Una mañana de 2016 Federico Kukso caminaba por las calles de Cambridge, en Estados Unidos, rumbo a MIT —Instituto de Tecnología de Massachusetts, por su sigla en inglés— donde estaba estudiando Periodismo Científico. Caminaba esas diez cuadras que separan el campus del instituto, como de costumbre, con los ojos bien abiertos, observando el paisaje, los árboles, las calles, las veredas, el cielo imponente. De pronto, un sentido se agudizó dentro suyo: el olfato. “Empecé a percibir olores extraños; eran olores cotidianos pero quizás frente a mi percepción mediada, porque yo crecí en Buenos Aires, empecé a sentirlos distintos”, cuenta ahora, en el estudio de Infobae, intentando recordar aquel momento originario.
“El olor de los arbustos —continúa—, de los edificios, de la gente, de la canela... En Estados Unidos es un olor muy fuerte el de la canela porque permea los restaurantes, algo que quizás no percibimos en la Argentina. Entonces ahí empecé a notar algo distinto. Cuando le decía a la gente con la que estaba investigando, para ellos era normal sentir esos olores sintéticos, como el de la manzana, los perfumes o la falta de olores, incluso. Y ahí me percaté de que había algo. ¿Qué pasaba que esos olores eran extraños? Empecé a percibir la veta cultural de los olores. Empecé a ver el contraste cultural, no sólo en Estados Unidos; esto me pasó cuando viajaba a otros países, incluso a cada ciudad de la Argentina: advertía olores que en mi odorama, en mi panorama de olores, eran extraños”.
Ahora, en este estudio anaranjado, con los codos en los apoyabrazos, las manos juntas y la mirada fascinada, Federico Kukso habla de Odorama. Historia cultural del olor (editado por Taurus este mes), un libro ambicioso que revisa la historia, no sólo de la humanidad, sino del universo, pensando los distintos lugares que ocupó el olor. El Big Bang, la invención del fuego, los dinosaurios, el Antiguo Egipto, Grecia, el Imperio Romano, la Conquista de América, el mundo árabe, la París del siglo XVI, Buenos Aires de 1810, el caótico siglo XX, la insólita actualidad y aquel futuro “olfativamente apagado”. “A los olores se los silencia, se los ignora. Y en ciertos casos, se los desprecia y hunde en el abismo de la vergüenza”, escribe en la introducción. La pregunta es: ¿por qué? Odorama es una gran respuesta.
—En el libro hablás mucho de la desodorización del mundo. El desodorante es algo que tenemos incorporado, naturalizado, pero nada tiene de natural, ¿no? ¿Por qué decidiste revisar la historia desde este foco?
—Tenemos una relación casi desodorizada con la historia. Cuando leemos sobre los grandes personajes no nos describen sus olores personales, sus hábitos de higiene, los olores de las comidas. Y todos sabemos que los olores nos permean, nos afectan, nos incitan a comer, incitan nuestras relaciones, nos ponen alegres, nos ponen tristes. Entonces empecé a ahondar en esas microhistorias y cada vez que buscaba la historia de un olor, o por qué un olor reinaba en una cultura y no en otra, encontraba otra historia, y se habrían dos puertas, tres puertas. Así empecé a hacer una especie de exploración aromática tanto del presente como del pasado y del futuro. Empecé a encontrar historias, pero no solamente con la intención de decir: ah, cómo olían de distinto. Estudiar los olores te permite poner una lupa sobre ciertas momentos de la historia y ver cómo fueron cambiando hábitos de higiene, sanitarios, científicos, cómo ciertas ideas se descartaron. Por ejemplo, durante el primer siglo antes de Cristo en Grecia, pensadores como Aristóteles pensaban que las mujeres también olían por la vagina. Habló mucho del útero errante. Es interesante ver estas ideas que nacen y mueren. Me gusta concebir la historia, yo me especialicé en Historia de la Ciencia, como un cementerio de ideas muertas. Busqué entender que detrás de cada olor, que para nosotros es algo tan común, hay una historia, y concebir así la relación que tenemos con los olores: mediada por la cultura. Un olor que quizás para nuestra cultura es agradable, para otra no lo es. Estamos mediados por nuestra cultura, que determina qué olores son ricos, qué olores son feos, y vivimos en una época, el siglo XXI, donde ya la palabra olor está cargada de negatividad. Cuando uno en una reunión dice ‘hay olor’, en verdad lo que está diciendo es ‘hay mal olor’. Vivimos una época en la que los olores están siendo perseguidos, silenciados. Cada vez que uno sale de la casa para hacer algo social hace algo tan antinatural como levantar el brazo y rociarse micropartículas de aluminio, que es lo que es el antitranspirante. Entonces empecé a ver eso, que el olor, algo tan invisible, tan poco tenido en cuenta, en verdad era un protagonista, está en cada momento de la historia, incluso antes de la aparición del homo sapiens. Imaginar el mundo de los dinosaurios sin pensar el olor es tener una visión totalmente incompleta. Pensar estos grandes animales, como el Patagotitan mayorum, que fue descubierto en la Argentina y es uno de los dinosaurios más grandes del mundo, que como las vacas actuales eran herbívoros pero defecaban grandes montañas de estiércol. Entonces muchas veces hago preguntas que a veces desubican a los investigadores pero que te hacen pensar en algo que no pensabas.
—¿El perfume empieza con el fuego?
—Perfume viene de las palabras per fume: a través del fuego, a través del humo. Hay mucho estudiado sobre la historia del perfume, pero hay un hecho que es que el perfume, antes de ser un objeto dedicado a la cosmética, fue un objeto dedicado a la liturgia, a la relación con lo divino. Los egipcios tenían un vínculo con sus dioses a partir de lo fragante. Pensaban, como incluso pasó luego en el cristianismo, que los dioses eran fragantes, entonces para ir al más allá, los faraones, en el proceso de embalsamamiento, eran cubiertos de fragancias. Hay una anécdota muy linda de cuando Howard Carter descubre la tumba de Tutankamón en 1922: entra a esta cámara que estuvo ahí olvidada del mundo casi por tres mil años y rompe el sarcófago de Tutankamón, de repente encuentra una sustancia negra que cubre al féretro y a la momia y esos ungüentos que se han solidificado y empezaban a oler fragancias. Es muy interesante esa anécdota porque ahí se vive en encuentro entre dos culturas: un hombre del siglo XX como Howard Carter que huele a los egipcios, como el caso de Tutankamón que murió hace tres mil años. Es interesante ver el perfume que permea en nuestra historia, que es quizás un objeto de lujo que es lo primero que uno encuentra en un free shop, que casi no baja los cincuenta, cien dólares, que tuvo otro origen. A lo largo de la historia tuvo distintos fines: cubrir los malos olores de las cortes francesas de Luis XIV o Luis XVI, conocidas como la corte perfumada. La idea del perfume para combatir los olores que, hasta el siglo XIX se pensaba, especialmente los malos, que transmitían enfermedades. Hasta el desarrollo de las ideas de Pasteur se pensaba que los olores nefríticos, los olores de las cloacas, de los pantanos, eran los principales vehículos de las enfermedades. Uno advierte en crónicas en épocas de peste y de plagas cómo en las ciudades se prendían fogatas con resinas aromáticas para combatir los malos olores. Si uno advierte en la historia del arte a partir del siglo XV, XVI y XVII se empiezan a ver en los retratos que las personas, las mujeres y los hombres, tienen en las manos unas pequeñas bolitas que se llamaban pomanders, que son como preservativos olfativos. ¿Qué quiero decir con esto? Son objetos que tenían resinas aromáticas, entonces la gente salía a la calle con estas bolitas con las cuales pensaba que combatía a estos vapores invisibles que los venían a invadir. Entonces, pensar en el olor también es pensar en la transformación de las sensibilidades. Nuestra tolerancia olfativa del siglo XX es distinta. Imaginate vivir en una sociedad como París del siglo XVI, donde las cloacas casi no existen, donde se tiraba la basura en las calles, donde los muertos se apilaban. La tolerancia olfativa era totalmente distinta, pero es interesante pensar esto siempre en relación con el presente. Hace cien años Buenos Aires olía muy mal. Hay cronistas que describen a Buenos Aires como una ciudad totalmente pestilente, donde los chicos fumaban para que el tabaco contrastara con los malos olores. Es interesante el olor como esto que nos rodea o que nos pueda alegrar o nos pueda alejar de ciertos objetos, y también como esos protagonistas que incidieron en grandes eventos de la historia. Por ejemplo, la ruta de la seda: distintos caminos que unieron China o la parte oriental de Asia con Europa también fueron una vía, una red donde circularon productos aromáticos, y a partir de estos productos aromáticos distintas culturas entraron en contacto. Antes de internet, antes de esta red que ahora naturalizamos tanto, el mundo estuvo conectado por el olor. Un ciudadano romano podía conocer a una persona de China a partir de los objetos que se intercambiaban en estas rutas. Había varias rutas, como la del incienso que iba por la Península Arábiga, o la ruta que llegaba hasta donde ahora es Indonesia. Pensar también en los olores nos permite ver cómo la búsqueda de nuevas rutas impulsó descubrimientos. Cuando se producen grandes bloqueos de los imperios, como los otomanos o los turcos, que propulsaron a descubridores como Cristóbal Colón y Vasco da Gama, fueron estos navegantes a buscar nuevas rutas hacia Asia, a buscar nuevos mercados donde encontrar especies. Entonces es interesante ver el olor como impulsor de descubrimientos.
Con apenas 40 años, Federico Kukso es uno de los grandes periodistas científicos del país. Escribe para diversos medios locales e internacionales, publicó tres libros previos —Todo lo que necesitás saber sobre ciencia, El baño no fue siempre así y Dinosaurios del fin del mundo—, pero éste, Odorama. Historia cultural del olor, es sin dudas su gran obra. Si bien puede pensárselo como un libro científico e historiográfico, hay muchas citas literarias y varias referencias a la cultura popular. De esta forma construye un texto denso, largo —son más de cuatrocientas páginas—, pero muy ameno para cualquier lector que sólo tenga un poco de curiosidad. “Hay un detalle”, dice y sonríe como en una confidencia, “yo soy casi miope, no es mucho, pero uso lentes de contacto”.
“Siempre le presté atención a los perfumes, a los olores. Fue en ese entonces cuando recordé un libro, El perfume de Patrick Süskind. La historia de un asesino, de un hombre, de un virtuoso nasal que era capaz de detectar los olores más efímeros. Lo que me interesa de esta obra y de este escritor alemán, que se niega a dar entrevistas, es cómo describía la París del siglo XVIII. Entonces, con este mix me empecé a hacer preguntas, quizás movidas por la curiosidad”, agrega. Toda esa ebullición que se desató en la cabeza de Federico Kukso cuando se embarcó en este proyecto de investigación aún continúa. Ahora, en esta conversación con Infobae Cultura, habla como si este libro no estuviera terminado. Su fascinación aún permanece intacta. Es que hay mucho para seguir conversando.
—¿Cómo fue que el perfume pasó de ser un elemento sagrado a un elemento cosmético?
—Para comparar las religiones, por ejemplo el universo egipcio, con la liturgia hebraica, con el mundo católico, siempre la relación con lo sagrado estuvo mediada por el olor. Básicamente esta idea de elevar a lo divino, a la deidad las plegarias. La imagen del humo subiendo está presente en cada una de las tradiciones. El incienso es fundamental en el catolicismo, también en el mundo árabe. Hace unos años estuve en Qatar, los mercado están mediados por el olor. La relación con lo divino siempre fue una relación fragante. Se pensaba que los dioses, incluso en el cristianismo, las figuras divinas son figuras fragantes. A la Virgen María se la expone visualmente incluso rodeada de flores, en contraste con un mundo corrupto, el mundo de lo cotidiano, una sociedad de la muerte. Sin embargo, el perfume surge en Europa como gran elemento ornamental; en las cortes francesas, como una nueva máscara. Pensar al perfume como máscara, como un nuevo tipo de ropa que uno se calza para presentarse ante el otro. La historia del perfume es larga, pero un momento clave, quizás en el siglo XX, con un perfume clave que es el Chanel No. 5, que es uno de los primeros con ingredientes sintéticos. Esto permite la industrialización del perfume y produce un boom que lo vivimos hasta el día de hoy: cómo los perfumes industrializados surgen de a miles por año. Por ejemplo a mí me intriga mucho cómo se venden los perfumes. Son uno de los pocos objetos que uno no sabe qué ingredientes tienen. No están en la etiqueta sus ingredientes químicos, obviamente por una cuestión de secreto industrial, pero cuando uno ve los avisos de los perfumes, uno ve que venden aspiraciones, formas de ser. El hombre tiene que ser salvaje, el hombre tiene que estar lleno de coraje. Uno ve actores, libertad. En cambio las mujeres tienen que ser suaves, tienen que ser florales. Hay una operación de marketing muy fuerte porque no hay fragancias masculinas y femeninas. Esto se puede ver con los colores, esta cosa de pensar que los chicos es color celeste y las chicas es rosa. Son convenciones culturales y sociales que se solidifican y quedan. Es interesante. ¿Por qué el perfume de mujer tiene que ser floral y el de un hombre tiene que estar más relacionado con la madera, con el tabaco? Es una convención cultural, y lo interesante de pensar estas cosas es que te ayudan a desnaturalizarlo y decir: por qué es así. Puede ser que en el futuro no sea así. Así nos fue en el pasado. Hay una anécdota muy linda con la imposición de la cultura: cómo el concepto de halitosis fue una creación del marketing. A principios del siglo XX se intentó crear un nuevo mercado, un nuevo producto, entonces se apuntó a las mujeres, a lo que los publicistas creían que era el público que iba a comprar un nuevo producto, básicamente porque la ausencia de este producto incidía en su sociabilidad. Los afiches que se venden a comienzos del siglo XX muestran a mujeres y se les da el mensaje de si tenés un mal olor en la boca nunca te vas a casar. Pero lo interesante, por ejemplo, es que esto no apunta al hombre; recién apunta al hombre en 1930, con la crisis internacional que se da con la debacle de las bolsas, se empieza a apuntar al hombre para decirle: si vos tenés mal aliento no vas a conseguir trabajo. Entonces se busca impactar en la inseguridad del comprador. Esto ocurre también con el antitranspirante, una invención del siglo XX. Imaginate el posicionamiento de un nuevo producto que no existía hasta ese momento y cómo este producto incide en la sensibilidad. Ya nos acostumbramos a que tapamos los olores del cuerpo. Oler al otro, los cuerpos, los olores naturales que tiene todo ser humano, todo homo sapiens en toda la historia de la humanidad, es ofensivo. Vivimos una época y una cultura permeada por la vigilancia permanente al mal olor. ¿Por qué? Porque oler mal te pone en una posición de menor valor, por así decir. Uno concibe al otro en términos de olor. Uno puede estar diciendo los argumentos más interesantes pero si alguien percibe que huele mal es una ofensa. Es interesante cómo se construye este juicio, cómo en otras culturas no ven mal el olor corporal, por qué debemos tapar olores naturales, por qué el olor de la axila está mal visto en un encuentro social y no en otro, cómo los prejuicios olfativos se han utilizado históricamente para denigrar al otro.
—En el libro hablás del olor de la discriminación.
—El olor del inmigrante, el olor del judío, el olor del negro en Estados Unidos y en Argentina y en Brasil. La palabra catinga fue muy usada en Latinoamérica para denigrar al otro. El olor del refugiado. En la Argentina, por ejemplo, con el olor del inmigrante, a fines del siglo XIX, se lo persiguió. Se pensó que era el inmigrante el que traía la fiebre amarilla que diezmó Buenos Aires. En los conventillos fueron perseguidos por una nueva figura conocida como el higienista, que venía a criticar y a criminalizar al inmigrante pensando que sus olores provocaban este tipo de enfermedades. Y esto se ve todos los días, incluso ahora, estos días, con el olor a choripán en Plaza de Mayo. Ciertos sectores buscan denigrar a otros sectores populares y esto es muy curioso, ¿no? El choripán es un plato que permea a toda la sociedad argentina, y denigrar al otro advirtiendo sobre el olor a choripán es muy gracioso. pero siempre se intentó de alguna manera demarcar al otro a partir de los olores. Se utilizó políticamente. Por ejemplo, hay una anécdota muy linda de cuando Japón, que durante siglos estuvo cerrado a Occidente, se abre en lo que se llamó la Revolución Meiji. En 1860 pasa a tener contacto con otras personas de otras partes del mundo y hay textos que describen que para los japoneses los holandeses huelen a manteca podrida. Y esto también se ve durante la Primera Guerra Mundial, los franceses describen a los alemanes en términos fétidos, como que huelen mal. O sea, para demarcar al otro, para demarcar al enemigo, para justificar su dominación, el discurso nazi está mediado por referencias al olor del judío. Es como una justificación hasta para la segregación: en Estados Unidos, el olor del negro. Jefferson, uno de los autores de la Constitución de Estados Unidos, tiene escritos donde dice que el negro huele mal. Esto en palabras de él, obviamente. Estos argumentos alimentaron los discursos de discriminación y daban la razón por la cual debía haber asientos para negros, baños para negros.
—El libro puede pensarse como científico, también como historiográfico, pero tiene muchas citas a novelas y poemas y un estilo narrativo particular, lo que lo vuelvo vuelve literario. Y además tiene muchas referencias a la cultura popular. ¿Cómo fue la construcción del estilo, los temas, los ejes?
—Lo que me pasaba es que cada vez que yo hablaba en alguna reunión sobre lo que estaba investigando, veía en los ojos que la gente se encendía, se entusiasmaba y que servía para romper el hielo. Entonces empecé a percibir que todos tenemos historias íntimas, personales con el olor, y quizás no las contamos. Me refiero a, por ejemplo, el olor de una abuela, el olor de un familiar, el olor de una época de nuestras vidas. Me pasó eso: encontré que había un tema ahí. El gran problema fue, como con todo objeto de estudio, demarcarlo, decir ‘hasta acá’. Lo planteé en tres ejes: olores de ayer, olores de hoy y olores de mañana. Pero tuve muy en cuenta eso: que no es un libro académico, que no es un libro para antropólogos, para sociológos, sino que es un libro de historias, un libro que incluso uno puede ir a una fiesta o a un cumpleaños o a una reunión y contarle al otro. Porque a mí me gusta mucho pensar así los libros, en mi trabajo en general: los libros ya no me pertenecen, el libro ya es un objeto social. Un buen libro es aquel que te permite discutir con ese libro o incentivar un diálogo con otra persona, ¿no?
“El olor trasciende a la muerte", dice Federico Kukso y recuerda algo que de una u otra manera todos hemos vivido: “Me pasó de ir a la casa de familiares ya fallecidos, abrir un armario y olerlos”. “La relación con la memoria”, dice y cita a Marcel Proust y la madeleine, “la magdalena, la galletita que describe en su libro, oler algo que te transporta en el tiempo”, y a Borges, quien “describe mucho el olor de los eucaliptos que lo transportaba a Adrogué, donde a él le gustaba veranear”. Para Kukso, los aromas son también “una nave del tiempo” donde “uno puede caminar por la calle y sentir un olor y que te transporte a tu infancia”.
Como buen periodista científico —esto aparece mucho en el libro: fisionomía y anatomía—, cuenta que “el olor básicamente son enjambres de moléculas que despiden los objetos y que no sólo ingresan a nuestros cuerpos sino también que nuestros cuerpos expelen. Imaginate un subte, un colectivo. Todas las personas están conectados por una fisicalidad que son estas moléculas que no vemos. Los átomos que están atravesando mi nariz y mis pulmones ahora van a salir y se conectan con los tuyos”. Ese enjambre de partículas forman un “diálogo silencioso” donde “uno huele al otro”. Odorama no es un libro personal donde se cuele la literatura del yo, sin embargo, ahora, en este diálogo con Infobae Cultura, sí.
Lo cerramos así: con lo biográfico.
—¿Cuáles son tus olores favoritos?
—Hay un olor que me quedó mucho de la infancia que es el de la plastilina. Me acuerdo de sala de cinco, jardín de infantes, abrir la plastilina o ciertas galletitas que comía entonces. O el olor de las librerías, cuando iba a comprar para el comienzo de clases. Me acuerdo cuando empezaba en la primaria a ir a comprar los útiles. Ese es un olor que a mí me gusta mucho. También los olores de las bibliotecas, de los libros. El olor del libro me gusta mucho, esa relación física que uno tiene con el objeto y me parece que es uno de los principales argumentos de marketing para los que venden libros en contraste con los libros electrónicos. Uno tiene una relación emocional con el objeto libro. Y también, por ejemplo, este espiral que se ponía contra los mosquitos en las quintas. Yo de chico iba a una quinta que tenía mi familia y me acuerdo de ese olor. Debe haber un montón más. Me gustan los olores que te conectan con un período de tu vida o con una persona o con un familiar, porque de alguna manera te ayuda a mantener ese vínculo. Yo estoy convencido, como mucha otra gente, que una persona existe en tanto uno la recuerde. Y a partir del olor uno recuerda a personas que ya no están.
—¿Y el más insoportable que hayas olido?
—Quizás el olor de la muerte, es uno de los olores atávicos que todo el mundo desprecia. Me pasó una vez, yo trabaja en el diario Página/12, que me mandaron a cubrir un terremoto en Cuzco, en Perú. Una cosa es ver una tragedia humana por televisión y otra cosa es estar en vivo en el lugar. Se apilaban todos los cuerpos en una plaza y el olor es... no existen palabras en el vocabulario humano para describir ciertos olores como el olor de muerte. Me acuerdo que fue un olor muy fuerte que me marcó y te marca un recuerdo fuerte. La ausencia de palabras. Es algo que te queda y sólo queda con uno.
Fotos y cámara: Santiago Saferstein.
SIGA LEYENDO