A pocos meses de cumplir 73 años, Elton Hércules John, su nombre legal desde que a principios de la década del setenta dejó atrás su identidad como Reg Dwight (“vaya nombre para una estrella pop”, se burla), se está despidiendo del mundo. El plan incluye tres pasos, y podría decirse que se remonta a 1977, cuando el propio Elton anunció en el estadio de Wembley que se retiraba (“una vez más”) después de compartir una canción con otra estrella de la época, Stevie Wonder. Sin embargo, a lo largo de este tiempo, con un intento de suicidio y la dirección de un equipo de fútbol a cuestas, la recuperación de su adicción a la cocaína, dos matrimonios (uno infeliz con una mujer y otro feliz con un hombre), dos hijos con madres subrogadas y un coqueteo con la bancarrota a pesar de haber vendido 300 millones de discos, ahora Sir Elton sí parece decidido a lograrlo.
El primer paso fue la gira mundial Farewell Yellow Brick Road, que empezó en septiembre del año pasado y terminará en algún momento del año próximo tras algo más de 271 presentaciones entre los Estados Unidos, Europa y Oceanía. Nada mal para un miembro de la realeza del pop que apenas con 28 años les disputaba sus logros a Los Beatles y Elvis Presley con discos en el número uno de ventas a los dos lados del Atlántico. “Nadie lo había logrado antes, y yo lo había conseguido dos veces en el lapso de seis meses”, recuerda Elton con el tono competitivo que elaboró desde que confeccionaba sus propias listas de éxitos musicales en su habitación de la ciudad de Pinner, en Middlesex, Inglaterra.
El segundo paso fue una película basada en su vida, Rocketman, surgida del hit que, tal como lo recuerda Elton, compuso una mañana junto a su socio musical Bernie Taupin antes de terminar de desayunar en el Château d’Hérouville en 1971. Protagonizada por Taron Egerton, aun así la película resultó ser un paso ligeramente en falso al no vencer el eclipse provocado por otra historia que se llevó apenas unos meses antes toda la atención (y los premios) para una retrospectiva sensible de los años setenta y ochenta: Rapsodia Bohemia, basada en la vida y la obra de Freddy Mercury. “Para empezar”, recuerda haber dicho Elton cuando escuchó esa canción de Queen por primera vez en la oficina de su representante, “dura tres horas, y es la cosa más sobreactuada que he escuchado en mi vida. Y el título también es completamente ridículo”.
Para el tercer paso de la despedida llegó entonces la publicación de una autobiografía de más de 400 páginas, y aunque tal vez no resulte el más espectacular de los eventos alrededor de Sir Elton, sí podría tratarse de su mejor intento por mostrar lo que resta de verdad debajo de una identidad elaborada durante medio siglo en la industria del espectáculo. Ese Yo al que alude el título, por lo tanto, no debería entenderse como otra cosa que la combinación entre lo que el propio Elton John cree que es, lo que sus admiradores, amigos y colegas dicen que es, y lo que el autor de “Sorry Seems to Be the Hardest Word” (“Perdón parece ser la palabra más difícil”) realmente es.
Pero, ¿cuál es el hilo para atarlo todo? Para empezar, una necesidad de reconocimiento rimbombante, lo cual parece haber servido durante toda la vida de Elton para compensar su célebre carácter testarudo e irascible, “dos rasgos encantadores que he tenido la fortuna de heredar de mis padres”. Pero hay otro detalle: para que el narcisismo de Elton John realmente se luzca, sus adversarios del mundo musical también deben deslucirse un poco. Y para que eso ocurra, Sir Elton siempre tiene alguna historia maliciosa que recordar. A la hora de barrer del escenario a sus más serios competidores, cualquier alusión rápida a la falta de empatía parece suficiente.
Es el caso de Madonna, sobre la cual repite que además de hacer playback en sus conciertos es “descortés y desagradable” con las cantantes jóvenes, o su amigo Rod Stewart, acerca del cual comenta que solía dejar un boleto de avión sobre la cama de las mujeres para comunicarles que había terminado con ellas, o David Bowie, a quien define como alguien que “siempre tenía un aire distante e indiferente, al menos respecto a mí, y una vez dijo que yo era el maricón del rock and roll”.
No es que este tipo de comentarios sorprendiera a Elton, cuyo descubrimiento de su sexualidad ocurrió incluso para él mismo más tarde que para sus familiares. De hecho, fue mientras vivía con su madre y con su primer novio serio, John Reid, también su manager, cuando Elton, todavía virgen a los 23 años, decidió contarle a su madre que era gay. “Bah, ya lo sabemos. Hace mucho que lo sabemos”, fue la respuesta. La escena de la confesión tampoco encubría demasiados misterios: ese mismo día, Elton y su novio pensaban ir a un concierto de Liberace en el Palladium de Londres.
La relación con Reid fue transformándose en una mezcla de desilusiones, infidelidades y violencia, y al mismo tiempo Elton comenzó su adicción a la cocaína, que le dio “un exceso de confianza que redundó en mi beneficio”, escribe ahora. Bajo sus efectos, llegó a comprar un tranvía (“que era necesario descargar en mi casa con la ayuda de dos helicópteros Chinook”) y también un tiranosaurio de fibra de vidrio de tamaño natural que Ringo Starr (“al final de una noche larga”) necesitaba sacarse de encima.
Pero los ecos de la droga no siempre resultaron tan simpáticos para su vida social, como cuando Keith Richards estuvo a punto de golpearlo por haber arruinado muchas de las canciones de los Rolling Stones durante un concierto en el que decidió quedarse “a improvisar en el escenario sin preguntarles si necesitaban un tecladista auxiliar”, o cuando junto a John Lennon, con quien solía encerrarse en un hotel de Nueva York para aspirar cocaína, tuvo que cerrarle la puerta en la cara a Andy Warhol para que no les sacara fotos. La primera señal de que se acercaba un límite grave fue en 1975, cuando ante su familia anunció que se había tomado un puñado de Valiums y se tiró a una pileta para ahogarse, aunque no tardó en salir nadando para recibir la reprobación de su abuela.
Es probable que lo más patético de este tipo de escenas sobre la “necesidad de una resurrección” sea que se repiten en casi todas las memorias de las grandes estrellas del pop, o al menos entre las de quienes están en la misma liga que Elton John. Sin ir más lejos, para Billy Joel, con quien compartió una exitosa serie de conciertos a principios de los noventa, se trató de pastillas de Nembutal y un trago de limpiador líquido, como cuenta Fred Schruers en La biografía definitiva de Billy Joel, mientras que para Phil Collins la opción fue más tradicional: alcohol hasta quedar hospitalizado, como recuerda en la autobiografía Aún no estoy muerto. El desenlace, de una u otra manera, es idéntico: luego del “llamado de atención”, el espectáculo debe seguir. Y en el caso de Sir Elton, ya recuperado pudo dedicarse a sus dos tareas predilectas además de la música: los chismes y su Fundación contra el Sida, una enfermedad que terminó con la vida de muchos de sus amigos y amantes (incluido el verdadero soldado ruso que inspiró la canción “Nikita”).
Tras años de almorzar con la Reina Madre, bailar rock con la Reina Isabel (“que aún sujetaba el bolso”), conversar con el Príncipe Felipe (“te hace quedar como un puto loco”, le dijo acerca del Aston Martin de Elton pintado con los colores del club Watford) e incluso presenciar las peleas conyugales de la Princesa Margarita (“todo el mundo sabía que su matrimonio atravesaba un mal momento”), fue con Lady Di con quien vivió una amistad. Aunque eso, recuerda Elton, no la excluyó de quedar atrapada durante una de sus espectaculares fiestas con celebridades en una pelea entre Richard Gere y Sylvester Stallone, para ver quién de los dos la conquistaba “cuando ya se había separado del Príncipe Carlos”. A poco de llegar a los golpes, cuenta Elton, la noche terminó con Diana y Gere “frente al fuego y Sylvester desquiciado de regreso a su casa”. Al fin y al cabo, ¿qué es lo mejor del rock and roll? Según el propio Elton John, “que alguien como yo puede convertirse en una estrella”.
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