escrito, materia pulida que alguna vez alcanzará (o no) a otro. “¿Cómo se desdobla la mano que escribe para ser al mismo tiempo lector de la huella que deja?”, se pregunta, mientras reflexiona sobre aquel que vendrá, el hipotético lector.
“Escribir es, quizás, una variante singular de hablar solos (...) Quizás eso sea la escritura. Un modo silencioso de hablar solos en voz alta” (Eugenia Almeida, Inundación)
Leer, subrayar, escribir: todos gestos de una voluntad en primera persona, la de apresar la experiencia. La de retener el milagro de la lectura.
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