(Desde París.) En los últimos meses, el debate sobre el Islam volvió a cobrar profundidad en Francia. A fines de octubre, un hombre disparó contra una mezquita en la localidad de Bayonne, dejando varios heridos. Días más tarde, el Senado francés dio el visto bueno a un proyecto de ley que prohíbe el uso de símbolos religiosos, por ejemplo el velo, para los acompañantes de excursiones escolares. En este contexto, una vez más Francia vuelve a discutir cómo reforzar la integración de las minorías sin violar el derecho a la diferencia cultural.
Michel Wieviorka (París, 1946), sociólogo especializado en conflicto social, diferencia cultural y racismo, conversó con Infobae Cultura sobre la situación del Islam y de los musulmanes en Francia. Wieviorka es sociólogo, docente e investigador. Formado durante su juventud con Alain Touraine, se dedica al estudio de la violencia, el conflicto social, la diferencia cultural, el racismo y el antisemitismo. Ha sido presidente de la Asociación Internacional de Sociología y actualmente es director de la Fondation Maison de Sciences de l’homme (FMSH) en París. Además, es un visitante asiduo de América latina, región en la que ha dado numerosas conferencias y ha participado de muchos eventos científicos. Entre sus textos más conocidos editados en español se encuentran El espacio del racismo (Paidós, 1992) y El antisemitismo explicado a los jóvenes (Cyan, 2018). El lugar del islam en Francia es uno de sus temas de estudio privilegiados, y sus reflexiones ofrecen una mirada clara y profunda sobre las complicadas relaciones de la sociedad francesa con su pasado y su presente.
“En general, vemos que el racismo y el odio están en alza en todas partes”, dice Wieviorka en el comienzo de la charla. “Pero el odio se posa sobre gente que está en una cierta sociedad, en función de una cierta historia. Si queremos entender el lugar del islam en Francia hoy, tenemos que ver cómo la migración venida del Magreb, vieja zona colonial francesa, pasó de ser una migración de trabajo en los años ’50 y ‘60 a ser una migración de poblamiento a partir de los años ‘70”. Tal como cuenta el experto, los inmigrantes del Magreb que llegaban a trabajar a Francia entonces eran hombres solos, trabajaban en la industria, soportaban condiciones de trabajo muy duras y condiciones de vida incluso peores. Era una situación muy particular: estaban empleados, pero no tenían familia, no eran franceses, y a veces ni siquiera hablaban francés. Es decir, estaban integrados en el trabajo, pero aislados en la vida. Todo cambia a mediados de los años ’70, cuando la crisis del petróleo y los cambios en los modelos de producción hacen cada vez menos necesaria esa mano de obra no calificada, y aparece entonces el desempleo estructural. Pero muchos de esos trabajadores deciden quedarse en Francia con la expectativa de conseguir trabajo, y aprovechan para traer a sus familias. “El resultado”, explica Wieviorka, “es que esa población inmigrante se asienta y se vuelve parte integral de la sociedad francesa. Y pocos años más tarde, estas poblaciones están en la situación exactamente inversa: ahora no tienen trabajo y viven en la precariedad, pero están integrados a la sociedad francesa porque hablan francés, van a la escuela, arman familias y tienen un techo.”
Es en esa época que aparece en el debate público lo que se conocerá cómo la cuestión de los suburbios (la banlieue, en francés): “La sociedad francesa empieza a entender en esos años que existen zonas de marginalidad donde la vida está marcada por la precarización, el desempleo, la delincuencia y el racismo. Y descubrimos por primera vez que el Islam es una religión importante en Francia.” Al tiempo que la sociedad francesa empieza a cobrar consciencia de estas transformaciones, hay una fuerza política hace de la crítica contra la inmigración su principal bandera: el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, que enarbola entonces un discurso antiárabe y anti-magrebí, pero no islamófobo.
La situación, cuenta Wieviorka, cambia a fines de los años ’80, con el famoso escándalo del velo de 1989. En esa época, tres estudiantes de secundario en la localidad de Creil se negaron a quitarse el velo en clase ante el pedido de las autoridades, y provocaron así un debate nacional acerca de los límites del laicismo francés, que tradicionalmente pregona la separación entre el Estado y la religión como base de la república. A partir de entonces, la cuestión del velo se convierte en un debate nacional permanente, que continúa hasta el día de hoy. Y el Frente Nacional, una fuerza eminentemente racista, empieza entonces a usar hábilmente la carta del laicismo para criticar el Islam con cada vez mayor dureza, posando como defensores de la república.
“Francia sigue teniendo los mismos debates que entonces”, insiste Wieviorka. “Hay más o menos dos posiciones al respecto: algunos defienden un laicismo intransigente que no acepte signos religiosos en el espacio público, no solo en la escuela, sino tampoco en las universidades, por ejemplo; otros defienden una concepción más amplia y consideran que la escuela debe estar libre de signos religiosos, pero que afuera de la escuela cada uno puede vestirse como quiere”. La situación es todavía más complicada si se tiene en cuenta, como afirma Wieviorka, que “la idea de que el Islam obliga a las mujeres a portar el velo es verdadera en algunos casos, pero no en todos. Tiene que ver con la interpretación que se hace del Islam, y algunas mujeres lo eligen como forma de afirmar su identidad, aunque hay otras que lo hacen por mandato familiar”.
Según cuenta Wieviorka, otro tema que aparece a fines de los años ’90 es el del comunitarismo. Ese concepto, que puede sonar hasta romántico en oídos latinoamericanos, remite en Francia a la idea de una comunidad cerrada que se resiste a la integración y que puede convertirse en una amenaza. “Desde los ’90”, señala el sociólogo, “algunos empiezan a afirmar que el velo es nada más que la punta del iceberg de un problema más grande: aparece la idea de que algunas comunidades se están instalando en Francia y que pretenden imponer sus leyes en un determinado territorio, por fuera de las leyes francesas”. La magnitud de la población musulmana es aquí uno de los temas clave: aunque en Francia las estadísticas oficiales sobre confesión religiosa están prohibidas, se estima que viven entre 4 y 6 millones de musulmanes en el país. Pero, según Wieviorka, tampoco se puede hablar de una “comunidad musulmana”, porque hay diferentes tipos de musulmanes y formas muy diferentes de vivir y practicar la religión. “No es lo mismo festejar Ramadán una vez al año, y después tomar vino y comer jamón, que ser muy estricto y rezar cinco veces al día”, afirma.
En los últimos años, a la discusión sobre los signos religiosos y el comunitarismo se agregó un problema más urgente: la aparición del islamismo radical y el uso de la violencia en base a una determinada interpretación del islam. El problema salió a la luz en París en 1995 en ocasión de un fuerte atentado contra un tren en la estación Saint-Michel, que se cobró la vida de ocho personas y dejó más de cien heridos (N. de la R: el tren era de la línea B de la RER, Red Expreso Regional). “A partir de entonces”, dice Wieviorka, “entramos en un período nuevo en el que el islamismo político es percibido como el mayor peligro. Pero no nos dábamos cuenta de que en realidad este fenómeno era un problema global, que iba más allá de Francia. El personaje principal de esos atentados era Khaled Kelkal, un chico criado en los suburbios de Lyon que nació en todo ese contexto de migración del que hablamos, pero que en los años ’90 visitó Argelia y se puso en contacto con redes de terroristas entrenados en Afganistán. Es decir, es un tema bien complejo en el que se cruzan problemas locales y globales.”
Como sostiene Wieviorka, muchas de las problemáticas en cuestión se extienden más allá de las fronteras de Francia. Pero la situación no es la misma que en el Reino Unido o en Alemania. “Francia es un país que colonizó y que después hizo trabajar a los colonizados. Así que la relación con el islam es la relación con aquellos que fueron colonizados, después descolonizados, después explotados en las fábricas y luego abandonados en el desempleo y estigmatizados por el racismo. Es muy diferente, por ejemplo, del caso de Alemania, un país que nunca colonizó los territorios de los que vienen sus migrantes musulmanes”. Esa historia colonial es la que ha atravesado hasta hoy todos los debates sobre el lugar del islam en Francia, y sigue pesando de una u otra manera en la opinión pública.
La situación no es sencilla porque muchos insisten en identificar el islamismo con el islam. “Un grave error”, señala Wieviorka, “porque 80 o 90% de los musulmanes en Francia rechaza el uso de la violencia con esos fines”. Pero el problema es percibido como urgente por una gran parte de la sociedad: según sondeos recientes, casi 80% de los franceses piensa que el secularismo francés está en peligro. Wieviorka trata de poner paños fríos sobre el asunto y afirma que estas discusiones no ponen en peligro el laicismo. “No es fácil integrar el islam en los dispositivos del secularismo francés. El islam es una religión nueva en Francia, y hay muchos miedos, fantasías y recelo, todo eso que Spinoza llamaba ‘las pasiones tristes’. Y, además, no todo está ligado a la religión: no es lo mismo cuando un país está bien económicamente y cree que ocupa el lugar que merece en el mundo que cuando hay crisis económica, falta de confianza en el país y en el futuro. Hoy estamos en un momento regresivo y se buscan chivos expiatorios, pero mañana las cosas pueden estar mejor. Si Francia pudo integrar a la Iglesia católica a la vida pública, también se puede integrar al islam”, concluye con un matiz de optimismo.
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