Existe en ese conjunto heterodoxo de islas que es Japón una muy pequeña, de unos 15 km cuadrados, escondida en el Mar Interior de Seto. Su nombre oficial es Naoshima, aunque también se la conoce como la Isla del Arte. Las imágenes que circulan en internet muestran casi siempre lo mismo: un mar celeste y calmo, extensión de praderas, formaciones rocosas en sus bordes, alguna que otra persona abstraída en su inmensidad. Parece un lugar frío, pulcro y silencioso. Pero lo que más llama la atención son las construcciones humanas, incrustaciones que parecen haber viajado desde el futuro y aterrizado de golpe en una naturaleza despojada y virgen.
Antigua morada de pescadores, la vida de sus 3 mil habitantes cambió radicalmente a mediados de los ´90 cuando al magnate Soichiro Fukutake se le antojó hacer de la isla un paraíso del arte y la naturaleza. El célebre arquitecto Tadao Ando fue el elegido para construir hoteles, casas y museos con una mezcla de estilos: geometría austera, tradición japonesa, racionalismo europeo. Entre los muros ascéticos dispuestos en esa naturaleza contenida conviven además obras de los más importantes artistas: Claude Monet, Yayoi Kusama, Jackson Pollock, Christian Boltanski, Frank Stella y más.
Desde Tokio, después de cuatro horas de un tren bala de trompa alargada y 20 minutos de ferry, no solo se llega a la Isla del Arte: se llega además a la llamada capital de Onna Bunraku. Bunraku significa teatro de marionetas. Onna, mujer.
Breve historia de las titiriteras de Naoshima
Reconocido desde 2003 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco, el teatro tradicional de marionetas tiene una historia inusual en esta isla. Se desarrollaría con fuerza en el siglo XVII y 100 años después una tragedia la iría borrando poco a poco de la memoria colectiva: un barco naufragaba cerca de las costas con centenares de marionetas y personas en su interior. Otro siglo tuvo que pasar para que la tradición reviviera, esta vez en clave feminista: cuatro mujeres -entre los quehaceres domésticos, el cuidado de la familia y quizás algún trabajo remunerado post segunda guerra mundial- encontraban tiempo libre para apropiarse de una tradición olvidada.
Hasta ese momento solo los hombres habían tenido la autoridad para manejar estos curiosos muñecos desarticulados de considerable tamaño, e incluso hoy en día no es tarea fácil encontrar otro Bunraku compuesto solo de mujeres. A la larga el pasatiempo se transformó en cosa seria para estas pioneras, que mantuvieron vivo el conocimiento y lo transmitieron de generación en generación hasta el presente.
Mari Katayama, la modelo biónica
Este apodo es lo primero que se lee en Wikipedia y se lo ganó gracias a una rara enfermedad, hemimelia tibial: ausencia de huesos en las piernas y en su caso particular, menos frecuente aún, en las manos. Mari Katayama nació en 1987 en Saitama y al poco tiempo se mudó con su familia a Gunma, zona industrial a pocas horas de Tokio. Sus primeros años los pasó entrando y saliendo de hospitales. Cuando le tocó ir a la escuela fue cuando se le hizo consciente e irreparable el abismo que la separaba de sus compañeros de clases. Sabía que tenía dos opciones: vivir sin caminar o hacerlo sobre prótesis. Optó por la amputación con tan sólo nueve años.
Una de las cosas que más la afectaban a medida que iba creciendo y adoleciendo, era no poder vestirse igual que las otras chicas. Las mujeres de su familia le dieron el coraje y la habilidad para abastecerse, por sus propios medios, de todo lo que no estuviese hecho para ella. Así nació su proyecto High heel project: “Si las personas con discapacidad pudieran elegir qué ropa usar según sus gustos personales, la ropa podría considerarse como el primer paso para su inserción en la sociedad y su independencia". La charla TED que dio en 2015 comienza así: en aproximadamente 4 minutos se saca unas cómodas botas sin taco, hechas por ella, y se las cambia -tornillos y tuercas mediante - por otras con plataforma, también de su autoría, que usa para desfilar en las pasarelas niponas.
En esa misma charla cuenta que el bullying sufrido en su infancia la recluyó en el dibujo. A los 18 años presentó en la Bienal de Gunma de Jóvenes Artistas sus prótesis intervenidas con pinturas de flores y ganó una importante mención. Takashi Azuyama, curador estrella, se enteró del premio, de la obra y de la particular artista. Diez años después se recibía en la Universidad de las Artes de Tokio con una obra escultórica y fotográfica tan bella como siniestra, tan poderosa como autorreferencial. Después del reconocimiento en su propio país le llegó, a principio de este año, su primera gran muestra individual en la galería White Rainbow de Londres.
En algunas entrevistas ha confesado algo de inspiración en en la Venus de Botticelli y la Ofelia de Millais, y en la forma en que el arte clásico ha representado la belleza de los cuerpos femeninos. Pero quizás su mayor inspiración sea su propio cuerpo.
El encuentro con las titiriteras
En un viaje a Naoshima en 2016, en el marco del Festival de Arte Setouchi -evento del arte contemporáneo que suma año tras año a visitantes curiosos, adinerados y estetas de todo el mundo- Katayama quedó hipnotizada por el show de las titiriteras. La técnica no es nada simple y hay niveles: las más expertas dirigen las cabezas, sus discípulas las manos y las aprendices las piernas. Aquí sobresale un dato curioso: si el muñeco representa a una geisha no hace falta colocarle piernas porque su kimono las oculta. Pero lo más difícil quizás no sea la destreza en el movimiento de las marionetas, sino el volverse invisibles en el escenario. Las mujeres de Naoshima ya no cubren sus caras con velos negros a la usanza tradicional: comprendieron que tienen la habilidad de mostrarse sin exagerar, de transformar su masa corporal en reflejo o veladura del objeto inanimado al que dan vida.
Katayama en Venecia
Tres años después, un texto pegado en la pared de una de las salas de los Giardini, en la Bienal de Venecia edición 2019, alude al encuentro en Naoshima. Dice que Katayama fotografió las manos de las titiriteras, las imprimió sobre telas y las convirtió en las esculturas blandas y usables que exhibe en sus autorretratos.
En ese paisaje de góndolas y spritz su obra es la de una joven mujer, que exhibe su piel de porcelana blanca, sus labios rojos sangre, sus ojos delineados por un negro profundo y su pelo azabache cortado al ras del cuello. Viste corsets, linos y sedas. Se recuesta rodeada de telas color pastel o sobre sábanas blanquísimas bordadas con perlas y brillantes Swarovski. Algunas fotografías exceden sus propios límites y se extienden a objetos presentes en la sala: desde los caracoles que rodean los marcos hasta una amplia mesa abarrotada de objetos, se despliega una instalación hecha de almohadones con formas de piernas y brazos, prótesis pintadas a mano, botones, tulles, lanas tejidas, pelo humano, luces de colores y encajes.
Su cuerpo quiere volverse invisible en un entramado de paisajes exteriores algo insulsos e interiores hogareños. Los objetos cotidianos que la rodean parecen rozar cierto infantilismo y delicadeza femenina -en su disposición hecha de rejuntes y acumulación, en sus colores y texturas- pero no logran un efecto de familiaridad. Sus imágenes no reconfortan. Por el contrario, hay algo que no encaja en ese aparente equilibrio, una sensación extraña, una satisfacción incompleta. O un desaire honesto y brutal con quien observa.
La mirada de Katayama es una mirada tan cargada de misterio que parece vacía, como si en el fondo no mirase nada. La mirada tiende a completar la imagen -o las partes de su cuerpo- en un gesto casi inconsciente. El encanto del primer contacto se va tornando en desconcierto: ¿qué se hace con esa belleza que rebasa los límites, que encandila a la vez que impresiona, que confunde entre su ascetismo, su armonía y su verdad descarnada?
Mujer cangrejo
Hay una serie de fotografías de Mari Katayama recostada a las orillas del Mar de Seto, detrás de unas aguas tranquilas que esconden tifones, en Naoshima. En una de ellas sostiene con una mano su celular al que no le presta atención; con la otra su cabeza que mira hacia nosotros, indiferente como siempre. De la cintura para abajo nacen mil brazos y piernas entrelazados que recuerdan a un animal marino, un cangrejo o un pulpo, un ser vivo en pleno proceso de metamorfosis, a punto de renovar su piel. También parece una marioneta y uno no puede dejar de imaginarse a aquellas mujeres titiriteras dirigiendo la puesta en escena. Pero es la artista quien maneja los hilos.
Esa libertad -la de elegir las poses, el vestuario y sobre todo, la de mostrar sensualmente la falta de sus piernas- pone en jaque algunas ideas de belleza. Ya lo dijo en una entrevista: “Si hay algo que sé con certeza es que la belleza no es necesariamente algo que se ve bien”. Y surge la pregunta: ¿Existe acaso mayor libertad que la de elegir amputarse y develar en ese acto su belleza oculta? Los autorretratos, plácidos barrocos hechos de carne viva y de cosas muertas, abren un mundo, una falla, quizás un vacío: la sublimidad inasible de un cuerpo mutilado.
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