El clap clap clap de los cascos de los caballos enmudece. Reverberan en el aire algunos murmullos de curiosos que se agolpan en la plaza Semionov de San Petersburgo para asistir al fusilamientos de esos intelectuales que osaron, desde la palabra, desafiar al zar.
Entre poetas, escritores, pensadores, maestros, funcionarios del gobierno y oficiales del ejército de poco rango suman 21. Están listos para morir o al menos intuyen que ése será su destino. Allí, entre ellos, se encuentra Fiódor Dostoievski.
Dostoievski entonces era una promesa literaria que con su ópera prima Pobres gentes, publicada cuando tenía 24 años, había alcanzado cierta notoriedad en los círculos culturales y la crítica. Reconocimiento que no duraría demasiado. Sus siguientes obras -El doble, La patrona y Niétochka Nezvánova- no fueron recibidas con halagos, más bien todo lo contrario.
El crítico literario Visarión Belinski, el más prestigioso del momento, llegó a decir con respecto a los elogios que había vertido sobre Pobres gentes en comparación con las tres siguientes piezas: “Yo, el primer crítico de Rusia, me he portado como un burro, qué jugarreta nos gasta a los hombres la falta de perspectiva”.
La pluma de Belinski tiene en este desenlace cierta responsabilidad, ya que fue la que arrastró -sin querer- a Dostoievski a esa circunstancia por dos razones. Por un lado, sus críticas feroces llevaron al moscovita a una profunda depresión y a una crisis de sentido existencial que lo llevó a buscar en otros espacios una suerte de contención intelectual.
Así, con 27 años se acercó al Círculo Petrashevski, un grupo de intelectuales que se reunían de manera ilegal en San Petersburgo, bajo el ala de Mijaíl Petrashevski, quien entre 1844 y 1849 se dedicó a debatir y propagar las ideas de los socialistas utópicos, en especial las del francés Charles Fourier.
De acuerdo a documentación de la época, el Círculo no era un grupo de carácter político, no por lo menos en el sentido de intervención en la res publica, aunque sí poseían una postura clara contra la autocracia zarista y el sistema de servidumbre. Sin embargo, sus debates estaban centrados en filosofía y literatura, sobre todo.
Este tipo de reuniones habían sido prohibidas por el gobierno del zar Nicolás I, quien entendía que la revolución de 1848, que se propagó por diferentes estados europeos -Francia, Italia y gran parte de Europa Central- podía llegar a propagarse en el Imperio. En aquellos tiempos, el telégrafo y el ferrocarril producían que tanto las noticias como los ideales pudieran expandirse como nunca antes en el llamado viejo continente.
Un año antes del cierre del grupo, Belinski falleció, pero su obra y, en especial, su Carta a Gogol, habían trascendido las paredes del Círculo. Nikolái Gógol era entonces ya un escritor reconocido, sino el más importante de su país y su obra Almas muertas es considerada el punto de partida de la novela rusa moderna.
Si bien en sus primeros libros Gogol tuvo un espíritu crítico de los valores del Imperio, había podido eludir a la censura por esa capacidad de ocultar su mirada en sátiras, fábulas y textos de carácter fantástico. Para el final de sus días Gogol se radicalizó, pero a favor del zarismo.
La Carta a Gogol, de Belinski de 1847, fue una respuesta durísima a la obra Pasajes selectos de la correspondencia con amigos, en la que Gogol utiliza un tono mesiánico en favor del zar y produce una profunda defensa de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Entre otros pasajes, Belinski escribió: El público “ve en los escritores rusos sus únicos guías, defensores y salvadores de la oscuridad de la autocracia, la ortodoxia y el modo de vida tradicional, y por eso, siempre dispuesto a perdonar al escritor un libro malo, nunca le perdona un libro dañino”
“Las más vivas y contemporáneas cuestiones nacionales en Rusia son ahora: la aniquilación del derecho de servidumbre, la supresión del castigo corporal, introducir en lo posible un severo cumplimiento al menos de aquellas leyes que ya existen”.
“Y en este momento un gran escritor, que con sus admirablemente artísticas, profundamente verdaderas creaciones tan poderosamente cooperó a la autoconciencia de Rusia, al darle la posibilidad de echar una mirada a sí misma como si fuera en un espejo, aparece con un libro en el cual, en nombre de Cristo y de la Iglesia, enseña al bárbaro-terrateniente a obtener más dinero de los campesinos, ¡injuriando sus “jetas sin lavar”!... ¿Y esto no debía llevarme a la indignación? Pero es que si Usted hubiera revelado un atentado contra mi vida, aun entonces no lo odiaría más que por estos vergonzosos renglones… ¿Y después de esto quiere que creamos en la sinceridad del tono de su libro?...”
Muerto Bielinski, no murió la rabia. Su nombre siguió vedado para la prensa y la lectura de la carta aseguraba una condena a muerte. Sabiendo los problemas que podía acarrearle la lectura en público, Dostoiveski igual lo hizo y en voz alta. Con tanta mala fortuna que ya para entonces la corona había infiltrado un topo en el Círculo. Otros miembros hicieron copias y el zar consideró que el grupo representaba un peligro eminente para el status quo, por lo que en 1849 lo cerró, y mandó a arrestar y encarcelar a sus 123 miembros el 23 de abril de 1849.
El 16 de noviembre Dostoievski fue llevado a la fortaleza de San Pedro y de San Pablo y condenado a muerte por fusilamiento, junto a 20 compañeros del Círculo. El 22 fueron trasladados a la plaza Semionov para que no quedaran dudas de que Nicolás I estaba determinado para eliminar cualquier ínfula antizarista.
Antes de vendarles los ojos, los prisioneros observaron desolados cómo desde un carruaje terminaban de bajar los últimos ataúdes, sus futuros hogares en la patria del zar. Dice la leyenda que Dostoievski murmuró: “No puedo creer que me vayan a fusilar”.
Tres pasaron. Atados a los postes. Dostoievski estaba en el segundo grupo. Frente al pelotón pasaron 10 eternos minutos antes de que un jinete ingresara con una carta del zar que los indultaba y los perdonaba la pena capital, para en cambio enviarlos a la cárcel de Siberia por cinco años, donde realizaron trabajos forzados. El simulacro fue tan brutal que Dostoievski tuvo un ataque de epilepsia.
Al otro día, escribió a su hermano contándole la buena nueva: “¡Hermano, querido amigo! ¡Ya está todo decidido! Me han sentenciado a cuatro años de trabajos forzados en la fortaleza (creo que la de Orenburgo) y después tendré que hacer de soldado raso. Hoy, 22 de diciembre, nos han llevado al campo de tiro de Semionov. Una vez allí nos han leído a todos la sentencia de muerte, nos han dicho que besáramos la cruz, nos han partido las espadas en la cabeza y nos han permitido lavarnos por última vez (camisas blancas). Luego han atado a un poste a tres de los nuestros para ejecutarlos. Yo era el sexto. Nos iban a llamar de tres en tres, en consecuencia, yo iba en el segundo turno y no me quedaba más que un minuto de vida. Me he acordado de ti, hermano, y de los tuyos: durante el último minuto, en mi mente estabas tú y nadie más que tú y sólo entonces me he percatado de cuánto te quiero, amado hermano mío. (…) Pero al fin han tocado retirada, los que estaban atados han vuelto con nosotros y se nos ha anunciado que su Majestad Imperial nos perdonaba la vida”.
En Siberia el escritor permaneció atado por pesadas cadenas de hierro y solo tuvo un libro para leer, el Antiguo Testamento, que le fue entregado por la noble Natalja Fonvisina y su hija, quienes ocultaron entre las páginas unos pocos rublos. El día de su entierro, entre sus manos, se encontraba aquel libro que hasta llegar a su prisión siberiana jamás había leído. Luego de aquella experiencia, Dostoievski escribió las grandes obras que lo inmortalizarían, como Crimen y castigo, El jugador y Los hermanos Karamazov.
Esta historia fue recuperada por el escritor austríaco Stefan Zweig en su libro Momentos estelares de la humanidad, quien así la describió:
“En mitad de la noche le han arrancado del sueño,
ruido de sables en las casamatas,
unas voces dan órdenes. Y en la incertidumbre,
amenazadoras y espectrales, se encogen las sombras.
Le empujan hacia adelante. A un pasillo que se abre ante él.
Largo y oscuro, oscuro y largo.
Un cerrojo chirría, suena una puerta.
Después siente el cielo y el aire glacial.
Un carro aguarda, una cripta sobre ruedas,
a la que es empujado con prisa.
Junto a él, cruelmente encadenados con hierro,
en silencio y con el rostro lívido,
los nueve camaradas.
Ninguno habla,
pues cada uno presiente
adónde le lleva el carro.
Y que esa rueda que giran bajo ellos
tiene su vida entre los radios.
Entonces el estruendoso carro
se detiene. La puerta rechina.
Y por la reja abierta, con mirada lúgubre,
soñolienta, les observa
un oscuro pedazo de mundo.
Una manzana de casas,
de techos bajos y con sucia escarcha,
rodea una plaza llena de oscuridad y de nieve.
La niebla vela con un trapo gris
el patíbulo,
y sólo a la iglesia de oro la roza
la mañana, con una luz heladora, sangrienta.
En silencio forman en fila.
Un teniente lee la sentencia:
Muerte por traición. Con pólvora y plomo.
¡Muerte!
La palabra, como una piedra impetuosa,
cae en el frío espejo de la calma,
suena
con fuerza, como si partiera algo en dos.
Después el eco vacío
se hunde en el silencioso sepulcro
de la glacial quietud de la mañana.
Como en sueños
siente todo lo que le está ocurriendo.
Y sólo sabe que ahora ha de morir.
Uno se adelanta y sin hablar le pone
un sudario blanco, ondeante.
Una última palabra despide a los compañeros.
Con la mirada ardiente,
un grito mudo,
besa él al Redentor en el crucifijo
que el pope, serio, apremiándole, le tiende.
Después todos ellos,
los diez, de tres en tres,
son remachados con cuerdas a los postes.
Ya avanza
presuroso un cosaco,
para vendarle los ojos frente a los fusiles.
Entonces su --lo sabe, ¡por última vez!--
aquel pequeño trozo de mundo,
que le ofrece el cielo allá arriba.
En la claridad matutina ve la iglesia.
Como dispuesta para la última cena, la cubierta está al rojo,
inflamada por la aurora.
Y él con una súbita dicha extiende la mano para alcanzarla,
como si fuera la vida de Dios tras la muerte...
Entonces le atan la noche en torno a los ojos.
Pero dentro,
llena de color, la sangre comienza a fluir.
En una marea de reflejos,
desde las venas, la vida
se alza en imágenes.
Y él siente
que en ese segundo, señalado por la muerte,
todo el pasado perdido baña de nuevo su alma.
Toda su vida vuelve a despertar
y se aparece en imágenes a través de su pecho.
La infancia, pálida, perdida y gris,
el padre y la madre, el hermano, la mujer.
Tres migajas de amistad, dos vasos de placer,
un sueño de gloria, un hatillo de oprobio.
Y fogoso el embate de las imágenes
de la juventud perdida recorre sus venas.
Una vez más, muy honda, siente toda su existencia,
hasta el instante
en que le ataran al poste.
Después una duda arroja,
negras, pesadas,
sus sombras sobre su alma.
Y entonces
siente que alguien se le acerca,
siente unos pasos negros, silenciosos.
Cerca, muy cerca.
Y que le ponen la mano en el corazón,
que palpita cada vez más débil,
cada vez más débil, que ya no palpita.
Un minuto más. Después se acabó.
Los cosacos
forman al otro lado en resplandeciente hilera...
Las correas se balancean... Las manos crujen...
Los tambores rasgan el aire con su estruendo.
Ese segundo hace envejecer miles de años.
Entonces, un grito:
¡Alto!
El oficial
se adelanta. Blanco, ondea un papel.
Su voz, nítida y clara, corta
el silencio expectante.
El zar
con la gracia de su voluntad sagrada
ha anulado la sentencia,
que será conmutada por una pena más leve”.
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