¿Qué significa ser un hombre? ¿Qué debería prometer, proveer y asegurar la identidad masculina? ¿Se trata de afianzar (y ser afianzado) por un sistema basado en la fuerza? ¿La masculinidad es una red de sentido basada en la supremacía de un poder? Y cuando este poder proyecta su futuro, su legado y su nombre, su patrimonio, ¿contra qué fuerzas se enfrenta? ¿Contra las fuerzas de la inocencia y la ingenuidad? ¿Contra el ocio y el infantilismo? Estas son preguntas a las que, también desde la literatura, se les añade un vector aún más delicado, porque, ¿qué significa ser un hombre mientras las mujeres discuten qué significa ser una mujer?
En Un hombre con suerte, Jamel Brinkley (Virginia, 1976) propone algunas respuestas a través de nueve relatos en los que abre el juego hacia qué significa ser un hijo, qué significa ser un padre, qué significa ser un amigo y qué significa ser (o intentar ser) un marido. Y al esquivar en el proceso las susceptibilidades hoy alertas a cualquier signo de masculinidad tóxica, el resultado es “un libro sobre la masculinidad aprobado por el feminismo”, como lo llamó con ironía la crítica estadounidense Ingrid Rojas Contreras. Para Brinkley, sin embargo, los dilemas de la masculinidad no se resuelven ofendiendo o no dejando de ofender al feminismo, sino al tratar de entender que, a veces, lo que un hombre hace para afirmar su identidad se resuelve en términos “performativos” más allá de su voluntad.
Con una mirada atenta al examen de las costumbres y los discursos que rodean al género, Un hombre con suerte se suma así a una lista reciente de autores nóveles y consagrados que no esquivan el miedo a fijar una posición. Entre los ejemplos más flamantes de esa lista (aunque débil a la hora de alguna astucia literaria) está el libro de relatos Lo estás deseando (Anagrama), de otra estadounidense, Kristen Roupenian, cuyo análisis del mismo “campo de batalla” no logra escapar de los equívocos de un narcisismo exacerbado por el consumismo, e incapaz de aceptar que cualquier relación significa ceder algo. Nacidas del aburrimiento y la indolencia antes que de la curiosidad o el deseo, las formas en que las mujeres de Roupenian se vinculan con el modo de ser de los hombres son una excelente puesta en escena del fracaso emocional de la sexualidad liberada a la lógica de la oferta y la demanda de placer.
En el otro extremo está Seis cuentos morales (El hilo de Ariadna y Literatura Random House), el último libro de relatos del premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee. En este caso, las diferencias entre los hombres y las mujeres se presentan con la fuerza de un destino natural, y entre sus historias El perro es la más elocuente: una mujer que cruza todos los días en bicicleta el frente de una casa desde la que un perro enrejado le ladra no puede evitar sentir miedo. Pero, ¿cómo evitar lo que es inevitable o cambiar lo que no puede ser cambiado? “Ella ha leído a Agustín”, escribe Coetzee, “quien dice que la prueba más clara de que somos criaturas caídas estriba en el hecho de que no podemos controlar los movimientos de nuestro cuerpo. Específicamente, el hombre no puede controlar el movimiento de su miembro, que se comporta como si poseyera voluntad propia; tal vez, incluso, como si estuviera poseído por una voluntad extraña”.
Decidida aun así a resolver el conflicto, la mujer opta por hablar con los dueños del perro, un matrimonio de ancianos. “Cada vez que paso, me siento humillada. Es humillante sentir tanto miedo. No poder superarlo. Sentirse incapaz de ponerle fin”, les dice. Extrañada, la anciana le sugiere tomar otro camino, aunque el anciano da por terminada la discusión invitándola sin lugar a otra respuesta a que no vuelva a molestarlos: “Váyase. Váyase de una vez”. Entre las buenas intenciones y la auténtica realidad, sugiere Coetzee, hay una brecha que a veces no resuelven ni los mejores y más nobles deseos.
En el caso de Brinkley, sin embargo, lo inefable de la masculinidad no se limita a seguir los impulsos del sexo (“podías quedarte mirando la pared o perseguir cada culo que se te cruzara”, dice al inicio de una fiesta de universitarios el narrador de “No más que una burbuja”), sino también a soportar las cargas de la raza y la clase. En este sentido, a las lecciones paternas acerca de cómo elegir una mujer (“hay que cuidarse de las mujeres locas, aunque también son las mejores, con una ferocidad que todo hombre debería experimentar”) se les añaden otros mandatos de la identidad. Como hombre negro, dice el narrador de No más que una burbuja, uno de los mejores relatos del libro, que prefiriéramos chicas con cierta redondez “se sentía como la confirmación de que teníamos sangre negra, una forma de ponernos un sello de autenticidad”.
Escritos desde una vena realista para la que las imágenes son poco menos que un detalle formal para dar un marco a los hombres de todas las edades que transitan por Nueva York mientras intentan recomponer lazos familiares, maritales o amistosos, Brinkley extirpa cualquier cuota excesiva de humor en beneficio de un tono introspectivo que, sin embargo, sabe resolver sus tramas para no ceder ni a la condescendencia ni a la tragedia. Es entendible por qué Un hombre con suerte podría ser “aprobado por el feminismo”: como si fuera un conserje fuera de horario, Brinkley tiene una o dos llaves prolijas y efectivas para abrir y mostrar lo que muchos hombres preferirían mantener a puerta cerrada.
Más efectista a la hora de elaborar su estilo y hábil para combinar las versiones culturales y las versiones biológicas alrededor de la construcción de las identidades sexuales, el estadounidense Jeffrey Eugenides también ha intentado dejar su huella con los relatos de Denuncia inmediata (Anagrama). Aunque sin el componente racial, las historias de Eugenides retoman los problemas de clase —marcando un detalle clave: no es lo mismo la masculinidad de los pobres que la de los ricos, porque el poder también se define a partir de un dominio material sobre las cosas— y, al igual que los de Roupenian, navegan a través de las agitadas aguas del #MeToo.
En el centro ígneo de la danza de los equívocos, Denuncia inmediata, el cuento que le da nombre al libro, retrata con toda la crudeza matrimonial y burocrática a su alcance la peripecia de un hombre que lo pierde todo después de una falsa denuncia por abuso que, entre las emociones banales de la seducción, el cálculo egoísta y una sutil diferencia cultural (“ya no sería una novia hindú aceptable”, dice la joven Prakrti al perder su virginidad con el hombre al que ha decidido usar para liberarse de un matrimonio impuesto), demuestra que la ingenuidad ya no es una variable a disposición de nadie.
Casi entre los mismos equívocos, el profesor Coleman Silk, imaginado por Philip Roth dos décadas antes en la novela La mancha humana, perderá su trabajo (y luego su carrera y su vida) acusado de racismo al llamar “sombras” a dos alumnos que, descubrirá luego, resultan ser negros. Sin embargo, para retratar la figura elíptica de Roth a la hora de fijar los parámetros de su propia masculinidad, pocos testimonios son más elocuentes que Asimetría, la novela escrita por quien también fuera una de sus amantes, Lisa Halliday. En este caso, la estrategia es distinta: para mostrar el modo en que el anciano Ezra seduce a la joven Alice, es ella quien aprende a doblegarlo a él a través de las “debilidades” de su carácter.
Fascinado por su joven amante, Ezra ve en Alice al objeto permanente de todas sus gentilezas y sacrificios, mientras ella descubre con cautela a alguien “destinado a trascender su procedencia, sus privilegios y su ingenuidad”. Desde el oportunismo de Kristen Roupenian y el rigor de J. M. Coetzee hasta el relativismo de Jeffrey Eugenides y el astuto juego de espejos de Lisa Halliday, es ahora Jamel Brinkley quien intenta recordarnos que la verdadera discusión sobre qué significa ser un hombre exige algo más inteligente que asignar roles cómodos para víctimas y victimarios.
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