“Las películas, como cualquier otra forma de arte (o arte presunto), no cambian. Pero las personas que miran películas sí cambian. Crecen (o envejecen) y su percepción de una película en particular, cambia”. Así inicia su prólogo Martín Scorsese. Es la introducción al libro que el crítico Roger Ebert (fue uno de los especialistas más respetados del rubro en el mundo) dedicó a su director favorito en la década pasada y que lleva por título un simple Scorsese by Ebert. Es que, ¿cuántos Scorsese posibles hay? Está el genio director rupturista de los setenta, el autor que enfrentó (y enfrenta) a la industria en pos de la libertad creativa, el ítaloamericano de educación católica tradicional, el cinéfilo empedernido. Todos en una misma persona y todos conviven en ese ser humano que ha visto más películas que ningún otro. Scorsese exuda cine. No sólo el que construye desde su fantástica arquitectura del lenguaje audiovisual sino desde su conocimiento del cine clásico americano y mundial. Su apasionamiento se trasluce en igual medida en la velocidad con la que habla. Y habla mucho. De cine, claro.
Scorsese es un cineasta, así se considera. No un director que supone una persona que, técnicamente (y quizás de manera brillante), puede llevar adelante la interpretación de un guión. El cineasta, según el realizador de Taxi Driver, es aquella persona que puede desarrollar el material de otro y que, aún así, se vea su marca discursiva personal. En definitiva, que sea una labor autoral.
Martin Scorsese pertenece a la segunda oleada de directores que influyó en la narrativa del cine clásico americano luego de la irrupción mundial de la nueva corriente francesa (la conocida Nouvelle Vague). Al lado de Steven Spielberg, Brian De Palma, George Lucas y Francis Ford Coppola marcaron el pulso del cine de la década del setenta. No solo implicó un posicionamiento estético sino, también, una mirada política respecto del cine de autor y la libertad creativa. La identidad narrativa de Scorsese se puede apreciar ya en The Big Shave, su primer corto, realizado en 1967, cuando tenía 25 años: la edición frenética, el rojo intenso redefiniendo la composición del cuadro, el plano narrativo.
Nacido en Queens en 1942, el realizador de Toro Salvaje siempre tuvo presente sus orígenes ítaloamericanos. Sus construcciones narrativas tenían que ver con su relación con la calle, con ese barrio en los suburbios de New York y las composiciones familiares y las relaciones emergentes de esas familias de clase media trabajadora. Si Woody Allen logró registrar la fotogenia de Manhattan, Scorsese capturó sus venas y su sangre. Otro elemento clave en su vida fue su educación católica tradicional. Tanto la iglesia como el cine se transformaron en la fuente de aprendizaje de Scorsese. El cine, por ser el entretenimiento de la clase trabajadora en las décadas del cuarenta y cincuenta: la iglesia, también como espacio donde se proyectaban films con el consabido marco doctrinal de acompañamiento. Su mirada del cine es profundamente religiosa, lo que no quiere decir que su filmografía sea evangelizadora. “No cargas con tus pecados en la iglesia. Lo haces en las calles, lo haces en tu casa” dice el personaje de Charlie (Harvey Keitel) en Calles Salvajes (Mean Streets, 1973). También, el Martin niño se nutrió de la incipiente y novedosa televisión de los años cincuenta. Algunos de los mejores programas de la historia se emitieron en esos años. La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), de Rod Serling, fue, por ejemplo, un producto influyente en toda esa generación de realizadores. Todo ese caudal informativo es lo que magistralmente Martin Scorsese conceptualiza como “educación audiovisual”.
Los buenos muchachos en las calles salvajes
En el año 1973 con solo 30 años, Scorsese comenzaba a ser reconocido mundialmente por su película Calles Salvajes. A diferencia de los mafiosos de Coppola, con su saga épica de El Padrino, la aproximación al hampa que hace el director de Toro Salvaje tiene un flanco más vivencial. Vito y Michael Corleone representan la historia de los Estados Unidos en una tragedia griega. Los hombres de las calles salvajes son personajes de barrio, matones que no se guían por lo que piensan o sienten sino por cómo perciben al mundo, a la violencia neoyorquina, cómo la absorben y reaccionan ante ella. La experiencia de vida del director, su abordaje desde las cuestiones de los grupos étnicos en disputa en la gran manzana y sus suburbios, se transformaron en el eje de su filmografía que exploró diferentes subgéneros pero que encontró en las historias atravesadas por la mafia una distinción clave que llega hasta la flamante El Irlandés (The Irishman).
Calles Salvajes también significó un punto de inflexión en el inicio de su patente narrativa y el comienzo de una relación artística con uno de sus actores favoritos: Robert De Niro. La apertura de la película da cuenta de dos recursos clave en la performance scorsesiana: el recurso subjetivo y estético de la cámara documental y la música pop. En este caso, una cinta en 16 mm describe la cotidianeidad de los protagonistas mientras suena de fondo By My Baby de The Ronettes. En esa, una de sus primeras películas, el director ya ubica una de sus pasiones en los segundos iniciales: el haz de luz del proyector que corta la oscuridad de la sala, las partículas que se revelan en el contraste y el ruido del motor del aparato. Eso es el cine para Martin Scorsese.
Antes de llegar a Buenos Muchachos (Goodfellas, 1990), Scorsese entregó algunas de las películas más importantes del cine. Taxi Driver (1976), El Rey de la Comedia (The King of Comedy, 1982) Toro Salvaje (Raging Bull, 1980). Pero, precisamente, esa educación audiovisual que lo nutrió a lo largo de su vida, emerge desde su talento en innumerables variables. Como muy pocos realizadores logró unir la música popular con el cine. Quizá el haber sido asistente de dirección en la famosa película del festival de Woodstock en 1969 marcó su camino posterior. Buceó en la obra de Bob Dylan con dos documentales: No Direction Home: Bob Dylan y la fabulosa Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese, estrenada este último año en Netflix y preludio a lo que se venía con El Irlandés. También produjo y dirigió uno de los mejores documentales de la historia acerca de un músico de rock, George Harrison: Living in the Material World. Y, a su vez, es uno de los directores con mayor acercamiento a la obra de los Rolling Stones, no solo por el documental Shine a Light sino por el uso apropiado y exacto de su música para la narrativa de varios de sus films. En televisión, llevó adelante el proyecto The Blues, un acercamiento a la historia de la música en Norteamérica, sus raíces afro y la influencia en los estilos que derivaron al jazz. Un trabajo majestuoso del que no solo dirigió un episodio sino que convocó y produjo el trabajo de realizadores como Clint Eastwood, Mike Figgis y Win Wenders.
Fue Taxi Driver la película que le abrió las puertas al mundo con el premio de la Palma de Oro en Cannes de 1976. También fue el film definitivo para afianzar sus marcas narrativas. En la apertura, los sonidos elaborados por el maestro Bernard Herrmann (el hombre detrás de la música de los films de Alfred Hitchcock) marcan el pulso siniestro para la entrada en escena del taxi, un monstruo solitario que emerge desde los vapores de las alcantarillas de New York. Humo, luces de neón, una edición frenética y un rojo intenso que rompe el cuadro, elementos que imprimen patente de su identidad audiovisual. La pareja creativa con Robert De Niro en su mejor forma y el uso narrativo del plano aprovechado al máximo: información en cada movimiento de la cámara, en cada encuadre. Algo que se extiende a toda su filmografía y se aprecia al extremo en otra película como es Toro Salvaje, para muchos, la mejor película acerca de un deporte jamás filmada. Y, como en todas sus otras producciones, hay un nombre clave que mencionar: Thelma Schoonmaker. Su editora y socia creativa desde siempre y una de las personas, en esa profesión, más destacadas de la historia del cine. Schoomaker ganó Oscars antes que el mismo Scorsese. Una pieza clave en forjar el estilo del director, esa marca narrativa a la que hacíamos referencia. Fue por ese film, Toro Salvaje, que la editora obtuvo su primer Oscar. Y en varias charlas y entrevistas, da cuenta de lo que implica el proceso creativo en el cine de Martin Scorsese.
“Supongo que la película dónde más experimenté fue Buenos Muchachos (GoodFellas, 1990; aunque, por otra parte, tampoco estoy seguro de si lo llamaría experimentación, porque el estilo se basa principalmente en la de “March of Time”, de El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) y en los primeros minutos de Jules y Jim (Jules et Jim, 1962) de Truffaut. En esta última película cada fotograma está repleto de información, una información hermosa”, comenta Scorsese en Lecciones de Cine, el excelente libro de entrevistas de Laurent Tirard.
Buenos Muchachos bien podría considerarse la obra máxima del realizador en términos de perfección. Esto es: uso perfecto del lenguaje cinematográfico, relato calculado milimétricamente, personajes de una dimensión incomparable. La historia de la película se basa en el libro Wiseguy, de Nicholas Pileggi. Fueron precisamentes esos “chicos listos” los que Scorsese observaba desde la ventana de su casa durante su niñez en el barrio de Queens, en New York. Esos ítaloamericanos que hacían negocios non sanctos, que tenían vínculos con la policía, que imponían sus reglas de juego. Buenos Muchachos es la historia de Henry Hill (Ray Liotta), de su ascenso al poder mafioso y de su caída. La historia del hombre que, como relata desde la escena de inicio, “desde que tiene memoria, siempre quiso ser un gángster”. La narración en off del personaje ejerce como hilo conductor del relato y Scorsese navega sobre él con diferentes apreciaciones estéticas para nutrir de información el cuadro en cada escena. Cada movimiento de la cámara en el cine del director tiene una justificación, transmite una idea. Como ese excelente plano secuencia que retrata cómo Henry Hill lleva a su novia al bar Copacabana (recinto habitual de gángsters en los cincuenta y sesenta), donde se explicita en una sola toma el momento de máximo poder del protagonista.
La discusión con el cine de superhéroes y La Clave Reserva
En los últimos meses, Martin Scorsese se vio envuelto en una discusión acerca del cine de superhéroes. Más precisamente, acerca de las películas de Marvel Disney. La declaración inicial surgió durante una conferencia en octubre, precisamente en una instancia de presentación de su película El irlandés. Concretamente, señaló que “Los cines se han convertido en parques de atracciones”. Y añadió: “No es cine, es otra cosa”. Esta sentencia fue usando como base, claro, la saga Avengers de Marvel Disney. Como era de esperar, en la voz de una figura tan respetada como Scorsese en el mundo del cine, la polémica estalló en múltiples direcciones. Muchos que han trabajado en las películas de la franquicia Marvel son admiradores de Scorsese. También hubo quienes marcaron cuestiones generacionales y que el director no entendía el rumbo de la industria.
Lejos de la discusión estéril, muy pocos entendieron por dónde iba la mirada del director de Taxi Driver. Scorsese no se explayó acerca de la calidad o no de las películas en sí, ni del trabajo de directores, actores y creadores en general. Su opinión tiene que ver con el rumbo que ha tomado la industria, en una forma de hacer cine que ya está muriendo. La polémica motivó que un mes después apareciera una columna de opinión en The New York Times tratando de echar un poco de luz a aquellas primeras palabras. Y el viejo Marty lo hizo de nuevo. Nos regaló una clase magistral con una mirada lúcida acerca del lenguaje cinematográfico, la industria, los riesgos a la hora de pensar un film y la capacidad del discurso fílmico para conmovernos.
Un buen elemento que se puede añadir a esta discusión tiene que ver con una obra realizada por el mismo Scorsese en el año 2007. Ese año fue convocado por la empresa española Freixenet para que prepara un corto con referencia a su producto y como promoción del mismo. El resultado es La Clave Reserva (The Key to Reserve), una película de diez minutos, una pequeña joya en la que el cineasta homenajea al mejor de todos los tiempos: Alfred Hitchcock. El texto se divide en dos: una pequeña presentación de la producción con el mismísimo Scorsese dando rienda suelta a su histrionismo y un relato que toma como fuente Intriga Internacional (North by Northwest, 1959) de, obviamente, Hitchcock. La excusa es que debe llevar adelante tres páginas perdidas de un guión del director de Psicosis y debe intentar decidir cuál es el estilo que tendrá ese discurso fílmico. Por si alguien tenía dudas, aún en un encargo comercial, Martin Scorsese respira cine. Y realiza trabajos maravillosos, interpela su trabajo estilístico desde el lenguaje y contempla la historia del cine clásico en solo diez minutos. Una respuesta más que adecuada a su reciente polémica mediática.
Un irlandés en Pennsylvania
Ante todo, El Irlandés es una película, un texto cinematográfico de una forma de hacer cine que ya no se hace, no se usa. Tres horas y media para narrar la historia de Frank Sheeran, ese irlandés del título que logró trabajar con la mafia ítaloamericana y llegó a ser mano derecha y hombre de confianza de Jimmy Hoffa. El guión de la película se basa en la novela Jimmy Hoffa: caso cerrado. Durante años Scorsese estuvo detrás de este proyecto y, tras negarse varios estudios de Hollywood a financiarlo por el alto costo de la producción, apareció Netflix, que se hizo cargo y, luego de estrenar la película en una premiere en septiembre en el Festival de Cine de New York y en determinados cines alrededor del mundo, llegará a su plataforma el 27 de noviembre.
Lejos de la narrativa de vanguardia y rupturista del Scorsese a la que hacíamos referencia en esta nota, El Irlandés es una película clásica, atravesada por una melancolía conmovedora. Si bien dialoga constantemente con todo el cine scorsesiano y particularmente con Buenos Muchachos, el film tiene el tono de otra película de mafiosos y relaciones profundamente humanas de hombres fríos y poderosos: Érase Una Vez en América (Once Upon A Time In America, 1984) el clásico de Sergio Leone.
Ese tono se traslada a una película que parece ser de despedida. No porque el director no vaya a filmar más (de hecho tiene al menos cuatro grandes proyectos muy avanzados), no. Es la despedida de “la pandilla salvaje”. El irlandés reunió a Scorsese con Robert De Niro, Al Pacino, Harvey Keitel y Joe Pesci (al que sacó de un retiro de años). Es como si fuese un: “bueno, somos nosotros, los mismos de siempre para hacer lo que mejor nos sale. Gracias y hasta siempre).
El resultado es otra de sus obras maestras y una tácita declaración acerca de la importancia del cine, de que las historias conmuevan, del arte detrás (o dentro de) la producción cinematográfica. El cineasta apela de nuevo a la voz en off como eje de la narración. En este caso es De Niro, como Frank Sheeran quien, a modo de crónica, relata los hechos que lo llevaron de ser un simple chofer de camiones a liderar una de las filiales del sindicato dirigido por Jimmy Hoffa, el hombre más poderoso de los Estados Unidos en ese momento. Pero El irlandés ofrece innumerables variables de análisis; no sólo desde la construcción del relato cinematográfico sino de la coyuntura histórica en la que se movieron esos hombres. Es un relato acerca de la historia de los Estados Unidos. Al igual que Coppola en El Padrino 2, Scorsese hace interactuar a sus personajes con el contexto político, como un reflejo de sus influencias y sus iniciativas de poder.
Al Pacino, De Niro y Pesci se sacan chispas de excelente performance. Pero es Joe Pesci como el capo mafia Russell Bufalino, el hombre detrás de lo mejor que ofrece la película en el rubro. Sus gestos contenidos, sus expresiones, su exteriorización de poder y su trabajo como mentor del Frank Sheeran de De Niro son impecables. Otro acierto de Martin Scorsese al sacarlo del letargo.
El Irlandés es la mejor película del año y, seguramente, será un clásico en poco tiempo, al igual que ya lo es Buenos Muchachos o Los Infiltrados (The Departed, 2006). Una película que, ahora, gracias a los cambios de época y su lanzamiento en video on demand, se puede ver y volver a ver cientos de veces. Porque cada cuadro posee una cantidad de información inabarcable en una sola mirada. Y, porque como quiere el querido Marty Scorsese, conmueve hasta movilizar todos los sentidos.
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