¿Qué hay en la escritura de Henri Roorda que activó en mí el deseo imperioso de traducirlo? El deseo de traducir es siempre un poco enigmático: se parece al deseo de escribir y al de leer, pero al mismo tiempo es otro deseo.
Traer a lo real aquellas intuiciones que preanuncian un texto, el cual hasta el momento no existe sino en potencia, como deseo acumulado y enervado, como presentimiento de acción y desencadenamiento, como inminencia de una verdad subjetiva, y hacerlas vivir una cierta vida nueva, es quizá lo propio de toda escritura.
En el acto de traducción, por una parte ya hay texto, uno que pertenece a otra tradición de lengua, y que contiene, pre-ensambladas por así decir en una configuración artística propia y definida –esto es, en una escritura–, todas aquellas intuiciones. Pero el problema persiste: esas intuiciones, que se hallan confinadas, en latencia, dentro de la relativa opacidad de la lengua del otro, aún deben encontrar su despliegue y su voz en mi propia lengua; la iluminación, por así decir, de una nueva escritura, de una nueva configuración que active, en la lengua de destino, el mayor quantum de aquellas potencialidades que el deseo de traducir ha sido capaz, precisamente, de intuir o discernir en el original.
El deseo de traducir es deseo de escribir un libro siguiendo minuciosamente el rastro del fantasma de otro libro, que lo precede; y el traductor –ese “momento” en que la traducción se realiza a través de su cuerpo– es, él mismo, el ámbito de invocación. Algo del médium, pues, debemos tener los traductores.
¿Qué es lo que me conmueve tanto, en Henri Roorda, como para que suscite este deseo de invocarlo, de traerlo de nuevo a la vida? ¿Qué hay en él que moviliza mi solidaridad más profunda, como para querer encontrar su voz en la mía, o viceversa? ¿Quién fue, para comenzar, ese escritor de quien casi nadie entre nosotros conocía la existencia –el noventa y cinco por ciento de su obra permanecía inédita hasta ahora en castellano–, de quien circulan escasísimas traducciones a otras lenguas y que hasta hace pocos años estaba olvidado incluso en su propia patria, Suiza?
Henri Roorda se suicidó en 1925, abrumado por una profunda incompatibilidad con el orden material del mundo, con el sistema que nos exige entregar al dios del trabajo y el dinero nuestro único don y sustancia, el tiempo; y que así devora el sentido de nuestras vidas dejándonos de ellas tan solo un residuo hueco, un envase gastado. Hay muchos suicidas en la historia del mundo y en la de las letras en particular, se me dirá; no pocos de entre ellos sucumbieron precisamente por causa de una especial sensibilidad a lo que tantos seres humanos, menos lúcidos o mejor equipados para esta guerra, soportamos con entereza, incluso con alegría.
Y precisamente la clave, creo, está en la alegría: Roorda era un delicado humorista, un amante de la vida, un gran desprejuiciado que durante los 55 años que duró su viaje –la edad que yo tengo ahora– no hizo otra cosa que intentar abrir los horizontes de lo posible, y no solo para sí mismo, sino también para los otros: como librepensador, como escritor, como reidor, como espíritu crítico, como libertario, como pedagogo, como profesor de matemáticas, como padre, como amigo, este perplejo caminante jamás perdió el asombro ante el espectáculo, por lo general absurdo y no menos conmovedor, que constituye el prójimo –y para empezar, ese “prójimo” entrañable que es uno mismo–, ni dejó de afilar el arma suprema de la risa para desactivar paradigmas e imperios. Era uno de quien, con todo derecho, habrían podido decir, muchos de sus contemporáneos: es el mejor de nosotros.
En alguna parte escribe Vladimir Nabokov, con palabras que no recuerdo y que no voy a ponerme a buscar ahora, que la tragedia –y por extensión todo buen libro, aún si se trata de un libro esencialmente cómico– debe sucederle a uno de “los mejores” para que pueda producir en nosotros la esperada catarsis. En otras palabras: ni aún el más noble o el más sabio o el mejor dotado ha podido evitar las trampas que los dioses, el destino, la suerte, el concurso de las circunstancias o sus inclinaciones más secretas le tendieron con ladina saña: he allí lo que tienen de consuelo, esas vidas ejemplares, para nosotros.
Henri Roorda estaba equipado con toda la lucidez de su “pesimismo alegre”, con el don del humor, con la más sutil capacidad de observación, con un invencible amor a la vida. Y sin embargo, fue devorado. Él mismo intenta “explicarlo” en ese portentoso librito suyo titulado Mi suicidio donde, un poco a la manera de aquel corresponsal de guerra –un camarógrafo, que filmó su propia muerte–, el sujeto Roorda retrata hasta las últimas consecuencias al sistema que lo aniquila, pero al mismo tiempo muestra todo aquello por lo que vale la pena vivir, amar, luchar, gozar y reír.
La primera noticia que tuve de él, el primer libro suyo que leí, hace unos veinte años, es precisamente ese último que escribió, literalmente en las vísperas del tiro del final. Y sus escasas cuarenta páginas de deslumbramiento inicial y definitivo activaron en mí uno de los motores básicos de toda creación (porque la traducción es una de las formas de la creación literaria): la curiosidad. Quise saber quién había sido, qué más había escrito el paradojal “profesor de optimismo” que puntuó su larga nota de suicidio con desconcertantes estocadas de humor e irreverente amor humano. Y me encontré con un enorme corpus de crónicas (o viñetas, como las calificó, quizás con más justeza, Horacio González durante la presentación del libro) que, además de contar un mundo y echar sobre su época la mirada más cálida y crítica de su “razón jocunda” (la expresión se la tomo prestada a otro de los presentadores, Rafael Cippolini), ofrecía al apetito del traductor una serie interminable de breves desafíos de estilo. Se estaba preparando esa inmersión en el otro que es la traducción: fuga de uno mismo y, por eso mismo, espejo para encontrarse.
De ese vasto corpus elegí Tómelo o déjelo, un libro en que el propio autor compiló, en 1919, unos setenta textos breves escritos durante el período de la Gran Guerra y originalmente publicados en revistas satíricas de su época. Con su inusual punto de vista, su pluma elegantísima y su anarco-hedonismo (González dixit), Roorda se hace cronista de los ecos de la guerra en ese país pequeño y marginal –solo en apariencia alejado del conflicto bélico por su proverbial “neutralidad”–, donde sin embargo se cruzan todas las energías que nutren tanto la conflagración como la savia creadora de Europa: desde hace siglos, Suiza es la caja fuerte del mundo donde se guardan muchos botines, pero también un refugio de originales, de exiliados, de librepensadores. Traduje buena parte de esos textos bajo el nevado invierno helvético, gracias a una beca que, entre otras andanzas, me permitió darme una vuelta por las calles de Lausana que un siglo antes recorrió Roorda, entrañable flanneur. Con mis compañeros de residencia en la Casa de traductores Looren, hicimos una performance pública de lectura. Casi disfrazado del bueno de Henri, leí dos de sus crónicas más cómicas y, a la vez, más melancólicas. Debí ajustar muchas veces los textos que elegí para que resistieran la oralidad, y estoy seguro de que eso modificó mi manera de “oír” no solo aquellos dos sino todos los textos que terminarían por componer el volumen.
Cuando hace pocos días Rafael Spregelburd “encarnó” a Roorda en la presentación, fue él quien se convirtió en su médium para entregarnos algunos fragmentos de la “conferencia sobre el suicidio”. Pude confirmar entonces que el trabajo para la oralidad que se me había impuesto en Suiza tan solo para un par de crónicas había acabado por contaminar, para su bien, el resto del libro. Es cierto que durante la etapa de revisión releí para mí mismo en voz alta, muchas veces, buscando la fluidez y la naturalidad. Ese actor extraordinario que es Rafael pudo incorporarse el texto y darle voz sin ningún ripio, como si lo sacara de sí mismo. La traducción y la actuación son dos formas de interpretación, dos formas de invocación.
A las crónicas o viñetas de Tómelo o déjelo y al singularísimo Mi suicidio, decidí añadir un ensayo que Roorda consagró al humor y que publicó el mismo año de su muerte: La risa y los que ríen. Ese texto es funciona como una bisagra e ilumina a los otros dos, proveyendo una articulación entre el humor y el sentido trágico según la visión de Roorda, y al mismo tiempo un sensible retrato de su propio genio. “Voluble, diverso y demasiado cambiante, [el humorista] no puede fijar su atención por mucho tiempo en un mismo aspecto de los fenómenos. […] La natural agilidad de su espíritu le permite franquear, sin darse cuenta, las fronteras que los hombres han puesto entre aquellas cosas que son ‘serias’ y aquellas que no lo son. Y él puede estar, simultáneamente, alegre y triste.”
Han sido veinte años de espera y de paciente deseo de traducir, que ahora se consuman en la publicación de este libro. Valió la pena, más allá de los resultados que al lector le tocará juzgar, porque cuando el libro por fin se materializó, lo hizo con oportunas ayudas, con hermosas complicidades, con exquisitas compañías. Rara vez un libro traducido suscita la acogida y el amable revuelo que este provocó en las redes, hace pocos días: “Te felicito y me alegra mucho que seas el primer responsable de semejante quilombo”, me escribió uno de mis colegas residentes en Looren.
Pocas veces, de hecho, un libro traducido es objeto de una presentación pública, como sí suele suceder con las novedades editoriales locales. Pocas veces recibe, como ocurrió la noche del 17 de octubre en Caburé libros, el espaldarazo de unas miradas tan agudas, tan diversas y a la vez complementarias como las de sus tres presentadores: González, Cippolini y Liliana Heer. Pocas veces el traductor está allí con ellos, alrededor de la mesa de los espíritus, para sumarse a la invocación y a la fiesta. Ahora estoy seguro de no haberme equivocado: Roorda “revive” a su manera entre nosotros, gracias a nosotros, y creo que para quedarse. Hay para ello poderosas razones. Como dijo deliciosamente Liliana Heer en la noche del Caburé: “Roorda parece decirnos: acepten pero hasta ahí, practiquen la objeción, perforen apariencias, encuentren ejemplos alojados en los bordes, continúen las líneas, atraviesen, sumen siempre algún detalle”. Todavía queda mucha escritura inédita de Henri Roorda, todavía hay muchos divinos detalles a los que dar vida en castellano, todavía hay mucho deseo de traducirlo para que nos ayude a perforar, gracias al arte de la objeción, las apariencias.
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