Su vida, desde la desdicha de los primeros años hasta la fugaz gloria y el temprano fin (tenía 23 años) fue un abuso del Romanticismo. Y se escribió tres veces: en la cruda realidad, en la novela y en la ópera…
Nonant-le-Pin, Baja Normandía, enero 15 de 1824. Nace Rose-Alphonsine Plessis, cuando la razón (el Neoclasicismo, la Ilustración) dará paso a la explosión de los sentimientos: semilla germinada del movimiento prerromántico alemán Sturm und Drang (Tempestad y Pasión).
Nace, y es ya un arquetipo de la desgracia. Hija de Marin Plessis y de Marie-Anne-Michel Deshayes, su padre es una extraña mixtura: hijo de una prostituta y un cura que jamás lo vio… Pero su madre ostenta prosapia: viene del lustroso linaje de los Du Mesnil d´Argentelles, aunque en la ruina. Sus tierras y sus títulos desaparecieron en las ordalías de la Revolución Francesa. Las dos hermanas, Rose-Alphonsine y Delphine, crecen bajo el látigo de la pobreza y las brutales borracheras de su padre.
Niñas todavía (cuatro y cinco años), su madre las abandona, y no volverá a verlas: ama de llaves en casa de una amiga, muere en Suiza muy poco después, consumida por la tuberculosis. Según algunos biógrafos, Rose-Alphonsine, a sus doce años, fue arrojada por su padre a la prostitución a cambio de un puñado de monedas…
Por fin, a los quince, después de trabajar en un mesón de mala muerte y en una fábrica de paraguas, se fuga a París (¿vendida por su padre?) en el carromato de una compañía de gitanos cirqueros (recurso de muchos novelones y folletines presuntamente “naturalistas”).
Los trabajos y los días –no los de Hesíodo, del 700 antes de Cristo– se suceden: una verdulería, una boutique de lencería (allí descubre el fru-fru de la seda), hasta que en un baile conoce a un restaurador de la Galería Montpensier. Primer escalón. El caballero, hechizado por la belleza de la vendedora, es su primer amante, protector y benefactor: la muda a un pequeño piso parisino…
Algo más tarde, aparece la primera gran conquista: el conde Antoine Alfred Agénor de Guiche, que también escalaría posiciones hasta ser canciller de Napoleón III. El pequeño piso es ahora más grande y lujoso. Cambio al que corresponde una mutación de su nombre. Decide llamarse Marie, y agregar al Plessis el breve “Du”, que le suena aristocrático. Toma entonces el nombre que la volvería inmortal: Marie Duplessis.
El conde Guiche, cual Pigmalion, la transforma en una dama: paga clases de escritura, de buen francés, de piano, de danza, de literatura, de historia, de modales… Ambos son felices. Pero los Gramont no toleran que el nombre de la familia quede entre las sábanas de una mujerzuela…, sin contar las acaso tantas mujerzuelas ocultas en su escudo de armas.
Hora del adiós. Pero las costosas lecciones, bien aprendidas, dan resultado. La desichada niña de aldea es una cortesana. Según la palabra en inglés, “Eufemismo por escolta, amante o prostituta que usa su belleza y refinamiento para atraer a clientes ricos, poderosos o influyentes”.
Y esos clientes y sus dineros ya no cesan: Ferdinand de Montguyon, Roger de Beauvoir, Henri de Contades, Olimpio Aguado, Adrien de Plancy, Pierre de Castellane, Eduard Delessert…, que la conocen y son pescados nada menos que en el Jockey Club de París –la piscina perfecta–, del que Marie es socia merced a la influencia de algún prohombre de peluca empolvada.
En 1841 –no ha cumplido dieciocho años– conoce al conde François-Charles-Edouard Perregaux. El encuentro promete un largo verano en la mansión de Bougival, suburbio de moda a trece kilómetros de París, que el conde acaba de regalarle. Pero el estigma de la tuberculosis, el mal obligado del Romanticismo antes de la penicilina, empieza a erosionarle los pulmones.
Viaje urgente a Baden-Baden, famoso por sus aguas termales. Y retorno con malas noticias: el conde de Perregaux está al borde de la bancarrota. Imposible afrontar los altos gastos de Marie. Vende la mansión y se muda a Londres. Pero le deja un rumboso título: Marie Du Plessis, condesa de Perregaux…
Mientras, los bacilos de Koch siguen su letal tarea.
En 1844, durante sus baños termales en Bagnères-de-Luchon, conoce al embajador ruso en Francia, conde Gustav Ernst von Stackelberg, de algo más de setenta años, que la convierte en su protegida, al parecer porque le recuerda a su hija, muerta por el mismo mal. Opulento, además de darle un regalo cada día, alquila para ella un lujoso entrepiso en el Boulevard de la Madeleine. Algo alejada de los amoríos, eleva el lugar a una especie de club cultural, muy pronto poblado de escritores, filósofos, actores, que alargan las cenas y tertulias hasta el alba.
Es común ver entrar a Alexandre Dumas (padre), Alfred de Musset, Eugène Sue, Charles Dickens, que le otorgan un nuevo título: “La Divina Marie”. Qué menos para una dama que gasta 200 mil francos oro por año, pasea en un cupé azul tirado por caballos pura sangre por el Bois de Boulogne, come en la célebre Maison Dorée, y ocupa los mejores palcos de los teatros con un ramo de camelias blancas –las más delicadas de la especie– entre las manos…
Pero algo más sucede en 1844, mes de septiembre. Conoce al escritor Alexandre Dumas (hijo), hijo natural de Alexandre Dumas y la costurera Marie-Catherine Labay. Su padre lo reconoció legalmente, lo separó de su madre (las leyes lo permitían), y le pagó la mejor educación posible. La soledad y la agonía de su madre le inspiraron su novela El Hijo Natural (1858), en la que expone una teoría moral: quien trae al mundo un hijo ilegítimo esta obligado a reconocerlo y casarse con la madre. Murió el 27 de noviembre de 1895, a sus 71 años, y dejó doce novelas y varias obras teatrales.
Su relación con Marie no llegó a cumplir un año: apasionada, pero enferma de reproches y celos. Que él terminó con esta carta: “No soy lo bastante rico para amarte como quisiera ni lo suficiente pobre para ser amado como quisieras tú. Olvidemos todo. Adiós. Tienes demasiado corazón como para no entender el motivo de mi carta, y demasiada inteligencia como para no perdonarme. Mil recuerdos. 30 de agosto, a medianoche.”
Cuatro años después publicó La Dama de las Camelias, novela de más valor anecdótico –histórico, incluso– que literario. En ella, la condesa Marie Du Plessis es Margarita Gautier…
Poco después de separarse de Dumas vivió su última conquista: Franz Liszt. Pasión volcánica y fugaz que acabó cuando el músico intuyó el gran suceso que tendría en el resto de Europa, y partió sin más culpa que una carta post mortem: “No soy partidario de las Marions de Lorme o las Manons Lescaut, pero Marie Du Plessis era una excepción. Tenía buen corazón. Fue sin duda la más absoluta y perfecta encarnación de la Mujer que jamás haya existido. Y ahora está muerta, y no sé qué extraño acorde de elegía vibra en mi corazón en recuerdo suyo”.
En cuanto al adiós de Dumas, sus amigos juraron que no fue por los motivos explicados en la carta, sino “por su terror a contagiarse la tuberculosis”. Enferma sin remedio, Marie se casó en febrero de 1846, en Londres, con su antiguo amante y protector, el conde de Perregaux. Al volver a París, ella encargó su propio escudo de armas, vajilla y papel de cartas, y puerta de su coche de caballos, grabados con el nombre “Madame la comtesse Edouard de Perregaux”: la fórmula de moda.
La tuberculosis la arrancó del mundo a las once de la noche del tres de febrero de 1847 en su piso del Boulevard de la Madeleine 11 (hoy 15). La amortajó su sirvienta. La veló su protector, el conde ruso Gustav von Stackelberg, que en las últimas semanas no abandonó la cabecera de la cama.
El funeral, dos días después, en la Iglesia de la Madeleine, y a los diez días, tumba y lápida definitivas en el Cementerio de Montmartre. Lápida lacónica si las hay: “Ici Repose ALPHONSINE PLESSIS Née le 15 Janvier 1824”.
Tenía apenas veintitrés años.
Cinco después, Giuseppe Verdi compuso la música para el libreto que Francesco Maria Piave escribió sobre La Dama de las Camelias. Y fue La Traviata, estrenada en el teatro La Fenice el seis de marzo de 1853. Fracaso rotundo. Pero un año más tarde, en París, éxito colosal. Tal vez porque Marie, en la ópera llamada “Violetta Valery”, y su amante, “Alfredo Germont”…, volvió a su cuna.
Hasta hoy, La Traviata es la ópera más representada de la historia.
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