Mia Couto: “Sigo militando por cambiar un mundo que no fue hecho a la medida de la felicidad”

Nacido en Mozambique, el autor de “El último vuelo del flamenco" repasa en este diálogo con Infobae Cultura su infancia, sus años en la clandestinidad, la lucha por la independencia de su país, la deuda europea con el continente africano y, por supuesto, sus principales obsesiones literarias. En estos días se publica en castellano su novela “Venenos de Dios, remedios del diablo” (Edhasa)

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Mía Couto, el gran autor de Mozambique
Mía Couto, el gran autor de Mozambique

Al principio fue solo uno de los jugadores que, sorpresivamente, amaneció cambiado de raza. Fue en el metegol del patio del bar Viriato, ubicado en el barrio de Matacuane, donde los chicos jugaban sus futeboles durante la guerra civil. Alguien había pintado de negro uno de los muñecos. “Era allí que vibraban nuestras multitudes cuando la pequeña bola de madera resbalocaía en el agujero del arco. Pero nosotros, sin edad y con las razas todas mezcladas, sólo podíamos frecuentar el césped imaginario en el intervalo de los otros. El metegol era nuestro solo casi a veces. El resto del tiempo pertenecía a las tropas, soldados que abundaban por aquellos lados. El Viriato quedaba en la frontera de los mundos, suburbio de los suburbios.”

En realidad, Matacuane ya no se llamaba así. Los barrios recibían otros nombres durante la guerra civil y esa región de la ciudad mozambiqueña de Beira fue llamada entonces Zona de Cuartel. Dentro del bar, los soldados portugueses encontraban a las prostitutas; afuera, cuando ellos no estaban, los chicos jugaban al fútbol con aquellos pequeños muñecos de madera. Cuando el primero de los jugadores pasó a vestir la piel de sus enemigos, los soldados se rieron y lo llamaron Eusebio. Poco después, otros tres delanteros amanecieron transcoloridos y los portugueses distribuyeron más nombres: Coluna, Vicente, Matateu. Pero cuando toda la mesa amaneció con los jugadores negros, los soldados no se rieron más. Furioso, uno de ellos sacó su pistola y apuntó al arquero africano, que voló por los aires de un balazo, salpicando astillas como si fueran gotas de sangre. Y cuenta Mia Couto que, junto a los gritos de los soldados, creyó escuchar otro que aún resuena en sus oídos: el del muñeco asesinado.

La historia forma parte de Cronicando, una de las varias selecciones de relatos breves del escritor, publicada en 1987. Creador de narraciones que habitan mundos increíbles donde la cruda realidad su país convive con lo sobrenatural, inventor de palabras, morfologías y estructuras sintácticas propias que articula en una gramática original, borrando sutilmente la distinción entre prosa y poesía, Couto es uno de los máximos exponentes de la literatura africana –e internacional– contemporánea. En los próximos días, Edhasa distribuirá Venenos de Dios, remedios del Diablo una de las grandes novelas de Couto, publicada originalmente en 2008 y que cuenta la historia de un médico portugués que llega a una aldea imaginaria en la costa norte de Mozambique para tratar una epidemia, aunque su verdadero objetivo es reencontrar a Deolinda. La había conocido en Lisboa y se había enamorado para siempre de aquella mulata, que lo dejó sin decir por qué. Al llegar al pueblo, descubre que ella ha desaparecido de nuevo, en circunstancias que todos parecen esconder, entre mentiras e insinuaciones. Atrapado en Vila Cacimba por recuerdos que confunden sueño y realidad, decide quedarse a cuidar al padre de su amada, un enfermo terminal con quien acaba entablando una relación, mientras trata de saber qué fue de Deolinda y se pregunta si podrá volver a verla.

Cada una de sus novelas crea mundos mágicos en los que la noción de lo real se subvierte tanto como la gramática de las palabras, sin perder el sentido. Todo es posible. En El último vuelo del flamenco, por ejemplo, soldados de las brigadas de cascos azules comienzan a explotar y desaparecer en Tizangara y lo único que sobra de ellos son sus penes, tendidos en las calles. Así comienza el libro, cuando un miembro cortado aparece misteriosamente en plena carretera, a la entrada del pueblo. Acompañado por un joven traductor y con el testimonio de una prostituta que lo ayuda a reconocer a las víctimas por esos últimos restos, un italiano deberá descubrir el origen de las misteriosas explosiones.

El último vuelo del flamenco
El último vuelo del flamenco

Nacido en 1955 en Beira, hijo de inmigrantes portugueses, Mia Couto dejó sus estudios para sumarse, aún adolescente, a la lucha por la independencia de su país, militando en la clandestinidad en el Frente de Liberación de Mozambique, del que más tarde acabaría distanciándose. Biólogo diplomado, realiza estudios de impacto ambiental, pero es conocido por su trabajo periodístico y literario: ya publicó más de veinte libros, traducidos a varios idiomas, y recibió varios premios internacionales.

En su novela Tierra sonámbula, considerada uno de los diez mejores libros africanos del siglo XX, también hay un niño en medio de la guerra que, junto a un anciano, escapa en una larga travesía sin rumbo cierto. Luego de encontrar un ómnibus incendiado que les servirá de abrigo, los protagonistas hallan un maletín escondido que guarda el diario de Kindzu, otro fugitivo, lleno de historias y fantasías. Cuando lo entrevisté, hace casi diez años, el escritor se mostraba orgulloso por el reconocimiento a esta obra, pero recordaba con tristeza los sucesos que lo llevaron a escribirla: “Esa novela fue creada en una situación de guerra que yo nunca más quiero ver repetida en mi vida. Funcionó como una catarsis y aún me duele cuando, raramente, regreso a aquel texto”, me dijo.

La entrevista se mantuvo inédita –apenas publiqué lo que viene a continuación en un modesto blog que ya no existe, donde la leyeron algunos amigos– por el desinterés de casi todos los diarios y revistas argentinos a los que se los ofrecí luego del cierre del diario Crítica, donde trabajaba. Por ese entonces eran pocas las obras de este autor publicadas en español y constaba conseguirlas en Latinoamérica. Viví diez años en Brasil y constaté la falta de comunicación cultural que tenemos con nuestros vecinos, por la que pocos autores cruzan la frontera, qué decir de los países africanos de lengua portuguesa.

Tierra sonámbula
Tierra sonámbula

Esa guerra está presente en sus novelas y cuentos. ¿Qué recuerdos tiene de ella? –le pregunté a Couto en aquel diálogo ahora rescatado del olvido.

—Crecí en un ambiente en el que la apelación a la lucha nacionalista era muy fuerte, una especie de línea divisoria del mundo. Yo era hijo de portugueses, pero nací en Mozambique y viví toda mi vida en ese país que, hasta 1975, fue una colonia de Portugal. Fui educado como parte de esa nación que se quería liberar y, así, a los 16 años ya había tomado partido y formaba parte del Frente de Liberación de Mozambique, en la clandestinidad. El Frelimo me pidió interrumpir mis estudios de medicina e “infiltrarme” en un diario que, antes de la independencia, era controlado por los intereses fascistas de Portugal. Fue un momento épico, ése de la lucha clandestina. Después de la independencia y hasta 1985 fui periodista y aprendí a mirar el mundo en una perspectiva de cambio. Mi vida se mezcló profundamente con la historia de ese período de mi país.

¿Participó en la lucha armada?

—No, nunca estuve en el frente militar. Había, a esa altura, una cierta reserva en enviar a los militantes blancos al frente de combate. La idea era que no se quería dar al enemigo la prueba que buscaba: que la guerra era conducida por rusos comunistas.

Usted ya dijo una vez que Mozambique eligió el olvido para lidiar con la guerra. ¿Cómo es eso?

—Cuando escribí El otro pie de la sirena, yo estaba tomado por ese misterio, que era la forma en que los mozambiqueños olvidaron la guerra civil que terminó en 1992 y que, en 16 años, causó un millón de muertos. Yo creía que, inclusive después de la paz, esa herida iba a permanecer abierta. No fue así. Como una esponja mágica, los mozambiqueños decidieron olvidar. Habíamos sido asaltados por una amnesia colectiva: lanzamos al olvido la lucha de liberación nacional y, más que eso, olvidamos la esclavitud. Esa desmemoria es larga y comprueba que somos peritos en el arte del olvido. Pero la duda que me inquietaba era: ¿de dónde nace tanta competencia en el olvido? ¿Por qué ese sistemático borrar los vestigios del tiempo? La respuesta más simple está en la ausencia de la escritura. Esta es, ciertamente, la gran justificación. Pero no puede explicar todo; precisamos otra hipótesis. Creo que esa hipótesis alternativa podemos resumirla de la siguiente manera: olvidamos nuestras guerras porque, en todos esos conflictos, no estuvimos todos del mismo lado. Los olvidamos porque en todos ellos nos distribuimos entre vencidos y vencedores. La misma dificultad nos hizo olvidar el drama de la esclavitud, porque fuimos, al mismo tiempo, esclavos y esclavistas. En suma, somos hoy una misma nación no apenas porque comulgamos una misma memoria, sino también porque olvidamos las mismas cosas de la misma manera.

Mia Couto (Divulgación Editora Caminho)
Mia Couto (Divulgación Editora Caminho)

El resto del mundo conoce poco sobre lo que sucede en África. ¿Qué puede decirnos de la actualidad de Mozambique?

—Es un país pobre, todavía lejos de revertir la herencia colonial de la miseria. En los primeros quince años después de la independencia, intentó una vía socialista. Ese recorrido hizo nacer enemigos mortales y fuimos, durante todo ese tiempo, una “oveja negra” de la llamada comunidad internacional. Nuestros vecinos, a esa altura, no eran los mejores: la Rhodesia de Ian Smith y la Sudáfrica del apartheid.

¿Fue el socialismo que fracasó o fueron los líderes políticos de entonces?

El socialismo no podía triunfar. No triunfó en ningún país del mundo. Los viejos revolucionarios insisten en la explicación del complot internacional que sofocó esas experiencias. Es verdad que hubo una asfixia provocada. Pero también es verdad que en ninguno de los casos vividos, la utopía proclamada fue llevada a la práctica. Lo que vi en los países “socialistas” que visité fue una caricatura de lo que había soñado como modelo de una nueva justicia. Las llamadas “tiendas especiales” que vi en Moscú, exclusivas para militantes y dirigentes, eran un balde de agua fría. Ese modelo fue después reproducido en Maputo. Como prueba de rechazo radical, entregué mi carnet de afiliado al Partido.

¿Y qué cambió con la democracia liberal?

—Cambiaron cosas fundamentales, pero se conservan otras igualmente vitales. Cambió, por ejemplo, el clima de libertad de pensamiento e información. Hoy, existen en Mozambique diarios alternativos que elaboran una crítica radical al sistema y al régimen. Existen partidos políticos que compiten en las elecciones por diversos escalones del poder. Pero la naturaleza del poder se conserva muy parecida a lo que era, guiados por la idea de impunidad y eternidad. Somos aún una sociedad multipartidaria de partido único. Los revolucionarios de ayer, en todo el mundo, sienten una dificultad para ser los demócratas de hoy. Debo confesar que la Frelimo me sorprende con su capacidad de renovación y ajuste a los nuevos tiempos.

Usted dijo una vez que ya no sabe qué es ser de izquierda. ¿Cómo se define ideológicamente hoy?

Sigo siendo un militante de la causa de cambiar un mundo que no fue hecho a la medida de la felicidad. No traigo conmigo, como ayer, un modelo, una propuesta clara. Pero creo que puedo hacer pequeñas cosas que apuntan en una dirección alternativa. Lo más importante, sin embargo, es mantener vida la capacidad de pensar críticamente y no dejar sucumbir al abrazo de la dulce acomodación.

Visita del Papa Francisco a Mozambique en septiembre de 2019 (AFP)
Visita del Papa Francisco a Mozambique en septiembre de 2019 (AFP)

¿Europa aún está en deuda con África?

—Sí. Es una verdad histórica que no puede ser escamoteada. Mucha de la riqueza europea nació del saqueo del Tercer Mundo, que sigue aún hoy en el cuadro de lo que siempre fue una realidad: la complicidad de las elites de África, Asia y América Latina. Es un trágico festín a dos manos. Es por eso que no creo posible ni legítimo exigir recompensas, sino que lo que es urgente es no prolongar más ese cuadro de relación desigual. Los pueblos de África pueden decir: no nos den más, basta que no nos saquen más.

Las estadísticas sobre el sida en el continente son gravísimas, pero la Iglesia católica se opone a la distribución de preservativos. ¿Qué opina de eso como africano?

—Francamente, me parece un crimen. La Iglesia no debería inmiscuirse en esos asuntos. La solución de la “abstinencia” para los jóvenes no funciona. Cada vez más, la Iglesia católica debería repensar su propia autoridad moral antes de hablar de sexualidad. Los numerosos escándalos en todo el mundo no resultan de accidentes sino del disfraz de abstinencia que fue escogido para los misioneros.

En Mozambique, el idioma oficial es el portugués, pero la mayoría de la población habla otras lenguas. ¿Qué consecuencias tiene esa diversidad lingüística en la producción, difusión y acceso a la cultura?

—Existen hoy programas de educación básica asentados en otras lenguas de raíz africana. Pero la visibilidad y el éxito de esos programas son dudosos. Hace falta una enorme inversión en profesores, manuales, gramáticas y diccionarios. El país no tiene esos medios. Por otro lado, la mayor parte de las personas reclama ante esos programas alternativos: quieren que sus hijos aprendan en portugués. Ven el idioma portugués como una puerta para alcanzar la modernidad y la globalidad.

Beira, tras una inundación en abril de 2019 (REUTERS/Zohra Bensemra)
Beira, tras una inundación en abril de 2019 (REUTERS/Zohra Bensemra)

¿Sus libros fueron traducidos para alguna de las otras lenguas habladas en el país?

—Algunos cuentos, pero no llegaron a ser editados en un libro.

¿Hay una literatura en lenguas bantu?

—Debo decir que durante estos 33 años, apenas se probó editar en Mozambique dos libros en lenguas bantu. Y las dos experiencias no tuvieron mucho éxito. Casi la totalidad de los escritores mozambiqueños (casi todos negros) escriben directamente en portugués. En la capital, donde se concentran la mayor parte de ellos, la mitad de los habitantes tiene al portugués como lengua materna. El portugués, en su variante mozambiqueña, debe ser visto como una lengua nacional. Lo que es difícil es organizar una convivencia no hegemónica de la lengua portuguesa con las otras lenguas.

¿Cómo fueron sus primeros pasos en la literatura?

Comenzamos a ser escritores mucho antes de saber escribir. En mi caso, fue el ambiente familiar. Nací de una familia pequeña, muy nuclear. Se dice que nuestra familia es siempre pequeña; pues la mía no llegaba siquiera a tener tamaño. Mis padres habían emigrado de Portugal para Mozambique, apenas los dos, sin ninguna otra compañía. De chico no conocí abuelos, tíos, primos, toda esa constelación que nos ayuda a construir lazos (debería decir, vínculos) con el mundo y con los otros. Los otros, en mi caso, eran los mismos: mi papá, mi mamá y mis dos hermanos. Para compensar esa amenaza de soledad, mis padres se desdoblaban en infinitos falsos parientes. Allí había una primera escenificación teatral: mi familia imitaba ser otra familia. Nuestro retrato apenas existía en la ficción. Se dice que cuanto más pequeña es la familia, mayor es la infancia. No creo que sea verdad. Lo que sé es que el lugar donde nací (la ciudad de Beira, en el litoral de Mozambique) era una ciudad casi tan pequeña como mi familia. Mi tierra natal era un lugar diminuto, donde el mundo llegaba de segunda mano. Beira existía en un doble juego de simulación: fingía que era una ciudad grande e hacía de cuenta que era, en el corazón de África, un pedazo de Europa. Lo que es verdad es que Beira nunca aprendió a ser suelo. La población fue erguida sobre un pantano costero y quedaba abajo del nivel del mar. Todos los días el mar entraba por las calles de mi barrio y el patio de casa se convertía en una playa. Mi tierra natal era más un agua natal. Beira mentía como miente un libro. Y todo en ella tenía el sabor de cosa efímera que, al día siguiente, podía ser arrastrada por las aguas. Un lugar así sólo se salva en la ficción. Esas razones me condujeron a la escritura.

Usted es biólogo. ¿Cómo combina la ciencia con las letras?

—Cuando le preguntaban a Antón Chéjov cómo combinaba la medicina y la literatura, él respondía: “No hay infidelidad, la amante y la esposa son la misma persona”. Yo repito las palabras del ruso.

¿Ya sintió alguna vez algún tipo de prejuicio por ser un referente de la literatura africana siendo blanco?

—En mi propia tierra raramente siento tener una raza. Fuera de Mozambique, mi condición de blanco africano es, en general, bien recibida. Más que nunca, el mundo es una baraja de cartas que fue mezclada. ¿Cuántos europeos existen hoy que son negros, mulatos o indios?

En sus novelas, usted inventa palabras y construcciones gramaticales propias. ¿Cómo surgió eso en su estilo?

—La invención de palabras no resulta de una decisión. Yo soy un poeta que cuenta una historia. Mi territorio es el de la poesía, y de ahí la necesidad absoluta de recrear un lenguaje propio, un lenguaje que reinvente el mundo, por lo menos mi mundo. Debo decir que en Mozambique se vive, desde el punto de vista lingüístico, un momento muy feliz, porque se está asistiendo al desembarco de un pueblo a un idioma que no era sino vagamente familiar. Esas culturas africanas están tomando por asalto esa otra lengua, haciendo de ella una cosa que es íntima y esencial. De ese encuentro, de ese noviazgo, resultan momentos de poesía y creatividad que son irresistibles para un escritor.

Jesusalén
Jesusalén

¿Y cómo hacen sus traductores para arreglarse con esas palabras inventadas y los efectos de sentido que producen en portugués?

—Muchas veces, esos neologismos que recreo inspirado en esa dinámica de intercambios entre culturas e idiomas, no encuentran equivalencia en otros idiomas. Los traductores proceden, entonces a un juego de dislocamiento y substitución. Con base en la lógica de la creatividad del texto, ellos inventan después en otros términos donde es posible la transgresión lingüística.

Al final de la entrevista, le pregunté al escritor por la que era, en aquel momento, su novela más reciente, Jesusalén, una de las que más me han gustado. Desde entonces, Couto publicó La confesión de la leona y las tres novelas de la Trilogía de Mozambique (en portugués, la trilogía se titula Las arenas del emperador), además de otras colecciones de relatos, una de ellas (El terrorista elegante y otras historias) en coautoría con el angolano José Eduardo Agualusa.

Jesusalén es una novela sobre el tiempo –respondió–, sobre aquello que yo llamo enfermedad del tiempo. El pasado es una especie de laberinto sin acceso, el presente no nos pertenece y lo que vendrá no llega nunca. Esa des-pertenencia es simbolizada por la historia de un viejo hombre que parece haber enloquecido y que dice a su familia que el mundo acabó y que por eso los conduce a un descampado en el fin de todo. Los hijos crecen sin contacto con nadie más y creen ser el último vestigio de la humanidad. Pero, en cierto momento, el mundo llega a ese escondite (que él, viejo loco, llama Jesusalén) e invade esa lejanía. Nada, en este mundo, puede dejar de pertenecer al mundo.

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