Mientras vivía, y durante varios años después, Fontanarrosa tuvo una página web. Fue en la época dorada de las punto com, cuando aún no existían las redes sociales, al menos como las conocemos ahora. En esa página, que bien podríamos catalogar como web oficial, tenía una frase, tal vez una de las más repetidas y descontextualizadas. No importa el contexto, pues él la llevaba como frase de cabecera, como carta de presentación, un posible epitafio. Y es esta: “De mí se dirá posiblemente que soy un escritor cómico, a lo sumo. Y será cierto. No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por muy bien pagado cuando alguien se me acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
No aspiraba a nada más, ¡y a nada menos! ¿Qué mejor para un escritor, dibujante y humorista, que sus lectores y espectadores desfallezcan de la risa de sus chistes? Y si bien su literatura era muy graciosa, no todo era un chiste. Se animaba a temas complejos y narraciones zigzagueantes. En Fontanarrosa hay una búsqueda personal y literaria de una estética propia. Hay algo para decir, y eso no es poco. Bastará con ver sus primeras publicaciones, por ejemplo una de la sección humorística de la revista Boom donde un policía le muestra un machete lleno de sangre a su superior y le dice: “Pruebas irrefutables de que eran comunistas, comisario, el bastón quedó rojo”. El humor de Fontanarrosa, escribió Elvio Gandolfo, “perfora la cáscara de la vida pautada, utilitaria, cotidiana”.
Nació el 26 de noviembre de 1944 en Rosario, hace exactamente 75 años, bajo el nombre de Roberto Alfredo, y a los pocos años se le plantó el apodo: el negro. “Con la inicial del alias en minúscula, subvirtiendo la regla ortográfica. Así firmaba sus cartas, sus autógrafos, sus correos electrónicos o cuando se identificada por teléfono”, escribe Horacio Vargas en El negro Fontanarrosa: la biografía (Homo Sapiens Ediciones) publicado en 2014 y reeditado en 2017. Podríamos decir de este libro de casi 300 páginas que se trata de la biografía oficial. De allí y de otros textos literarios y biográficos surgen las siguientes anécdotas, rasgos enfáticos de su personalidad, maneras de ver el mundo, postales cotidianas del Woody Allen argentino, como lo definió alguna vez Daniel Samper.
Como la jirafa
Sus padres, Berto y Rosita, primero fueron basquetbolistas, luego vendedor de seguros y ama de casa. Primero llegó Perla, en el 42, luego Roberto, en el 44. Los días de infancia y adolescencia comenzaban en el segundo piso de un edificio ubicado en Catamarca al 1400. Intentaron que el chico de baja estatura se incline por el básquet, pero no hubo caso; además prefería el fútbol. En un momento lo dijo: quiero ser dibujante. Algo parecido a la pasión lo impulsaba a serlo.
“La perspectiva de que fuera dibujante de historieta era similar a ser astronauta”, escribe Vargas en El negro Fontanarrosa: la biografía. Dibujo técnico, pensó el padre, entonces lo mandó al Industrial. La decisión era lógica. Sobre eso habló en una disertación en 2006 cuando le entregaran el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Córdoba: “Fue un choque de culturas, fue muy duro. Fue muy dura la proyección de un punto en el espacio, las normas Iram…”
“Y aparecieron las matemáticas, tuve un enfrentamiento desigual con las matemáticas, a favor de la clara superioridad de ella, porque los números son millones y yo era uno solo y muy chiquito (...) Después, ya un poco más adelante cuando ya se veía venir la noche, porque yo no era mal alumno, yo era una especie vegetal, un ente vegetal, era como la jirafa, no emitía sonido alguno, dibujaba, estaba ahí en el aula, no molestaba para nada”.
Escribe Vargas: “Negado por las matemáticas, la física y la química, Fontanarrosa deja la secundaria voluntariamente, se transforma en un pionero de la deserción escolar en una época que aparentemente no sonaba tan dramático dejar la escuela. Su padre -que tampoco había terminado el colegio- fue claro con su esposa: ‘Y bueno… si no estudia que vaya a trabajar’. Tenía 15 años”.
El click narrativo
Hubo un quiebre en la vida como lector de Fontanarrosa. Fue cuando leyó a David Viñas, específicamente el libro Cayó sobre su rostro de 1962. “Toda una revelación: los personajes hablaban, puteaban y jodían, como Beto y como los amigos del club del Viejo. Fue un descubrimiento, se sintió interpretado”, dice Vargas en El negro Fontanarrosa: la biografía. Antes de eso, sus lecturas zigzagueaban entre recomendaciones y hallazgos. Entonces todo cambió.
Iba a seguido a la librería Signos. Juan Martini, un compañero de la revista Boom, era el dueño y poco a poco se convirtió en una guía literaria. Una tarde Fontanarrosa cae en la librería con una carpeta llena de hojas escritas a máquina. Esos “cuentos chiquitos”, como él mismo los definió, terminaron convirtiéndose en Los trenes matan a los autos, publicado en 1973 por la editorial del mismo Martini, Encuadre. De ahí en más, la literatura estuvo siempre en su vida.
In-ter-na-cio-na-li-za-ción
¿Qué hay en el humor que conecta inmediatamente con el gran público, como si fuese un lenguaje universal, la zona más brillosa de la lengua? Fontanarrosa no tenía una respuesta concreta, pero la intuía. En el año 2004, el Congreso de la Lengua se hizo por primera vez en Argentina y, para más, la ciudad elegida fue Rosario. Las autoridades invitaron a Fontanarrosa a dar una ponencia y él, por supuesto, ¿quién hubiese dudado?, eligió el humor: todo lo que le faltaba al Congreso de la Lengua.
Lo primero que hizo fue cuestionar el nombre de la mesa, titulada “La internacionalización del español”. “Ahora que pienso, ese título lo habrán puesto para decir que una persona que logra decir correctamente in-ter-na-cio-na-li-za-ción es capaz de ponerse en un escenario y hablar algo”, comenzó. Luego se refirió a "las malas palabras", el plato fuerte de la tarde, el tema que eligió desarrollar. Tal vez su fragmento más recordado es cuando se habló de la palabra mierda.
"El secreto de la contextura física está en la R —dijo frente al auditorio—, anoten las docentes, porque es mucho más débil como lo dicen los cubanos: mielda, que suena a chino y eso, yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la Revolución Cubana, le quita posibilidades de expresividad”. Desde luego, todo el Teatro El Círculo reía como si no estuviera en una convención de lingüistas escarbando en la profundidad de la lengua. Sin embargo, lo estaba haciendo.
Asesinado por sus personajes
Un día se metió en su propia historieta. La escena es así: Inodoro Pereyra y Boogie el aceitoso miran, algo incrédulos, a su propio creador dentro de la misma viñeta. Él los increpa, les dice, con una goma en la mano, que no jodan porque los borra y chau. Entonces Boggie saca su famosa 44 Magnum deluxe y dispara. “CRAN” es el sonido dibujado del disparo. La situación concluye con los dos personajes caminando en el horizonte. “Los dibujantes pasan, los dibujos quedan”, dicen. Ese día, para anticipar cualquier desenlace posible, Fontanarrosa dibujó su propia muerte.
Fuego para los soldaditos
Hay un hecho triste, aunque leído con cierta extrañeza, como un lector de Fontanarrosa, tiene su gracia. En su casa eran cinco: él, sus padres, su hermana y su abuela Alicia, la madre de Berto. Hasta los diez años, Fontanarrosa era un chico tranquilo. Por eso, cuenta Vargas, lo dejaban jugar en la hora de la siesta. Se iba al patio con sus soldaditos de plomo y simulaba guerras, tiroteos, explosiones.
Un día, su ejército imaginario tuvo una baja: un soldado perdió la cabeza. No se la pudo pegar con el Pegalotodo, entonces decidió sacrificarlo en el fuego. Metió el juguete en un tarro de aluminio y trato de prender un fósforo pero no había caso, ese día el viento era contundente. Entonces, se metió en el vestíbulo del departamento e inició la ceremonia funeraria de incineración.
En una historieta puede pasar cualquier cosa, pero a veces en la vida también. La llama creció hasta que el fuego trepó por una cortina de croché, la favorita de la abuela, que dormía la siesta, como todo el barrio, hasta que despertó. El niño salió corriendo asustado. “¿Qué pasa? ¡Mis muebles!”, alcanzó a gritar la señora cuando vio las llamas. Segundos después, un infarto. Murió la abuela.
Citroën verde loro
“Me subo y solito me lleva a mi casa”, decía Fontanarrosa sobre su Citroën verde loro cuando algún inoportuno osaba en criticarlo. En la muestra itinerante Fontanarrosa… el mayor de mis afectos suelen colgar un Citroën del lugar donde se exhibe como si estuviera volando, a punto de atravesar la ventana y encarar para el cielo. Un detalle: en la ventanilla, una calcomanía del Gauchito Gil.
En ese auto solía viajar de Rosario a Buenos Aires a cobrar los trabajos que hacía para Clarín. “No sé hasta cuándo lo tuvo... Pasaban los años y el Citroën seguía andando por las calles de Rosario. Era de esos tipos que no entienden de autos, ni de plata, ni de pilchas. Su vida era el arte y era el fútbol”, dijo César Luis Menotti, un gran amigo suyo, en una entrevista en Sudestada recordándolo,
Quien también era muy amigo suyo era Joan Manuel Serrat. Solía visitarlo cada vez que cruzaba el Atlántico. Un día, una bandada de periodistas y fotógrafos esperaban que saliera. Se abrió el portón, salió un Mercedes Benz con vidrios polarizados, la bandada corrió eufórica detrás. A los pocos segundos salió un Citroën verde loro con dos hombres riéndose a carcajadas.
Cuentista futbolero
Lo de Fontanarrosa es bastante auténtico. Se sentaba frente a la hoja y escribía de lo que le gusta. Fútbol por ejemplo, algo que ocupaba “un lugar de privilegio, tal vez exagerado”, decía. Entonces imaginaba clubes, jugadores, camisetas, imaginaba jugadas, centros, goles. De todo lo que escribió, hay dos cuentos para destacar.
Uno es 19 de diciembre de 1971, publicado en 1982 en el libro Nada del otro Mundo. La fecha que da título al cuento es el día en que Rosario Central venció a Newell’s Old Boys en la semifinal del Torneo Nacional. Ganaron 1 a 0 los canallas con la recordada palomita de Aldo Pedro Poy. “Si ese partido se perdía miles y miles de pendejos iban a sufrir las consecuencias”, se lee.
El otro es Viejo con árbol, una alegoría a las bellas artes representadas en el fútbol. Se popularizó más por la serie televisiva titulada Los cuentos de Fontanarrosa que lanzó Canal 7 en 2007. Allí, el episodio correspondiente a Viejo con árbol está protagonizado por Luis Brandoni y Claudio Gallardou. Una verdadera joya: cómo hacer de la literatura una literatura filmada.
No es casualidad que los cuentistas futboleros lo tengan de ídolo. Por ejemplo, Eduardo Sacheri, que aseguró que “Fontanarrosa es de los mejores escritores argentinos del siglo XX”. Y Hernán Casciari, que dijo que “Fontanarrosa era casi siempre genial, cosa que es complicadísimo cuando tenés que sacar todos los días un chiste de la galera. Esto lo convierte en un hombre de la literatura argentina, no lo suficientemente reconocido por los círculos literarios que son injustos”.
La amistad de los galanes
La Mesa de los Galanes era una etiqueta humorística. Todo rosarino lo aclara: en esa mesa no había ni un galán. En el bar El Cairo se juntaban varios amigos a conversar y luego de años de cafés y charlas, quedó: la Mesa de los Galanes. Uno de ellos era el Negro Centurión, hoy RRPP del bar. En una entrevista de 2017, le dijo a Infobae Cultura: “El Cairo era grande, tenía mesas de billar y veníamos a jugar. En esa época, los 70, aparece la Facultad de Humanidades justo a la vuelta y las chicas eran más atrevidas. Acá no entraban mujeres pero en ese entonces se mandaron, y ahí se pudrió todo. ¡Por suerte!”
“El Negro llegaba a las siete de la tarde y ya había siete u ocho tipos. Se iban dos y entraban otros dos. Si ves las fotos somos como 30 pero nunca estuvimos los 30 juntos, salvo el día antes al Día del Amigo”, cuenta. Cada uno de esos 30 tipos tenía su propio grupo de amigos, posiblemente de la escuela, del trabajo, del barrio, de donde sea. Sin embargo este segundo grupo tenía lo suyo. Una vez Fontanarrosa tiró la idea: festejar el Día del Amigo el día antes, el 19, para que el 20 cada cual se vaya con su grupo. Fue uno de esos días, cuando murió: el 19 de julio de 2007. “¡Y éste se muere justo el 19, el día que nosotros lo festejábamos! ¡Una cosa de locos!”, exclama Centurión.
El bajón
Cuando Fontanarrosa tuvo en sus manos el parte médico que decía esclerosis lateral amiotrófica, no pudo evitar pensar: qué bajón. Hay una entrevista en Noticias de mayo de 2006 donde lo dice: “Fue muy bajoneante y muy angustiante. Es una enfermedad rara, todo es muy experimental y paulatino, entonces uno va ajustando el bocho. A veces, digo: ‘¿Cómo carajo puede ser que esté así, en silla de ruedas y no pueda ni caminar cuatro pasos?’ Pero llega un momento en que lo asumís”. Al año siguiente de esa entrevista, catorce meses después, murió.
Él sabía muy bien que se trataba de una enfermedad muy progresiva, sin embargo no se bajó de ese tren creativo. Su mente estaba lúcida, no su cuerpo. Uno de los primeros agravantes en su salud fue perder el control de su brazo derecho. ¿Qué hacer cuando el cuerpo ya no puede acatar las órdenes que el cerebro le manda? A principios de 2007 anunció que dejaría de dibujar sus historietas, él, pero que continuarían saliendo: Crist fue el encargado, durante sus últimos momentos de vida, de dibujar las ideas que Fontanarrosa le explicaba. Crear hasta el final, persistir: su legado.
La caravana fúnebre
Cuando Fontanarrosa murió tenía apenas 62. Año 2007, invierno. Entró al hospital con un cuadro de insuficiencia respiratoria aguda y en una hora llegó el desenlace: paro cardiorrespiratorio. Lo velaron durante todo el día. Asistieron escritores, historietistas, actores, dirigentes políticos, lectores. Cuando lo trasladaron al cementerio, detrás de la limusina que llevaba el cuerpo, se formó una caravana larguísima de autos. Como un rito sagrado, esa caravana frenó unos minutos al pasar por el estadio de Rosario Central, club del cual era fanático hasta las entrañas. Aplausos y bocinazos hasta el cielo.
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